El mundo marcha.
Por Carlos Diviesti.
Andy, humano sintético, desde que lo recuperara el padre de Rain, tiene seteado en su chip como mandato primordial cuidar de su medio hermana y contarle chistes infantiles si los tiempos se ponen sombríos. Los tiempos en el 2142 son concretamente negros, y no queda otra que escapar de allí. Muerto papá por aspirar los gases de una mina en la colonia espacial Jackson’s Star, denegado el permiso para abandonar el trabajo en aquella misma mina por ampliación de contrato (parece que en Jackson’s Star los contratos se amplían a perpetuidad, ciclo tras ciclo), a Rain no le queda otra alternativa que aceptar la propuesta de viajar con Tyler y su hermana –embarazada, nadie lo sabe– Kay, Bjorn y Navarro, en el transbordador Corbelan a la estación espacial detectada a la deriva cerca del anillo de asteroides. En esa estación espacial podrán conseguir las cápsulas criogénicas que los mantendrán en letargo lo que tarde el viaje al sistema Yvaga (donde por fin escaparán de la esclava noche perpetua impuesta por la empresa Weyland-Yutani y podrán ver el sol fuera de sus sueños), y para poder acceder a los distintos sectores necesitarán la huella dactilar sintética de Andy. Pero cuando a Andy le cambian el chip para que su dedo sintético pueda abrir la escotilla del sector Remus de la estación, Andy es capaz de sacrificarlos a todos con tal de cumplir la misión que Rook, otro humano sintético, científico, dueño original del mandato, no pudo cumplir. Esa misión consiste en llevar a la colonia más próxima la síntesis de ADN del superhumano capaz de conquistar el Universo. Ninguno de ellos –salvo Rook, claro– cuenta con que el interior de la estación espacial, sobre todo el sector Romulus, está infestado por seres xenomorfos con cabeza de pepino (según dijera Nicholas Barber en su crónica sobre esta película en BBC Mundo), derivados de aquel xenomorfo hijo de H. R. Giger que invadiera la perdida nave Nostromo al comienzo de esta saga cinematográfica iniciada por Ridley Scott en 1979, y que Fede Álvarez recupera gloriosamente para inundar, junto a su coguionista Rodo Sayagues, de ideas visuales que no abusan de los efectos digitales (los cinéfilos recordarán esos mundos creados por el propio Scott para Blade Runner o los de John Carpenter para Fuga de Nueva York, o hasta aquellos que creara, a pura sugestión y desmantelamiento, Andrei Tarkovski para Solaris), sonoras (la utilización del silencio y del espacio off –fuera del campo establecido por el cuadro– resulta sublime) y hasta ideológicas (los apuntes sobre la situación de la clase obrera en las colonias espaciales no son gratuitos ni para con la historia ni para con nuestros tiempos), permiten ampliar el frente de la pantalla de cualquier sala de cine, y calibrar adecuadamente la línea del horizonte para continuar el viaje.