Lección sinfónica
Para una sociedad como la uruguaya, que parece ufanarse de su carencia de reflexiones en serio acerca de las prácticas musicales, hay eventos puntuales –lamentablemente, sólo puntuales– que vuelven a subrayar esa carencia y a la vez arrojan luz sobre un posible horizonte de expectativas musicales positivas.
Tal es el caso de la reciente actuación en el Teatro Solís –jueves 26 de octubre– de la Orchestre National du Capitole de Toulouse (ONCT), que bajo la soberbia dirección del ruso Tugan Solkhiev cumplió con la penúltima fecha de la temporada 2017 del Centro Cultural de Música, y dejó sendas muestras de que otro sinfonismo es posible. Y vale la aclaración: estas muestras no constituyen la excepción en una escena internacional muy competitiva, pero, en este caso, su mayor valor viene de la mano de una cualidad a la vez simple y única: la musicalidad.
¿Qué es lo que se espera de un concierto sinfónico? ¿Todo se debe agotar en el cumplimiento de un ritual que demarque gustos, formas de apreciación y que opere como eficiente dispositivo de diferenciación social? ¿Se debe constreñir a poner en escena –y con pocas variantes o signos de “transgresión”– los hitos del archivo musical culto occidental? ¿O se debería jugar a ese nada sencillo proceso de reactivación de sentidos musicales, esa hiperproducción semiósica con la que se trastocan comodidades y es posible lograr ese maravilloso efecto de lo musical: conmover? La discusión, estimados lectores, está abierta y esperando que alguien recoja el guante.
Sokhiev condujo con notable precisión, que recordaba a la técnica y precisión de Pierre Boulez, un programa que recuperó cuatro obras que son parte del complejo panorama musical culto de las primeras décadas del siglo XX, y con una naturalidad digna del elogio capitalizó al máximo el compromiso interpretativo de la orquesta.
En la primera parte revisitaron dos creaciones de Dimitri Shostakovich: la Obertura festiva Op. 96 y el Concierto para piano (y trompeta) y orquesta número 1, Op. 35, con las actuaciones solistas de dos jóvenes intérpretes, Luienne Renaudin Vary en trompeta y Bertrand Chamayou en piano. Para la segunda parte se reservaron dos platos fuertes. Primero, la siempre bella La mer, de Claude Debussy. Y para el cierre, la suite fechada en 1919 de L’Oiseau de feu, de Igor Stravinsky.
Las cuatro obras, que son un gran desafío para cualquier formación sinfónica, tuvieron excelentes abordajes. Afinación, articulación de fraseos, tratamiento muy refinado de sus ricas estructuras temáticas, control de sus planos tímbricos y dinámicos, más elegancia y contundencia en el trabajo expresivo, hicieron de este programa una muestra de que es posible conjugar el rescate de la profundidad estética con una técnica comprometida con la calidad, con el disfrute, con la emoción, con un virtuosismo concentrado que se potencia en el ensamble de la numerosa formación, con una saludable articulación de los elementos de la tradición y de lo contemporáneo.
No es un modelo a copiar en sus formas, en sus detalles. Si se apunta a eso, cualquier reflexión estaría condenada al fracaso, a lo disparatado, al epigonalismo más absurdo e inútil. Pero sí es posible tomar como referencia en un plano más conceptual, como motor para potenciar las cualidad, los recursos disponibles para dotar de una identidad a la práctica sinfónica local. Y esto, otra vez, se puede resumir en pocas palabras: se trata de hacer música, no cumplir con rituales esclerosados.