QUE DIGAN LO QUE QUIERAN
Hace diez años, meses más, meses menos, tuve una de las experiencias más importantes en toda mi vida como espectador de cine. Esto fue en el Espacio INCAA Graciela Borges, en la ciudad de Burzaco, en el Gran Buenos Aires, y la película que vi aquella tarde en ese cine, lejos de la Capital porque la había dejado pasar al momento de su estreno, fue «Miss Tacuarembó». Las experiencias cinematográficas no necesariamente se corresponden con lo buenas o malas que sean las películas, o con lo mucho o lo poco que nos gusten; estoy convencido de que las experiencias de toda laya son intransferibles, por lo que las críticas o comentarios apenas sin son indicativos de una escala de valores establecida, ajena a nosotros. El rostro de Natalia Oreiro, recortado en un primer plano que abarcaba toda la pantalla de aquel viejo cine de barrio para ochocientos espectadores, podía sin ningún esfuerzo hacernos creer que era una chica de diecisiete años que estaba a punto de abandonar su pueblo. En ese plano la gama de emociones que Natalia Oreiro le imprime a su personaje resultan indelebles. Sí, claro, ella había pasado por una situación semejante en la vida real, pero en ese rostro, en el paisaje de su piel y en el abismo de sus ojos, se cumple la máxima que firmara George Cukor sobre Ingrid Bergman, cuando le dijo «¿Sabe lo que me gusta de usted, Ingrid querida? Se lo puedo resumir así: la cámara ama a su belleza y la armonía de sus gestos al actuar. Las estrellas en el cielo son únicas, pero cuando una estrella se destaca de las otras, es porque es una gran estrella». Desde entonces considero que Natalia Oreiro ilumina la pantalla de forma imperecedera, y lo sostengo con énfasis.
Su historia como artista va de la mano con su crecimiento personal. Va del Cerro en Montevideo a Palermo en Buenos Aires, y abarca los últimos treinta años de la vida artística en ambos países: desde aquella publicidad de tampones a la conducción de un programa para descubrir talentos, pasando por las telenovelas, la música y el cine. Pero lo que quizás ignoráramos fuese que su impronta, su carácter, su voz, su belleza, hayan definido la actual idiosincrasia de un pueblo tan lejano a estas playas, como lo es el pueblo ruso. Las noticias daban cuenta del éxito obtenido por «Muñeca brava» en toda Rusia, incluso de las giras promocionales de sus discos en estadios de San Petersburgo, Siberia, Moscú. Pero que chicos y chicas quisieran aprender español para estar más cerca de Natalia, o que alguien quisiera buscar a su padre desconocido porque Milagros, el personaje de Natalia en «Muñeca brava», lo encontraba en la novela, dan cuenta de algo que no es una fijación con un ídolo adolescente.
Rusia, un país gigantesco que no tantos años atrás había sido un conglomerado de naciones con identidad impuesta, encuentra en Natalia Oreiro no tanto la cura a sus propias penas (la utopía disgregada quizás sea la principal, aún hoy), sino el motor para forjarse una nueva manera de mirarse como sociedad. Esto es lo más emocionante de NASHA NATASHA, y el gran logro de Martín Sastre como realizador: dar cuenta del alcance de nuestro acervo cultural en el concierto de las naciones, y transformarlo en elegía. Ya se ha dicho en todas partes que NASHA NATASHA muestra la gira a Rusia que realizara Natalia en 2016, pero lo que muestra de esa gira no es el triunfo de Natalia Oreiro como artista. Martín Sastre (el director que rodara aquel primer plano del que hablábamos al comienzo) prefiere mostrar la geografía emocional de nuestra Natalia que, al menos por lo que se ve en la película, no difiere tanto a aquella que nos devuelve su sonrisa en el video de sus quince años, en el VIP del aeropuerto moscovita mientras aguarda nerviosa la llegada de su marido y de su hijo, que vienen a hacerle compañía en la gira, o del taller en la casa de su abuela, donde se refugiaba a disfrazarse y jugar a ser una gran artista. Estos detalles en los que la cámara pareciera no existir son los más puramente cinematográficos que contenga este valioso documental: la cámara ama a Natalia Oreiro, y la cámara no sabe de hagiografías porque capta mejor las imágenes cuando al plano lo ilumina el fulgor de una gran estrella.