Por Melisa Machado.
A los ocho años estaba mirando por la ventana y se le ocurrió dibujar lo que veía: una pequeña casa y unos cables de electricidad que colgaban de un poste a otro. En ese momento tomó conciencia de su habilidad para dibujar y se dio cuenta de que tenía un don, algo que luego se habría de convertir en “una fuente de breves alegrías”, recuerda Fidel Sclavo (Tacuarembó, 1960).
Quizá su fascinación por representar la inmensidad del espacio provenga también de ese momento. Cancha de fútbol sin demarcaciones es el título de uno de sus cuadros pintados en 1984, sobre el la cual aclara: “Aunque nunca me gustó mucho jugar al fútbol, me encantaba y me encantan las canchas cuando no hay nadie y no se sabe bien qué es ese sitio que puede verse como una mancha verde delimitada por dos arcos, con mucho espacio libre entre ellos”.
Poco tiempo después de pintar lo que veía desde la ventana, comenzó a estudiar pintura con Gustavo Alamón en el Conservatorio Municipal de Tacuarembó y terminó estudiando con Milton Glaser, en Nueva York, unas cuantas décadas después. “Alamón me dio un espacio y me enseñó pintura. Yo estaba ahí, lo escuchaba, afuera llovía y pasaban cosas: me enseñó un poco de técnica y me dio mucha piola. No creo mucho en los talleres ni en la educación formal, más bien creo que los maestros de alguna manera nos van deformando. Un niño dibuja una flor y viene la maestra y le dice cómo tiene que hacerla. Cuando hice arquitectura me decían cómo dibujar los ladrillos y yo probaba con la mano izquierda a ver si me salían como ellos decían”.
En 1977, a sus dieciocho años, Sclavo dejó Tacuarembó y se mudó a Montevideo para estudiar Arquitectura, aunque su idea inicial era estudiar Bellas Artes. No lo hizo porque la Escuela estaba cerrada. Se mudó a Montevideo “buscando mayor información”, aunque todavía no sabía que viviría cuatro años en Barcelona (entre 2001 y 2005) y que luego se instalaría en Buenos Aires, ciudad donde reside hasta hoy.
El mundo de la información
Cuando vivía en Tacuarembó se subía a una colina para captar emisoras de radio de Argentina o de Brasil. “Todavía no sabía que estar rodeado de información no significaba realmente estar informado”, dice. Siempre creyó que “lo importante es el mundo del sí y del no, la conciencia del mundo propio, saber cuándo algo merece una aceptación o un no. Suelo creer este tipo de cosas: que ni la belleza ni la luz están necesariamente donde generalmente se cree que están”.
En Montevideo dejó Arquitectura para estudiar Comunicación, trabajó como periodista en Jaque y como diseñador en la revista Posdata. También fue director de arte durante seis años en la agencia de publicidad Ímpetu, hasta que abandonó porque se dio cuenta de que “los mayores peligros son los que en un primer momento no se toman en cuenta. Cuando empecé pensé que podía pasar horas creando para vender un producto y que lo podía manejar, pero la verdad es que no fue así: en determinado momento me di cuenta de que ese modo de trabajar era también un modo de vivir. Era como tener la mitad del cuerpo comido, y me tuve que ir”.
A partir de ese momento se dedicó totalmente al arte. Sclavo crea a partir de “algo que no sé bien qué es pero que está ahí y puede llegar a convertirse en un cuadro. Es como una cuestión cromática a la que se le suman la música, el azar, y que no tiene una forma definida: puedo creer que voy hacia un lado y después resulta que voy hacia otro”, cuenta. Así, un fondo de acuarela sobre un papel con imperfecciones toma de pronto un camino tangencial: algo que el artista no había previsto en un comienzo.
Sin embargo, su manera de trabajar es metódica y regular, y suele ser en horas definidas, entre el mediodía y las cinco de la tarde. Su problema no es la carencia de ideas sino la proliferación de ellas. “Lo que me angustia es tener que tomar una decisión”, dice.
La sincronicidad de los monos
La mayoría de los pintores de su generación tomó otros caminos vinculados en parte al expresionismo encabezado por Hugo Longa. Entre ellos se encuentran Álvaro Pemper, Virginia Patrone, Carlos Barea, Martín Mendizábal y Diego Donner. Sin embargo, el camino de Sclavo fue otro.
Se ha dicho de él que es minimalista, en ocasiones naïf, que es humorista o que sus obras se parecen mucho a las de Jean-;ichel Folón. “Me encantaría ser minimalista, pero a veces lo que hago me parece amanerado o barroco. Utilizo más cosas de las que desearía. Respecto al humor creo que me ocurre lo que a [Augusto] Monterroso cuando escribía cuartillas en broma y sus amigos se ponían serios, o cuando las escribía en serio y ellos se reían”, cuenta.
“Con Folón me pasa lo mismo que cuenta Margaret Mead en esa historia de los monos y los cocos: había muchos monos en diferentes partes del mundo que no podían partir unos cocos hasta que uno de ellos descubre que mojándolos se partían más fácilmente. Entonces, de manera sincrónica, los monos que se encontraban en diferentes zonas geográficas y que no tenían forma de comunicarse entre sí comienzan a hacer lo mismo. La sincronicidad existe y ya todo ha sido inventado. La mayor parte de las obras de Folón las conocí cuando ya había hecho lo mío. Eso no me quita y no me agrega nada. Simplemente es así”, aclara.
En la década de 1990, y durante varios años, publicó ‘Servilleta de papelʼ en la revista Posdata, “una ilustración de una idea”, como él mismo la llama. “Muchos pensaban que la temática era la misma que la de los cuadros, pero no lo era: tanto el origen como los medios fueron y son diferentes. Era como un chiste, una anécdota ilustrada, dibujada, escaneada y tratada con color en la computadora”.
Entre las exposiciones individuales de Sclavo en Montevideo se destacan Obra discreta, en 1984, en la Alianza Cultural Uruguay/Estados Unidos; Historias de agua, en el Subte, en 1989; y Silencio, expuesta en el Cabildo en 2001. Desde entonces y hasta ahora ha hecho diversas muestras en Uruguay, Buenos Aires, México, España y Estados Unidos. Entre ellas, se destacan la realizada en Buenos Aires, en la galería Jorge Mara, en 2018, titulada Paisajes imaginarios; y la de 2016 en Manantiales, Punta del Este, en la Galería del Paseo, bajo el nombre Te escribo.
De la importancia del espacio en blanco
Sclavo conoce la importancia de los espacios vacíos. Como Stéphane Mallarmé, sabe de la importancia del espacio en blanco. Minimalista y breve, sus figuras están repletas de elocuencia y de silencio. Pequeñas y sutiles figuras de hombres, mujeres, animales y flores aparecen sobre la página casi vacía, sobre una blancura engañosa como la nieve. Como en los cuadros del pintor holandés del siglo XVII Hendrick Avercamp, que pintaba hombres y mujeres insertos en paisajes nevados, Sclavo elige en ocasiones la blancura o la precisión de un fondo inmaculado para destacar lo que le interesa. Sobre la simbolización de ese silencio aparecen la imagen, la palabra, el objeto. Esas figuras casi perdidas en el plano, un tanto desamparadas y lejanas, quizá representen la separación, la despedida, el dolor.
Artista reservado y un tanto enigmático, Sclavo utiliza vestigios de lo cotidiano para darles vida a sus figuras mínimas. Pinta entonces pájaros o nubes, una puerta, un animal u hombrecitos y féminas despojados y perdidos en un vendaval, enredados en la línea tanto como en sus pensamientos. Crea así una suerte de ilusionismo que nunca se agota. Alguien dijo una vez que sus personajes son melancólicos y claros como el recuerdo de la alegría en la tristeza: figuras incrustadas en una imagen del pasado que parecen incluso haber perdido la propia sombra.
Sin dudas, ha llevado la técnica de la acuarela, la pintura y el dibujo a una forma muy propia: después de cubrir la superficie a trabajar con varias capas de pintura, toma una punta seca y realiza incisiones, extrayendo con líneas finas lo que subyace debajo de las capas de pintura, deshaciendo la dicotomía dibujo/pintura, fondo/figura. O elige el agua y la acuarela para darle paso a lo más diáfano.
Podría decirse que cada obra de este artista es una variante de un mismo paisaje, turbado o leve, dulce o desesperado. Por momentos emergen espirales o rayones que dejan adivinar un gesto un tanto dramático: exorcismos o simples silencios de antes o después de la tormenta. Algunos de sus trabajos se distinguen por una inocencia casi cercana a la infancia, otros cargan con todo el peso de la experiencia acumulada por los años. De esta manera, el que mira se sumerge en la dualidad día y noche, angustia y felicidad, calma y tormenta, luz y oscuridad.
En ellos los objetos cotidianos –una cama, una escalera, una nube, una flor o un sombrero– se reiteran y forman una sintaxis única a la que él mismo parece llegar por un sinuoso camino: trabajando la línea, alternando superficies densas con otras despejadas. Y en todos ellos reina un silencio emocional que los identifica.
Algunas obras en papel de Sclavo tienen ideogramas calados. A través de los huecos se perciben colores, tramas o, simplemente, el vacío. Los signos se repiten de manera más sistemática y menos difusa que en las pinturas y aparecen sobre una línea única, generalmente horizontal. Cada obra parece dibujar el verso de un poema que ni el ojo ni la mente llegan a descifrar completamente: una suerte de juego siempre abierto e inacabado de múltiples sentidos y significados.
Respecto de sus últimas obras, expuestas en Buenos Aires, podría decirse que sus grafismos tienen un aire con los grafitis caligráficos de Cy Twombly o con las obras menos conceptuales de Hanne Darboven, sobre todo aquellas en que las líneas parecen letras en cursiva. Como Twombly y Darboven, sus trabajos abrevan en el despojamiento o “hablan desde el hueco”, como le gusta decir al propio artista.
Los trabajos de los otros
Después de atravesar los caminos de la emocionalidad más pura, Sclavo se ciñe a lo que le sugiere la obra de los otros para diseñar portadas de libros o de CD. Como diseñador ha trabajado para las editoriales Siruela, Alfaguara, Random House de México, y desde hace más de veinticinco años con Banda Oriental, de Uruguay.
Desde 2014 diseña también para la exclusiva grabadora alemana ECM. Su relación con esta grabadora data de 1979, cuando comenzó a comprar sus discos. “Creo que uno de los primeros discos que compré fue uno de Keith Jarrett y desde entonces ya no me detuve”, recuerda. “El sistema era y es el siguiente: selecciono un grupo de trabajos que considero que puede funcionar para cubiertas y el director del sello las guarda en una carpeta hasta que encuentra una música que vaya con alguna de ellas. Así que hago tapas para discos que desconozco en el momento pero que encontrarán la música adecuada. El resultado siempre me ha dejado satisfecho: las tapas finalmente encajan y cierran con la música seleccionada”. Sobre esta suerte de sincronicidad, cuenta que “una vez, mirando muy detenidamente un mapa de North Dakota, encontré que allí existían dos pequeñas ciudades llamadas Abercrombie y Towner, igual que los apellidos de dos guitarristas que años atrás grabaron un par de discos juntos en ECM, John Abercrombie y Ralph Towner. Le comenté a Manfred, el director del sello, que era una buena excusa para hacer un nuevo disco de ambos, además ya estaba hasta el título: North Dakota, un buen título de disco. Este es un típico ejemplo en el que la tapa, el título y todo estaban mucho antes de que el disco existiera. Mi idea de tapa era un mapa de North Dakota donde una línea de lápiz rojo unía esos dos lugares. Lamentablemente, el disco no llegó a concretarse porque Abercrombie falleció antes”, cuenta.
Ya sean pinturas, servilletas, papeles, postales o diseños de tapas de libros y revistas, las imágenes creadas por Sclavo remiten a una esencialidad cargada de afectos y emociones, quizá contenidas, que el artista deja emerger con sutileza y precisión. Su obra es sutil y, al mismo tiempo, intensa y poderosa. Por momentos leve, como un aroma apenas percibido y sin embargo conocido.
Fiel esclavo de sí mismo, hurga dentro de sí hasta ilustrar lo que el afuera le produce. Entonces traduce aquello que ha visto, anima un mundo que primero ha percibido con su ojo único. Y en el espacio liso deja plasmado que el afuera y el adentro son dos caras de la misma moneda.
“Como desde hace muchos años, alterno mis dos mundos sin conflicto alguno: el de la pintura y el del diseño/ilustración. Lejos de contradecirse o pelearse entre sí, se retroalimentan, se dan oxígeno y descansan uno del otro. Por lo general, destino las mañanas al diseño de libros, tapas, afiches, ilustración y pinto a partir del mediodía. A su vez, en pintura suelo alternar entre el papel, su carácter más intimista, y un despliegue mayor (en tamaño y expresividad) en las pinturas sobre tela. A veces esos mundos se juntan, otras parecen divergir superficialmente, pero obedecen a una misma raíz. En el último año, la pintura se ha vuelto más calma, contemplativa, con grandes planos de colores que conviven entre sí, falsamente plenos o monocromáticos, pues están llenos de pequeñas variantes en su aparente mismo color. El detalle se ha vuelto más mínimo y ‒como siempre‒ apela a no andar tan apurados, a detener la mirada, a respirar, a ver dónde está aquello que en un principio no percibíamos pero que siempre había estado allí, esperando en silencio”, cuenta ahora.
Sus imágenes resuenan porque no son ni más ni menos que imágenes arquetípicas, esas que todos llevamos dentro. “Un poco a tientas”, como él mismo afirma, o guiado por la energía de una idea, Sclavo capta eso que anima objetos y situaciones y lo sugiere, sin aspavientos ni grandilocuencia. Entonces sus imágenes se vuelven poderosas, plenas, llenas de luz y de sentido.
Nota originalmente publicada en el número 75 de Revista Dossier. Julio de 2019 / Año 12