Muchacha con caravana de perlas.
Por Carlos Diviesti.
Hubo una vez un chico de ocho años que, allá por los años ochenta, una tarde fue con su tío a ver Hairspray a alguna de las seis salas que Cinemateca tenía por Montevideo. Ese chico hoy recuerda que no tenía ninguna necesidad de preguntarse qué era una travesti, tal vez porque ya supiera que el hecho artístico no pasaba por la percepción de alguna de las partes de la película en particular. Posiblemente, el hecho de que Divine, en la película de John Waters, tuviese el mismo tratamiento de una diva de la época dorada de Hollywood bastó para que el chico se formulara otra clase de preguntas y ensayara otra clase de respuestas cuando jugaba a dirigir cine en la terraza, acompañado por sus hermanos. Así es como aquel chico hoy sostiene, con absoluto convencimiento, que aprendió a leer, escribir, pintar y ver películas al mismo tiempo, todo junto, como si fuera la misma cosa, como si no fuera un hecho extraordinario encontrarse a Marosa di Giorgio sentada en el San Rafael, cerca de la casa de la abuela, del mismo modo que jamás se preguntó por la pertinencia de la perspectiva de género en el arte, porque en su casa los hombres y las mujeres siempre estuvieron en igualdad de condiciones a la hora de limpiar los platos.
¿Fue ver Hairspray lo que le despertó a ese chico el deseo de filmar películas, de ser artista? ¿O habrá sido La extraña pasajera? ¿Qué importan la sincronía o la diacronía del recuerdo? A la luz de sus obras, es mucho más probable que al momento de definir el futuro, pesaran más los ojos argénteos, rituales e insondables de Bette Davis: baste en la pantalla (no importa ya en qué pantalla) un primer plano de su gran musa, Natalia Oreiro, para solventar esta teoría.
“Respecto de lo que decís, de tratar el rostro de Natalia como si fuera un paisaje ‒sostiene Martín Sastre en diálogo con Dossier‒, como si fuese un retrato que con un solo encuadre tendrá que transmitir mucho más, claramente tiene que ver con mi observación de la pintura, de la historia del arte. Ese plano de Miss Tacuarembó fue muy planificado, porque no existía en la novela de Daniel [se refiere a Daniel Umpiérrez, Dani Umpi, claro]. O sea, siempre estuvo en mi mente desde que leí su novela; apenas la cerré, porque termina con esa situación, visualicé esa escena y visualicé a Natalia Oreiro. En ese momento era una locura, te hablo del año 2000, cuando yo recién había hecho un video y Natalia ya era famosa en todo el mundo. Entonces, cuando terminé de leer la novela, que era un manuscrito de computadora porque ni siquiera estaba publicada, lo llamé a Daniel y le dije que esa novela sería una película cuya protagonista sería Natalia Oreiro. Daniel se rió, claro. Es tan extraño que ese plano llame la atención, quizás tenga una carga muy fuerte. Lo que sí sé es que cuando fuimos a la locación con Pedro Luque, el director de fotografía, uno de los pocos uruguayos en ser miembros de la Academia de Hollywood, nos dimos cuenta de cómo tenía que ser ese zoom, de cómo debía levantarse esa grúa que muestra a los personajes con los pies apoyados en el mundo. Durante mucho tiempo hubo certeza de que ese era el final de la película, pero ese final abierto funcionaba de una forma en la novela, y en la película dejaba a los personajes derrotados. En una película, cuando te encariñás con los personajes, no les querés dar ese final, y sobre todo tampoco darle a la gente ese mensaje de que nunca cumplirán sus sueños. Y bueno, deliberadamente lo cambié, y el sentido del final cambió, con Natalia bailando el tema de Flashdance con el cartel de Hollywood de fondo. Con Natalia también preparamos bastante ese primer plano, y con los niños, porque los niños debían hacerlo exactamente igual al comienzo de la historia, pero con otra intención. Natalia, además, no es solamente una buena actriz, sino que tiene calidad de estrella. A esta altura no hay que explicar por qué es una buena actriz, se ganó tres Cóndor de Plata consecutivos, ya todo el mundo lo sabe. Pero Natalia ilumina la pantalla como Audrey Hepburn: ella entra en el plano y todos los ojos la observan, es algo muy difícil de describir y de encontrar. En todas las cosas que hemos hecho está ese primer plano que irradia algo especial. Es algo que no sé si decirte que es nato o no, pero hay gente que tiene eso, no podés sacarle los ojos a su imagen en la pantalla, aunque lo más importante sea aquello que explota al fondo del cuadro”.
Será que para Martín Sastre (Montevideo, 13 de febrero de 1976) lo importante no sea el mero efecto estético de la imagen sino también la percepción individual del tiempo que ellas duran. En sus obras, el tiempo pareciera circular ajeno a las agujas del reloj, porque en sus obras más breves (cortometrajes, videoclips, campañas publicitarias) el tiempo es una idea difusa que descansa al solaz de la persistencia retiniana. Hagamos un experimento: vayamos a sentarnos a un bar donde hay encendido un televisor y veamos, contrapuestas, las imágenes de una Gran Manzana anónima y monocromática y los ojos voraces de Roberto Musso mientras se escucha el tema Roberto de El Cuarteto de Nos. ¿Esas imágenes duran lo que apreciamos en la pantalla, nada más? ¿El tiempo para un artista formado más allá de sus fronteras tiene una perspectiva más aguda? ¿O será que para las artes visuales la percepción del tiempo funciona mejor cuando se apropia de una cultura común?
“Estar fuera del país es un camino de ida y vuelta ‒sugiere Sastre‒. Yo me fui a estudiar a Madrid e hice un máster en Casa de América, en el Palacio de Linares, cerca de la Fuente de Cibeles. Ahí estuve un año becado y después Casa de América me contrató para que trabajara con ellos tres años. En esa casa confluían todos, desde el Puma Rodríguez a Isabel Allende, personalidades del cine, las artes visuales, la música, la literatura, de América Latina principalmente, allí conocí a todo el mundo de primera mano. Me acuerdo de que un día estaba en la fotocopiadora de la casa y una señora que trabaja ahí estaba acomodando unos archivos, que eran todos los semanarios Brecha desde el primero hasta el último. En Casa de América hay un nivel de conocimiento de la región muy centralizado, muy potente, que me dio una perspectiva regional que desde Uruguay no tenemos tan clara. Mejor dicho, desde el Río de la Plata no vemos esa sintonía o esas similitudes que podemos tener en común con el resto de América Latina, con el resto de la región e incluso con el resto de América. Creo que hasta que no salís no sabés de dónde venís ni lo que significan el arte o la cultura de Uruguay. En Casa de América, por ejemplo, nos juntábamos todos los días en la biblioteca de la casa, una biblioteca hermosa, enorme, y el único cuadro colgado en la biblioteca era un retrato de José Enrique Rodó. Me acuerdo de que un día una amiga becaria argentina me llamó para avisarme que Marosa di Giorgio estaba en el Círculo de Bellas Artes. Le dije que no quería verla a Marosa, que la había visto mil veces sentada en el bar San Rafael, cerca de la casa de mi abuela. Pero fui. Era un día que llovía mucho, que hasta se había cortado el metro, es muy raro que en Madrid llueva tanto. Entré en el momento en que Marosa, con un vestido de encaje transparente, negro, que tenía como unas arañas de estrás, plateadas, que subían de mayor a menor hasta hacerse chiquititas y darle vuelta por todo el cuerpo hasta subírsele a la cabeza, donde se había hecho como un cucurucho con ese pelo rojo que tenía, terminaba de recitar sus poemas y la gente la ovacionaba. Fuimos a saludarla con mi amiga, y la señora que estaba delante de mí le da un librito así de diminuto, y Marosa cuando lo iba a firmar le dice ‘Pero de dónde sacaste esto que es la primera edición de Druida’, y la señora le responde ‘Es que soy Maricarmen de Málaga, Marosa’, su amiga epistolar desde hacía más de cuarenta años y que nunca había conocido personalmente. Marosa estaba alucinada por cómo la habían recibido. Te puedo contar muchísimos ejemplos, pero esas fueron las primeras pistas que tuve sobre el engranaje que ocupa Uruguay dentro de la cultura hispanoamericana. Y quieras o no me influyó mucho. Si bien las naciones se definen por su cultura, la del Río de la Plata es una cultura aparte. Me siento identificado con mucho artistas de Argentina, sobre todo porteños. La del Río de la Plata es una cultura muy excepcional, muy marcada, y aunque estemos en países con idiosincrasias muy distintas, la cultura rioplatense es la misma”.
Sastre, responsable de una campaña comisionada por el Ministerio de Cultura de la Argentina en 2014, compuesta por tres cortometrajes que conmemoran el centenario del cine de aquel país pero que recuerda algunas formas cinematográficas que ya son patrimonio de la humanidad, no duda en definir esos trabajos como parodias, aunque totalmente alejadas del consumo irónico, forma solapada de escarnio disfrazada de diversión, algo muy común entre cierto posmodernismo trasnochado. En esa campaña los actuales vectores de la problemática de género ya estaban presentes y se permitían mostrar a Cecilia Roth como una heroína de acción, a Natalia Oreiro como una damisela en apuros y que pone en apuros a ciertos íconos de la historia del cine cuya presencia asustaría a cualquiera, y a Mercedes Morán como muchacha en peligro y pistolero que se bate a duelo en un western, alternativamente. Tres obras que en apenas quince minutos totales se permiten la libertad de lo camp y lo kitsch sin importarles la etiqueta, y que tienen además mucho más cine en cada uno de sus cuadros que la selección oficial completa de un festival internacional de primera línea.
“Yo siempre hice parodias, sobre todo a Hollywood, o a la cultura pop, o a la cultura del mass media. Si ves U from Uruguay, el comercial con el perfume del Pepe que hicimos para la Bienal de Montevideo, es una parodia a una publicidad genérica de perfumes. Shakespeare hacía parodias, y con la parodia, que ya vemos que es un ejercicio muy antiguo, estás haciendo cómplice al espectador de un chiste o de una reflexión filosófica. Ahora, si vos estás usando la obra de otro sin decir que es de otro, sin hacer parodia, sin estar haciendo referencia a la obra de otro autor, ahí estás haciendo plagio. Cuando me pasó lo de Lancôme, que es sobre lo que estoy trabajando ahora, había una intención de plagio, de copiar hasta un límite absurdo, plano por plano, lo que yo había hecho con Natalia para Protocolo Celeste (la campaña para posicionar a Uruguay como sede del campeonato mundial de fútbol 2030), y usarlo con un significado distinto. Pero decime qué hace Zendaya levantando un perfume al sol… Yo puedo justificar por qué Natalia es una amazona, por qué es un caballo blanco, por qué están en esa playa. En Protocolo Celeste el personaje de Natalia está basado en el escudo nacional, hay toda una explicación de por qué se usó esa simbología para el personaje, por qué se eligieron esos colores, esas tomas… Yo no sé qué justificación tendrán los creadores de la publicidad de Lancôme. Ahí hay una apropiación de la propiedad intelectual, que es como si yo me apropiase de tu salario. Es el fruto de todo mi trabajo, no es solamente una idea. Nunca me había pasado que me plagiaran de forma tan gráfica y con una explotación tan comercial”.
Aunque por lo que vemos es un hombre consustanciado con su tiempo y con su lugar en el mundo, y que aboga por la igualdad de oportunidades en el territorio del arte (su proyecto Lala, Link Audiovisual Latino Americano, en principio fue una plataforma para la difusión de artistas y hoy es una moneda digital para respaldar el trabajo de los creadores, surge de cuestionarse por qué los artistas deben ser intrínsecamente pobres), Martín Sastre participa de muestras propias y comisionadas por bienales, galerías y museos de todos el mundo. Se permite experimentar en el arduo territorio de la performance (notable su trabajo con Marina Abramovic durante la Bienal de Buenos Aires, Eva, volveré y seré performers, realizada para la cámara en el mítico balcón de la Casa Rosada, sede del gobierno argentino, ese mismo que inmortalizara la imagen de Eva Perón arengando a las multitudes), busca alternativas para sostener la producción de películas (“en toda la industria audiovisual en América Latina, donde hay un apetito voraz por los contenidos, los institutos de cine son algo de otra época, hay que reinventarse”, propone) y diseña nuevos proyectos (uno que se titularía El ángel y que toma como disparador El ángel exterminador, de Luis Buñuel, esa joya surrealista filmada en México en 1962, donde la pérdida de las formas urbanas implica liberar la bestia encerrada que no queremos recordar).
Ese corto que filmaste con Alaska en 2004, La mano en el fuego, que ya incorpora elementos que después trabajaste, por ejemplo en Miss Tacuarembó, es maravilloso. ¿Cuándo vas a filmar una película con vos como actor, como protagonista?
En realidad, yo empecé a trabajar conmigo frente a la cámara porque no tenía otros recursos. Después, cuando empecé a trabajar con actores profesionales, descubrí que me gusta estar más detrás de la escena. Justo me lo preguntás en un momento en el que estoy revisando a ese Martín Sastre artista que me hace pensar en ponerme otra vez frente a la lente. Pero lo que me gusta es estar detrás, manejar los hilos, desde chico cuando jugaba con mis hermanos a ser director de cine, porque tengo un rango de intereses muy amplio y la dirección es lo que me mantiene entusiasmado, siempre.
Quizás con esto volvamos al principio, a ese chico montevideano que hizo un curso de cine en Cinemateca entre los ocho y los doce años, que con el videoarte exploró los límites del cine hasta ensancharlos (en sus obras y para quienes las observamos), que sin ironía se apropió, por ejemplo, de las elegías de Alexander Sokurov para retratar la gloria de una compatriota en la tan lejana Rusia (ahí está Nasha Natasha para mostrar, además, que las palabras de Eduardo Galeano no tienen confines en su resonancia), y que encontró en la imagen de Natalia Oreiro el vehículo perfecto para expresar su idea de la belleza, una idea que la cámara de cine ama tanto como el tiempo a la eternidad: la imagen íntima de un espíritu contemporáneo que desafía las edades, que se trasluce en una mirada pura, primigenia, capaz de reflejar la luz cristalina del día inmortal en la historia del arte. El rostro de Natalia Oreiro, protagonista y testigo de su tiempo, gracias a los retratos que de él registrara Martín Sastre, también merece ser observado como el de aquella Bette Davis de hace casi cien años, o el de esa chica imaginaria con caravana de perlas que pintara al óleo Johannes Vermeer en 1665, y que jamás habrá de marchitarse en los muros del museo Mauritshuis de La Haya, o de la memoria de los siglos.