Por Soledad Gago.
No sucede siempre, pero a veces pasa que una noche, en un teatro, lo que ocurre en el escenario se expande por todo el espacio; que de pronto, cada persona que está allí, sentada, mirando, siente que no hay nada que pueda romper ese momento, esa cáscara, esa burbuja. Que lo que sucede en el escenario tiene tanta fuerza como para atraparnos a todos y dejarnos ahí, en un estado de hipnosis colectiva, sin poder dejar de mirar, sin poder, si quiera, pensar en otra cosa.
No sucede siempre, pero a veces pasa. Y pasó el 7 de mayo en el Auditorio Nacional del Sodre, durante la penúltima función de Pájaro de fuego por el Ballet Nacional del Sodre (BNS), dirigido por María Noel Riccetto.
Nunca había visto esta obra. No me llamaba demasiado la atención. Lo único que sabía ‒y era bastante‒ era gracias a las charlas de Lucía Chilibroste, historiadora especializada en danza, sobre cada temporada del BNS. Y lo que Lucía me había enseñado sobre Pájaro de fuego era, más o menos, esto: que se estrenó en Paris en 1910 pero se creó en Rusia a comienzos del siglo XX, que tiene música de Igor Stravinsky y coreografía de Mijail Fokine, que es un ballet esencialmente ruso, que generó un punto de inflexión por la coreografía, por la forma y por la temática, que con los años se crearon varias versiones del mismo ballet y que la del BNS es una versión de Marcia Haydée.
Pájaro de fuego cuenta la historia de un ave roja, brillante y mágica. Un día, el príncipe Iván la atrapa pero, conmovido por sus súplicas, la libera. Como agradecimiento, el ave le regala una pluma que sirve para llamarla cada vez que la necesite. Al amanecer, se cruza con tres princesas que están jugando entre los árboles de las manzanas de oro y que están, también, cautivas y atrapadas por el mago Kastchei. El príncipe está enamorado de una de ellas e insiste en ayudarla, por lo que ingresa en la tierra del mago. Finalmente, utilizará la pluma roja para pedirle ayuda al pájaro de fuego.
El espectáculo comenzó con un pequeño concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional: vestidos de negro, con el escenario completamente desnudo, los músicos tocaron Divertimento para cuerdas de Béla Bartók y dejaron el ambiente preparado para lo que, después de un intervalo, sucedería cuando volviera a abrirse el telón.
En la función del 7 de mayo el reparto estuvo integrado por Mel Oliveira como pájaro de fuego, Ciro Tamayo como el mago, Sergio Muzzio como el príncipe y Nadia Mara como la princesa. Este fue, también, el elenco que estrenó. Y con razón.
Pájaro de fuego es una obra breve, cortísima. Y está bien. Porque es, también, un ballet que no da respiros, que no permite matices, que avanza con una intensidad desbordante.
En ese sentido, el mago Kastchei de Ciro Tamayo ‒una vez más, qué afortunados los uruguayos de tenerlo en nuestra compañía nacional‒ es un huracán. Con el pelo, la cara y el cuerpo verdes, el mago de Tamayo es una criatura terrible y apasionante a la vez. Y no se trata solo de su danza, madura y firme en la técnica. Se trata, sobre todo, de la construcción: alcanza con verlo durante los primeros minutos en el escenario, solo, para entender que detrás de todo eso hay un trabajo de búsqueda, de composición, de querer llevar a su mago a los límites, de hacerlo rozar con la locura, de hacerlo lo más suyo que se pueda.
Hay dos o tres momentos en la obra que, quizás, sostengan a todos los demás. Uno es el comienzo de Tamayo. Otro es el enfrentamiento entre el príncipe ‒un Sergio Muzzio que cada vez baila mejor‒ y la princesa ‒Nadia Mara con toda la delicadeza y blancura que tiene en su danza‒ con las criaturas que sirven y custodian al mago. Hay que hacer una mención especial al vestuario y a la escenografía de Pablo Núñez: sin ellos no se termina de contar la historia.
El último momento y quizás el más conmovedor es el final: cuando el pájaro de fuego ‒Mel Oliveira que es hoy una de las bailarinas más completas de la compañía‒ finalmente logra derrotar al mago, cuando ganan los buenos, cuando de pronto una escena oscura cambia en un amanecer dorado y todo se vuelve como si se pareciera al sol.
El Pájaro de fuego del BNS no se trató de contar una historia. Se trató, en todo caso, de la forma de contarla: de saber transmitir la intensidad, la fantasía y la belleza hasta lograr, de a poco, que nadie pudiera apartar los ojos del escenario. No sucede siempre, pero a veces pasa. Y cuando pasa, hay algo que trasciende, algo que no se olvida.