Por Carlos Diviesti.
Quo vadis?
Yaya y Carl, bellísimos influencers que saben utilizar a la perfección su triángulo de la tristeza (ese que se forma entre las cejas, los labios y el mentón cuando uno frunce el ceño para mostrar sorpresa, desagrado o interés, y que tan bien explotan los modelos publicitarios de las grandes marcas para atraer –y repeler– a los factibles compradores), discuten por cuestiones de género: Carl le exige a Yaya que pague la cuenta del restaurante, y Yaya, dolida, intenta explicarle que discutir por dinero es denigrante, para hombres y mujeres.
Esa es la primera parte de esta película, en la que Ruben Östlund (dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes, la primera por The Square, en 2017, y la segunda por este trabajo) florea su virtuosismo en una escena vacua dentro de un automóvil. El segundo momento se desarrolla sobre un crucero de lujo, conducido por un capitán borracho, marxista, yanqui y desencantado, al que atiende una tripulación tan servicial como para vaciarle las propinas del bolsillo a sus repulsivos clientes, esos que, para aprovechar el all inclusive, le exigen a la tripulación que nade para ellos largándose al mar desde un tobogán inflable.
Lo que al principio resulta hilarante, luego resulta obsceno y a la postre innecesario, como a lo largo de ese regodeo por el vómito y las heces cuando las turbulencias del mar ponen al ras a pasajeros, tripulación y personal de limpieza, millonarios, clase media y pobres explotados, europeos, asiáticos y latinoamericanos, y nada se profundiza, todo se suma a esa pose pseudoprogresista que observa los males del mundo desde su copa siempre regada por el lugar común del dry Martini (literalmente).
La película tiene dos partes más, una luego del naufragio del barco (no por la tormenta, sino por la piratería y por la chochez de dos dulces viejecitos ingleses fabricantes de armas), y la otra cuando un puñado de náufragos dirimen fuerzas en la isla griega a la que lograr arribar: Paula, la jefa de los tripulantes; Nelson, uno de los piratas; Yaya y Carl, que no están como para sacarse selfies; Dimitry, el magnate ruso que se autodenomina capitalista y “el rey de la mierda”; Jarmo, un solitario ingeniero en sistemas; Therese, una mujer paralizada por un ACV y que solo puede articular una única frase; y Abigail, la señora filipina responsable de los sanitarios en el crucero.
Es en este momento en el que la película se extiende hacia la nada como una piscina con borde infinito, aunque intente coquetear con el retorno a lo salvaje de El señor de las moscas y hasta presenciemos –de manera cuidada, por supuesto– la matanza de una hembra de burro porque por un lado el grupo debe alimentarse y porque, por el otro, también quiere sentir la impunidad de saberse asesinos y no recibir pena alguna. Pero a nosotros, los espectadores de Triangle of Sadness, si Ruben Östlund se autopercibe como un enfant terrible, francamente nos da lo mismo.