La luz de los sueños
Ignacio Iturria en el MNAV
Para comprender una obra de arte hay que penetrar en el mundo de los símbolos y de los signos. Hay que considerar, por otra parte, que puesto que el arte tiene su lugar en el mundo y en la vida de los hombres y de las mujeres, hay cosas que no se pueden decir sino a través de él. El arte no es cuestión de gustos, sino de conocimiento. Estas consideraciones son necesarias cuando ingresamos a la obra de un artista de la talla de Ignacio Iturria, a pesar de que puedan parecer obvias. Puede parecer obvio, por ejemplo, que una pintura se pueda explicar hasta el punto de que la explicación pueda darnos una idea acabada de ella. Esta idea contradice la tesis planteada al principio de esta nota, dado que si el pintor pinta, lo hace porque no puede expresar lo que siente por medio de otro lenguaje, por ejemplo, el hablado.
La dificultad, no sólo semántica sino filosófica, de explicar una obra de arte es un problema al que filósofos como Michel Foucault le han dedicado bastante tiempo, sin mencionar a Immanuel Kant, quien fue el primero en plantear el problema del conocimiento sensible. Este tipo de conocimiento, que se puede resumir en la percepción estética, es un conocimiento especializado. Como cualquier otro tipo de conocimiento, no está dirigido a unos pocos elegidos, sino que es posible alcanzarlo con cierta dedicación y estudio. La obra de Ignacio Iturria es un ejemplo contundente de la necesidad de cultivar la percepción sensible, porque este artista tiene el don de la síntesis plástica, en la que los contenidos se trasvasan mediante sus formas. Toda la retórica que se haga para efectuar aproximaciones a la ideología y a los motivos causantes de sus objetivos artísticos y plásticos es un ejercicio de hermenéutica aplicada a desentrañar el significado de los signos y de los símbolos que Ignacio Iturria utiliza para transmitir ideas y emociones.
Notemos aquí que el arte es el que efectivamente puede, dentro de las actividades humanas, transmitir emociones. Eso no quiere decir que no nos emocionemos con un partido de fútbol, por ejemplo, o con cualquier otra actividad, aunque este tipo de sentimiento tenga probablemente más que ver con la pasión y su exteriorización. Mencionamos el fútbol porque Iturria también se ha inspirado en él, así como en otras actividades que en cierta forma caracterizan a la cultura uruguaya y, más específicamente, a la montevideana. Un paralelo significativo en música lo encontramos en Jaime Roos. Iturria se ha impregnado de la cultura uruguaya –como lo hizo en otra época Pedro Figari con la cultura afro en Montevideo– y desde esa impregnación, y por vías aún misteriosas, se transforma en obra de arte.
Teniendo en cuenta este proceso de creación que desconcertaba al propio Sigmund Freud, en la medida en que el gran psiquiatra no lo podía explicar, la obra de arte, específicamente la de Ignacio Iturria, es el resultado de un proceso que comienza con la identificación cultural, se propone un objetivo comunicativo y prosigue por una decisión iconográfica, finalizando con una puesta en escena en la que la emoción del artista es la que determina diversos factores técnicos en juego, como el color y el dibujo, y la construcción del contexto. Esta emoción es la propia del poeta, en tanto él utiliza la palabra en contextos no convencionales, justamente para conferirle una dimensión expresiva particular a la idea que trata de transmitir. En la obra de Iturria este proceso, propio de la metáfora, se hace presente como cambio de escala, deformación, uso del color y de todas las innúmeras posibilidades de composición, uno de cuyos propósitos es el encuentro o el descubrimiento del sentido artístico en la cosa más banal.
Este mecanismo fue ensayado hace muchos años con el famoso mingitorio de Marcel Duchamp, cuando este artista percibió que un objeto de diseño industrial –aquí se inicia la polémica sobre si el diseño es arte o no– colocado fuera de contexto e inutilizado puede constituir una obra de arte. Advirtamos que desde Duchamp en adelante este concepto de inutilidad ha sido manejado como una auténtica premisa para la creación artística; un conocido aforismo la resume así: si es arte no debe servir para nada (práctico).
Pero Ignacio Iturria es un pintor, un artista que ha apostado toda su vida a la pintura, a pesar de los vaivenes críticos que esta ha sufrido –y posiblemente aún sufra de parte de muchas escuelas–.
Por lo tanto, y en cuanto pintor, Iturria debe circunscribirse a los fundamentos de esta disciplina. Ha elegido un color particular, posiblemente muy representativo de lo uruguayo, ha elegido un campo de descripción también muy uruguayo o montevideano, y se ha impregnado, como dijimos, de esta cultura. Se ha impregnado hasta los poros con un lenguaje que exhala plasticidad por todos lados, y por esto mismo hace pintura.
Iturria no concede al discurso intelectual –amigo de lo conceptual– absolutamente ningún lugar dentro de su planteo iconográfico. Es más, como gran artista que es, se refugia en un espíritu infantil, no contaminado con la mirada académica. Es obvio que no es el primero ni el único artista que ha creado desde este costado. En la historia del arte moderno podríamos citar a muchos. Pero este no es el punto central de la cuestión. La cuestión estética –sobre si ha habido o hay modelos anteriores, etcétera– no puede colocarse aquí como una cuestión laudatoria de la calidad o de la originalidad. Esta cuestión la dirime la autenticidad, y desde este punto de vista, Ignacio Iturria se hace universal, aun cuando sus íconos puedan tener referencias a fetiches más o menos reconocibles (también hablaron de los “monigotes” de Figari críticos tan abstrusos como ignorantes).
Iturria actúa, desde las imágenes que construye, como un verdadero chamán: los ritos (podemos hacer un paralelismo con las tradiciones locales y universales) se adecuan a las estructuras mentales del individuo, en tanto perteneciente a una colectividad dada. Los colores seleccionados (recordemos que el brujo se pinta el cuerpo) y la abstracción de los personajes de su propio mundo real –aunque sin perder vinculación con él– constituyen la trama simbólica de su obra y, al mismo tiempo, su escenario. Desde este lugar del brujo que conjura los ritos cuyo origen es ancestral, se ve inundado con los vapores de alucinógenos para percibir una “realidad aparte” (dijera Juan Matús). (Rogamos no tomar literalmente este comentario, en tanto la actividad artística consiente en sí misma la evasión psíquica sin el uso de ninguna sustancia dirigida a esos fines).
El brujo, por lo tanto, opera en otros niveles de la realidad, en otros planos que reciben una particular denominación por los místicos. Iturria pinta de manera similar, inundado con la inocencia de un niño y con los atributos técnicos de un gran artista. Sus obras son pequeños actos de magia que quedan absolutamente por fuera de cualquier descripción lingüística, dado que el rito y sus consecuencias no pueden ser descritos, son directamente comprendidos por los iniciados que, justamente por poseer este carácter, son depositarios directos de una experiencia. Desearíamos subrayar que, tanto en arte como en otras manifestaciones espirituales, estas vivencias directas no se pueden llevar al plano literario, más allá de descripciones. Pero la descripción no sustituye a la experiencia. Este hiato entre las palabras y las obras de arte sólo puede ser llenado por la experiencia estética, que es una experiencia espiritual y, por ende, indescriptible. Lo que se sí se puede describir son las intenciones, los motivos y los objetivos del artista. En el plano específicamente estético, por misteriosos mecanismos se produce el fenómeno del placer estético, síntoma inequívoco del conocimiento sensible.
Ha sido necesaria esta larga introducción para decir que en esta gran retrospectiva de Ignacio Iturria hemos podido apreciar la magia del artista haciendo arte con temas, lugares y personajes absolutamente comunes. La obra abarca casi la totalidad del museo y permite apreciar el valor del conjunto con el transcurso de los años. El efecto es fuertemente percibido en tanto nos quedamos asombrados por la sencillez y la efectividad plástica, fuente de la emoción. Personajes diminutos que arrojan una sombra virtual que indica su condición de volumen; un grupo de escolares muy unidos, caracterizados por el juego de trazos azules que constituyen sus moñas; hombres y mujeres alargados, que recuerdan ciertos estilos tribales africanos; caras desconcertadas con expresiones imposibles de calificar; cabezas llenas de ideas; figuras deformadas; vermiformes de algunas se conectan con culturas primitivas incluso precivilizadas. El artista nos conduce a un mundo de sueños (“pintar es soñar”) coherentemente incoherente en tanto sueños y encantadores –y a menudo seductores– como una fábula. Iturria abre el grifo de su imaginación y pareciera que a través de ensoñaciones viven las narrativas de Mario Benedetti y de Juan Carlos Onetti. El lunfardo del Canario Luna –“relojeando las pibas una noche de enero” – nos resuena inconscientemente y en cualquier momento pareciera que Obdulio Varela pudiera salir de una tela. Iturria nos hace sentir que pertenecemos a esta pequeña aldea, que somos parte de los personajes sujetos a la iniciación por el viejo chamán cargado de experiencia.
Desde el punto de vista estético, Iturria recoge varias tradiciones, comenzando por incorporar de forma inequívoca el concepto de pintura y de “lo plástico”, introducido en Uruguay en la década de 1940 por Joaquín Torres García, a lo que podemos agregar el valor del símbolo, eje de la concepción del universalismo constructivo. Tal vez la predilección de Iturria por una paleta de tierras venga también de aquí. En segundo término, podríamos reconocer en la obra de Iturria ciertos conceptos propios de Jean Dubuffet, fundador del “arte bruto”, que refieren a su total despreocupación estética. Estos dichos se deben entender desde la especie de normativa en términos de imagen y otros que caracteriza a las escuelas. Iturria hace una pintura por fuera de los cánones clásicos de proporción, por ejemplo; sin embargo, sus figuras, plenas de plasticismo, reflejan fielmente el contenido por cuyo motivo el artista les da vida. Luego podríamos identificar notoriamente elementos surrealistas. Iturria posee una obra de nombre “daliniano” que remite a este creador. Max Ernst e Yves Tanguy han investigado en diversas formas que podrían haber inspirado a Iturria. Sea como fuere, digamos claramente que el estilo de Ignacio Iturria es genuino y personal; en este sentido, debemos hacer un paralelismo con el polémico Pablo Picasso, cuya obra ha sido un verdadero detonante para el mundo del arte –y de la arquitectura–.
Estas referencias a otros artistas y a otras corrientes no disminuyen en lo mínimo el arte de Iturria. Isaac Newton habría dicho: “me paré sobre gigantes”, lo que significa que en la ciencia y en el arte hay que mirar hacia atrás al mismo tiempo que se imagina el futuro.
En otros momentos pareciera que, al recorrer la muestra, nos encontramos frente a páginas de humor gráfico hechas pintura (Violencia, La casa, etcétera), de cierto ambiente de cómic que permea decididamente casi toda la obra de Iturria, lo que le permite, en muchos casos –en función de la posibilidad narrativa– introducirse en la crítica social e incluso en la proyección psicológica de sus personajes.
En otros casos, vemos elocuentes referencias al pop art, una estética que jerarquizó los temas banales, o bien banalizó la temática propia del arte de elite. En los casos en que Iturria recurre a los recursos del pop, lo vemos deleitarse en la representación de armarios y otros muebles, donde coloca personajes diminutos que darán la clave de su mensaje. La utilización de pequeñas figuras en plástico es también un artificio propio de esta corriente. Más allá de todos estos recursos lingüísticos, el artista demuestra en esta gran retrospectiva un contundente manejo de los medios plásticos, un programa de pintura sólido, basado en el Hombre, sea individual o colectivamente actuando, un sentido del humor sutil, una admiración por el arte infantil, un manejo impecable del espacio y una imaginación creativa verdaderamente poderosa.
La serie de “espejísimos” es bien interesante en tanto plástica y conceptualmente resuelta, y otra vez pone a prueba las sensaciones y, por ende, las convicciones del observador. La muestra no está organizada estrictamente en orden cronológico. La pintura más antigua, datada en 1982, está muy cerca de sus investigaciones del paisaje de Punta del Este por aquella época, cuando Iturria comienza a experimentar con los planos ocres para generar un espacio particular. Luego viene la pintura de interiores con trazados perspectivos y con cierto orden cubista. Estas investigaciones van a dar paso a la pintura en la que Iturria consolida su pensamiento creador a partir de un estilo sin fisuras en el que intervienen los elementos ya mencionados como cocreadores de su lenguaje. Hacia 2012, 2014 y 2015 la pintura collage demuestra ciertos cambios tal vez espirituales de este artista. Manteniendo su virtuosismo, las telas de gran tamaño incorporan una gran cantidad de personajes y de acontecimientos dentro de una vertiginosa actividad que hace difícil su lectura. Aumenta su intensidad cromática, incorpora colores vivos y deja atrás las tierras y sobre todo la tierra sombra que lo caracterizaba. (Hay que decir que el uso del blanco con infinitos matices es también una característica de la fineza del cromatismo del artista). El espacio se hace más tenso y los mensajes simultáneos hacen conflictiva la internalización del contenido de sus pinturas, que siempre es importante y que a menudo se precodifica en el propio título de la obra. ¿Será que la civilización se ha metido dentro de la choza del chamán? ¿Será que su ritual en nuestra pequeña aldea ha perdido eficacia por el afán del cumplimiento de múltiples objetivos simultáneos (propios de la actividad contemporánea, cosmopolita y globalizadora)? De todas formas, es un placer recorrer la obra de este artista, profundamente comprometido con la pintura y consigo mismo.