EL NOMBRE EN VANO
Andres Paas acaba de casarse con Krõõt y viajan hacia la granja que Andres ha comprado para formar una familia como Dios manda. La granja está rodeada por pantanos y piedras. A Krõõt, a primera vista, le resulta inhabitable, pero no hay obstáculo que Andres no pueda sortear para formar una familia como Dios quiere, porque Dios lo exige en la Biblia. Él es un hombre fuerte que puede sacar con la fuerza de sus brazos una vaca hundida en el barro, o levantar su casa con la madera de los árboles que él mismo tala, o alimentarse con los granos del campo que ara con sus propias manos. Pero la granja está en una región que tantos años después alguien le dirá por qué se llama Colina de los ladrones (se llama así por algo que Juss, el tonto del pueblo, quiere conseguir para hacer la cama matrimonial a la que llevará a Mari, tanto tiempo antes de que Andres se quede con los hijos y la mujer de Juss tras la muerte de Krõõt), un sitio del que, hasta entonces, el único amo es Pearu. Pearu, basto, infame, borracho consuetudinario, se vale de las artimañas de un pícaro para echar a cuanto iluso quiera compartir esas tierras de las que se pretende único amo. Andres trabajará incansablemente para hacerle notar a Pearu que Dios está de su lado, que Dios abandona a la gente que no actúa con su prójimo como Él ordena, aún después de perder tantos juicios en la comunidad parroquial y aún a riesgo de perder su propia reputación. Krõõt le pide que no se obsesione con Pearu, que trabaje menos, que se permita el descanso, pero Andres no la escucha. Hay que obrar como piden las Escrituras. Hay que tener un hijo varón para que herede la tierra. Hay que quedarse al límite de las fuerzas. O hay que torcer el rumbo y cambiar las reglas del juego.
Tõde ja õigus, la pentalogía escrita por Anton Hansen Taamsare y publicada entre 1926 y 1933, es el texto literario seminal para los estonios. Ubicada en ese límite que va de mediados del siglo XIX a comienzos del XX, entre la provincia zarista y la independencia de Rusia, la novela es un análisis del ser nacional en Estonia, análisis que no escatima la crítica hacia la observancia religiosa que dominaba a la sociedad y la única meta que parecía regirlos: trabajar para el futuro. Es, claro, una saga como tantas otras producidas en el mundo por entonces, un mundo en el que la revolución bolchevique había puesto de cabeza, y que empezaba a juzgar, a la luz de la ciencia y la filosofía, los límites propios de la raza humana. Esta novela aún no había tenido su traslado a la pantalla, por lo que la opera prima de Tanel Toom (un realizador cuya obra The confession había sido nominada al Oscar como Mejor Cortometraje en 2011) fue un verdadero suceso en su país y quedó en la lista corta para los premios de la Academia a la Mejor Película Internacional de este año. Lo que la hace valiosa no es su apego a la anécdota de base, ni la posible profundidad de su tema, ni el clasicismo formal que tan bien produce el cine nórdico. Es una película muy valiosa porque comprende que sus personajes necesitan de la carnadura adecuada (como la de Priit Loog como Andres y la de Priit Võigemast como Pearu), y porque entiende que el paisaje no solo es un personaje más sino que es nada más que tiempo. Un tiempo inmutable que debe ser observado para ser aprehendido y que, a diferencia de lo que le ocurre al pobre Andres, no es más que el tiempo que nos toca vivir. Es en el Tiempo donde habita Dios; todo lo demás, tal vez, sea pronunciar su nombre en vano.