Por Alejandra Pintos.
Andrés Compagnucci ha pintado muchos motivos a lo largo de su carrera, pero todos tienen algo en común: son fragmentos de memorias felices materializadas en óleos brillosos e hiperrealistas.
Fotos e imágenes de obra cedidas por el artista.
Los ómnibus que iban lentamente desapareciendo, los muñecos de su infancia, el souvenir de uno de sus viajes a Francia y las flores del centro de mesa de una gala de premiación: Andrés Compagnucci pinta aquello que atesora y, armándose de óleos y pinceles, logra que trascienda el mero recuerdo. Es como si compitiera con el paso del tiempo, como si buscara que la memoria deje de ser algo perecedero e imperfecto, para en su lugar presentar altares de colores vibrantes con todo lo que alguna vez le trajo alegría.
Es, por definición, un nostálgico y él se reconoce a sí mismo como tal. Cuando era un estudiante de Comunicación Visual en la Universidad Nacional de La Plata descubrió la técnica del fileteado, esa típica del imaginario porteño, y enseguida quedó cautivado por esa expresión popular. “Desde el punto de vista gráfico, me interesaba el fileteado porque era un punto de partida para una gráfica argentina, a la que nunca me dediqué, pero siempre quise estudiar. Con gran parte de mi obra toco algo sentimental en la gente”, explica a Dossier.
Y de la mano del fileteado llegaron los colectivos que iba retratando en sus cuadros como quien colecciona figuritas. “Era una especie de carrera con el tiempo, porque iban desapareciendo. Entonces me daba desesperación por pintar cada uno antes de que ya no existieran. Incluso las paradas del colectivo que antes tenían el recorrido pintado en letra gótica y ahora lo tienen en letra helvética, una tipografía suiza súper fría que no tiene ninguna personalidad. Ese salto me entristecía, por eso quería pintarlos, para dejar un testimonio o un recuerdo”, asegura.
El resultado de esas memorias materializadas en el lienzo es difícil de explicar para quienes no conocen su obra. Es más real que la realidad, una versión más vibrante y definida: hiperrealista. Esta corriente la descubrió en la década de 1980 durante un viaje ‒aunque sus orígenes fueron diez años antes‒ y el impacto fue inmediato. Tal vez, lo que no esperaba, era convertirse en uno de sus más fieles embajadores en América Latina.
Los colectivos ganaron tracción y Compagnucci ganó becas y premios, entre ellas una de la Fundación Proa que le permitió trabajar un año con el artista argentino Guillermo Kuitca. La decisión puede parecer inusual, por la diferencia en el abordaje entre ambos artistas, aunque eso es justamente lo que Compagnucci buscaba. “Nunca fui a estudiar hiperrealismo, nunca fui a estudiar una tendencia. Es feo eso del alumno igual al profesor, eso pasa muchísimo acá en talleres de arte. A mí no me pasó por suerte. Vi obra hiperrealista cuando era chico en un viaje a Nueva York y siempre me gustó ese tipo de obra y quise ponerle mi sello personal a eso”, explica.
A medida que fue despegándose de los motivos más típicamente argentinos ‒que van de los mencionados colectivos a retratos de íconos populares de la época como la tenista Gabriela Sabatini‒ empezaron a aparecer referencias del arte pop estadounidense como guiños a Andy Warhol, Keith Haring y Alex Katz. A lo largo de la carrera de Compagnucci, los temas fueron variando, pero el asunto de los recuerdos siempre se mantuvo como un hilo conductor.
Hoy, con 56 años, pinta todos los días, casi todo el día. Es su trabajo y a lo único que se dedica, no da clases ni tiene otros emprendimientos, aunque sí pasatiempos, como coleccionar juegos de pinball. Cada mañana va a su taller, pone música o un audiolibro, y se dispone a crear. O al menos a agregar detalles y capas con su técnica perfecta al trabajo que ya tiene avanzado.
Ahora, en particular, está trabajando en un marco dorado de estilo colonial. Se trata de un souvenir que compró en Perú cuando visitaba Lima para una feria de arte. Aún no sabe hacia dónde lo va a llevar, pero es un camino que necesita transitar.
¿Solés prestarle atención a cosas que otros ignoran?
Se trata de rescatar cosas que me interesa destacar por algún motivo. Fue así desde el principio, cuando yo pintaba colectivos era una cosa cotidiana a la que la gente no le prestaba demasiada atención a pesar de que la usaba todos los días. Me interesaba porque era una imagen muy local, muy característica.
Y los souvenirs son la esencia local, pero condensada en un símbolo.
Cuando viajé casi de casualidad a París, me puse a ver cuál era el equivalente al fileteado en Francia. Me gustó mucho la industria del souvenir. Me gustaba, por ejemplo, la torre Eiffel en pisapapeles que decían “Paris” y la podías tener en tu escritorio. Todos esos recuerdos tienen una cosa afectiva impresionante. Vos te vas de viaje y te querés comprar un souvenir para quedarte con algo del viaje que disfrutaste. Entonces hice una serie en la que compraba estos souvenirs, no me importaba si eran de Mar del Plata o de Londres. También empecé a comprar esos muñecos de goma de personajes conocidos porque eran prácticos para llevar. Yo era muy lector de historietas y seguía a todos estos personajes, entonces también es un recuerdo, no de un viaje sino de la infancia.
¿Dirías que tus viajes te marcaron?
Siempre viajé, desde chico, porque tuve algunos parientes en España y tenía dónde quedarme y viajaba. Iba por una cuestión de familia, pero terminé ganando premios que eran viajes y becas. También trabajé con una galería en Madrid durante años, entonces iba a Europa y durante muchos años mostré en una feria en Madrid que se llama Arco, que la inaugura el Rey de España, van 300 mil personas, es el evento del año. Siempre tenía un viaje que hacer.
¿Qué te gusta hacer cuando viajás?
Me gusta viajar con pintura, todo ronda alrededor de la pintura. Me gusta ver las galerías y museos, soy cliente de todos los lugares. Ando en la calle todo el día, estoy siempre atento a toda la industria del souvenir. También a los juegos. Voy a todos los lugares donde haya un pinball.
Los pinballs te gustan mucho, los pintaste y también hiciste algunos customizados.
En mi taller y en mi casa tengo doce, soy medio coleccionista. Nunca me imaginé que alguna vez iba a ser coleccionista de algo. Lo que me pasó con esas máquinas fue que a finales de los años noventa vino una decadencia de las salas de juegos electrónicos y en 2000 empezaron a cerrar. Ahí fue más o menos cuando terminé de construir mi taller, entonces compré una máquina de estas porque ya no podía ir a jugar. Se trataba de poder jugar a la máquina en que jugaba antes y volver a traer al presente la felicidad que me daba ir a jugar en esa máquina. Es lo mismo que comprarse el souvenir para revivir el viaje: es como un viaje al pasado cuando jugás en esa máquina que jugabas a los veinte años. Me compré una y soné, porque me di cuenta de que lo que no tiene una lo tiene la otra y seguí… Ahí recién entendí qué siente una persona que se queda con las ganas de comprarme un cuadro que ya no está, entendí el espíritu del coleccionismo. Tengo muchos juguetes, pero no me considero coleccionista, los compro para pintarlos. Quizás lo soy y no me doy cuenta, debo de haber pintado una décima parte de los objetos que tengo.
¿Cómo es tu rutina?
Siempre fue todo el día pintar. Yo no doy clases, no tengo un trabajo, no hago nada que no sea pintar un cuadro. Me levanto, pinto todo el día hasta que me voy a dormir. Es lo que hago. A veces me dicen “Qué lindo, podés pintar todo el día, todos los días”. Está bien, pero es todo el día, todos los días. Llevo más de treinta años haciéndolo: imaginate comer un kilo de helado de dulce de leche todos los días, hay que ver si después de treinta años te sigue gustando el helado de dulce de leche. Le busco la vuelta para entretenerme, trato de pintar algo que me dé ganas de hacerlo.
¿Cuánto te lleva pintar un cuadro?
A pesar de trabajar intensamente, la producción siempre es escasa porque lleva muchas horas de trabajo. Un cuadro de un metro por metro y medio me puede llevar dos o tres meses. Nunca pinté un cuadro por decir “pinto otro más”. Cuando empecé pintando colectivos lo pintaba desde afuera, de adentro, el detalle del paragolpe cromado. Porque lo que pintaba en uno no estaba en el otro.
¿Pintás en silencio? ¿Cómo es tu rutina?
Me acompaño con alguna cosa para entretenerme, alguna novela o algo. A veces pinto para saber cómo sigue la novela. Hace veinte años escucho audiolibros. Soy el primer socio que no es ciego de la biblioteca de ciegos de la Provincia de Buenos Aires. Ellos me hicieron el favor hace muchos años porque hablé con el director y le dije que estaba muy interesado en escuchar. Es lindo para seguir trabajando, ni te das cuenta.
¿Qué estás escuchando ahora?
Ahora estoy escuchando los cuentos de Alice Munro. También escucho podcast de pinball, tengo varios.
Tenés una serie de cuadros sobre flores. ¿Cuál es el atractivo de pintar un motivo tan transitado?
En un momento yo pensé que las flores era el último tema que hubiese pintado, porque mi idea era siempre encontrar un tema virgen, que no se hubiese tratado. Pero eso de pintar flores tiene un desafío mayor al final, que es encontrarle una nueva arista, como encontrarle una jugada nueva al ajedrez. Es algo que todo el mundo ya lo pensó, entonces si le encontrás la vuelta es muy satisfactorio.
¿Sentís que le encontraste la vuelta?
Sí, yo estoy contento con esa serie y la sigo hoy en día. La intención es que veas un cuadro mío de flores y te parezca que está hecho hoy, no hace cien años, que sea una pintura contemporánea, que tenga algo de especial, que te pueda llegar de alguna manera.
¿Qué te llevó a ellas?
Cuando la gente va a una fiesta, a un casamiento, se suele llevar los centros de mesa que generalmente son flores. Me habían invitado a unos premios de pintura en un canal de televisión, nos hicieron una recepción y había unos centros de mesa espectaculares. Les pedí permiso para llevarme las flores como recuerdo y al día siguiente las comencé a pintar. Venía pintando recuerdos y esto también es un recuerdo.
¿Qué otros recuerdos pintaste?
Hice toda una serie de paisajes de España por encargo de una galería. Y mi idea tenía que ver con algo que ya no se usa: las postales que la gente mandaba cuando se iba de viaje o se las llevaba de recuerdo. Todas esas vistas que tomé de Madrid lo que quería era que fueran lo más parecidas a una postal. Por ahí eso no se ve cuando ves la pintura, pero yo lo pensaba así, como el recuerdo de un lugar.
Pintaste un autorretrato como la Estatua de la Libertad. ¿Cuál es la historia detrás?
Quiero que todo sea exactamente como yo quiero. La cadena tiene que ser así, el pie se tiene que ver de cierta manera, el pliegue de otra. Incluso contraté un fotógrafo, no me gustó y terminé haciendo toda la fotografía yo, pero tiene algo de divertido ese cuadro. Es muy personal. En ella estoy contento, con los pinceles en la mano y con una cadena atada al pie. Nunca sos completamente libre, ese es el tema.
Sos activo en Instagram y Tik tok. ¿Cómo te llevás con las redes sociales? ¿Las ves como una oportunidad o también te limitan la libertad?
Lo que no me gusta es que distrae, pero es difícil volver a tener el ritmo que teníamos hace veinte años. En esa época yo me tomaba un vaso de yogurt, prendía la radio y me ponía a pintar. Ahora tenés que prender el teléfono, ver los mensajes, esto y lo otro. Lo que sí me divierte es poder mostrar, porque siempre recibo cosas divertidas a cambio. Sobre todo con el Tik tok me escribe una cantidad de chicos con comentarios muy graciosos. Me dicen, por ejemplo, “Adópteme, señor”, y cosas de esas.
Es un público al que no llegarías en una galería
Sí, claro, no es público de galerías de arte. Son chicos adolescentes. Me divierte compartir con los chicos, en las vacaciones siempre estoy con los hijos de mis amigos. Me divierto. Tengo un espíritu un poco infantil, tal vez.