PARTE DEL TIEMPO
Mara y Jo son amigas desde que Jo la defendió a Mara en el comedor de la escuela, cuando las chicas del grado le robaron los lápices y se burlaron de su comida por ser la nueva del curso, a los ocho, nueve años. Incluso Mara conserva una foto en la que Jo y Cindy, la gata colorada de Jo, posan sonrientes para la cámara, en aquellos tiempos en los que ni Jo ni Mara se preguntaban qué significaba estar a tiempo para el futuro. Más tarde vendrá la certeza de qué es lo que hemos hecho con el tiempo cuando el tiempo se acaba y no hay manera de recuperarlo, en ese momento crucial en el que sobrevivimos a la infancia y comprendemos cuál es la forma de nuestra finitud. Pero entretanto, en ese largo camino que va de Katonah a Manhattan a lo largo del mismo estado de Nueva York, lo que puede descubrirse -despreocupadamente, o con preocupación- es cuán inteligentes somos. Cuán emocionalmente inteligentes somos, mejor dicho, porque las emociones nos templan y saber administrarlas nos lleva por la senda de la felicidad. ¿Tiene algo que ver la felicidad en nuestra formación como individuos, en la construcción de una sociedad que nos incluya, en la armonía que debiera proporcionarnos el amor? Esa es otra de las preguntas que no se formulan ni Mara ni Jo, al menos con palabras. Es una pregunta que queda colgada en el tiempo que pasan juntas, y sobre todo en el tiempo muerto que (como aquellos que mueren físicamente) queda suspendido sobre la distancia inexorable que nos aleja de la infancia.
FOURTEEN («Catorce»), pues, habla del tiempo que nos toca vivir, del tiempo en el que estamos vivos, del tiempo que tiene cada uno para dejar su huella en el otro. Es una película sobre el tiempo que dura la amistad entre dos chicas que devienen mujeres, sobre el tiempo que duran sus amores, sobre el tiempo que se tarda en fumar un cigarrillo o sobre el tiempo que se toman las nubes para oscurecer una vereda que hasta entonces era luminosa. La película de Dan Sallitt da cuenta del tiempo a través de magistrales elipsis que abarcan años enteros en la historia de Mara y Jo, años en los que lo esencial no varía y los cambios insobornables son, casi, imperceptibles. Quizás Sallitt maneje tan sensiblemente el tiempo que la duración de cada escena simule ser uniforme, y sin embargo, el movimiento interno que proporciona la cámara fija o su inopinado desplazamiento, le dan al espectador la posibilidad de comprender cuáles son las vivencias íntimas de los personajes porque tiene el tiempo exacto para observarlos (y para admirar las insuperables composiciones de Tallie Medel y Norma Kuhling), y también para prescindir de las palabras que tan poco tendrán para agregar, como cuando Conor, uno de los tantos novios de Jo, le pide a Mara que siga cerca de ella. Quizás lo que a Mara y Jo les ocurra a los catorce no sea grave en absoluto, porque esta no es una película en la que los hechos íntimos de los personajes deban ser revelados para que la la historia crezca en intensidad dramática; lo que ocurra cuando tengan catorce es tan importante para ellas que el espectador sabrá comprender cuál es su rol al involucrarse en los sentimientos de los otros, y para que tal vez descubra que en todas partes del mundo, y aún cuando el tren ya dejó la estación, nosotros, siempre, acabamos de llegar.