El apóstata: Renunciar y crecer
Por: Diego Faraone
La apostasía es la renuncia a la fe, el abandono de una creencia. Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla), un hombre en sus treinta y tantos, siente que debe apostatar de la Iglesia Católica, en la que fue bautizado y que supuso parte sustancial de su educación. Pero no le basta con una decisión íntima y personal, sino que debe apostatar formalmente, dejando su constancia en los papeles de la misma Iglesia. Esta decisión, este móvil llamativo pero premeditado y firme encontrará más de un obstáculo. Y es que para la sacrosanta Iglesia, la apostasía es históricamente considerada poco menos que un pecado inexcusable, una grave ofensa a la institución y a Dios. El protagonista, algo ingenuo y aniñado pero urgido por dar ese paso para poder reafirmarse y seguir con su proceso vital, notará que lo que a priori podía pensarse como un simple trámite termina suponiendo una carga burocrática despro- porcionada. Este extraño enfrentamiento a molinos de viento, esta quijotada atípica y casi excéntrica que emprende es el principal eje y un gran enigmaque se impone y ejerce su sostenido atractivo en la última película del director uruguayo Federico Veiroj (Acné, La vida útil).
Rara avis en el cine uruguayo, la película fue coproducida con España y filmada y am- bientada en Madrid, pero hay algo de su espíritu general que la emparienta forzosamente con el cine uruguayo y especialmente con Control Z, productora independiente ligada estrechamente a Veiroj desde sus inicios en la carrera cinematográfica. Con una narración dispersa, algo caótica, y un personaje que pareciera a la deriva y sin un rumbo claro, el abordaje recuerda al de Hiroshima, a El lugar del hijo, películas que, como esta, parecen partir de una incomprensión, de una incógnita o de la pretensión de acercarse a su personaje y sus motivaciones. Las respuestas no están en el menú, y es en todo caso el espectador el que debería proveerlas (o no). El mejor cine es el que se continúa fuera de las salas, y El apóstata está provista de ese mérito atípico, esa incómoda capacidad de desconcer tar y mover a la reflexión, aun después de terminado su metraje. Los tramos oníricos fomentan ese desconcierto, con escenas que finalmente no podrá saberse a ciencia cierta si tratan desueños o de realidad (las del vínculo incestuoso del protagonista con su prima, por ejemplo). Son varios los momentos en los que Veiroj levanta un vuelo cinematográfico como nunca se ha visto en su filmografía; uno de ellos, una redacción en un ómnibus que se ve interrumpida por un encuentro sexual fortuito, en el que el plano detalle de la mano del protagonista en plena escritura va acompañado por una voz en off enfática, que no se detiene aun cuando puede verse con claridad que la mano ya no escribe. Otra de ellas está en el final mismo de la película, que no describiremos aquí pero que le da al planteo un cierre notable. La música es otro punto fuerte, con hallazgos de viejas canciones religiosas y populares que terminan por redondear el aire de rareza impreso en el tono general.
Quizá demasiado simbólica y cerebral, y poco jugada a lo afectivo, El apóstata es un cine diferente y festejable, aunque también uno que se contempla sin llegar a involucrarse del todo. La elección de acercarse a un personaje sin que sus sentimientos afloren impide en este caso un acercamiento íntimo con él, y este aspecto se echa un poco en falta. Quizá Veiroj logre más adelante no sólo hacernos pensar (no es poca cosa), sino también emocionarnos.
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