La llamada
El agente Asger Holm tiene que testimoniar en un juicio al día siguiente, un juicio que determinará su rol en un hecho por el que está relevado de sus funciones policiales en la vía pública, eso que él sabe hacer y para lo que está cabalmente entrenado. Esa es la última noche en la que tendrá que atender el teléfono de la central de emergencias, su puesto actual; falta un rato para irse cuando recibe la llamada de una mujer que está bajo ataque y necesita ayuda. ¿Un secuestro? ¿Ataque por violencia de género? ¿Las preliminares de un asesinato?
A Holm no le importa tanto qué sea lo que a ella le ocurra, sino que su trabajo es preservar la integridad de la mujer y forzar el arresto del agresor. ¿Pero es ese el trabajo que debe cumplir ahora? ¿Es su función rastrear en la familia de la mujer las razones por las que ella atraviesa esa situación? ¿Debe él involucrarse en acciones que son la tarea de sus pares? ¿Y si equivoca su diagnóstico? ¿Y si en todo hay un revés de la trama que no puede soslayarse?
La culpa no es una gran película por la tensión que genera en el espectador con sus revelaciones, sino por exponer en primer plano –dicho con total literalidad– los mecanismos de la violencia ocultos en los pliegues de la conducta humana. Su guion está urdido para que nada resulte una sorpresa gratuita, para que cada hecho que sostiene la voz de los personajes que hablan por teléfono, a quienes nunca veremos en pantalla, desencadene una actitud en Holm (espléndido trabajo de Jakob Cedergren, que nunca cede a la tentación omnipotente de su personaje) que tal vez no sea la correcta ni la más impulsiva, sino la que lo impulsa a resolver sus propios conflictos y a encontrar una respuesta válida que cure culpas propias y ajenas. Y todo esto sin hacerle concesiones psicologistas a un thriller, género que repele las concesiones si ofrecen una salida unívoca a cuestiones que no son unánimes. Porque la culpa no tiene imagen aquí ni en Dinamarca, ni tampoco un continente de pertenencia.