Por Nelson Díaz.
Desde una habitación china o piloteando una tormenta de cerebros, Carlos Rehermann ‒novelista, dramaturgo, docente y periodista‒ es una de las voces más lúcidas e independientes del panorama cultural uruguayo. En entrevista con Dossier, analizó la función del arte y la crítica cultural, y repasó algunos de sus títulos más emblemáticos.
Tesoro, novela con la que recibiste el Premio Narradores de la Banda Oriental 2015, narra la relación entre un padre y un hijo. Puede catalogarse como una novela de formación –lo que los alemanes llaman Bildungsroman– y también como una mirada sobre la década del setenta. ¿Cómo nace la idea de escribir desde esa perspectiva sobre un período oscuro en la historia de Uruguay?
Cada mañana, cuando me despertaba para ir a la escuela y, después, al liceo, veía a mi padre sentado ante una mesita en la cocina, tomando mate y escribiendo novelas u obras de teatro. Acerca de eso quería escribir. Nunca tuve intención de escribir acerca de la dictadura. Viste que a veces, cuando uno escribe una ficción, tiene la posibilidad de elegir el ambiente, el espacio-tiempo, el setting. Pero casi siempre las historias y el setting vienen juntos. Y cuando uno habla de una realidad que vivió, ya no de una ficción, es un paquete indisociable. Yo no decidí escribir sobre aquella época espantosa, sino sobre mi padre. El asunto es que mi padre y mi adolescencia tienen adherida aquella época: los patéticos gorilas, los lamentables robinjudes, la pobreza y las mentiras, pero también la nobleza, la belleza y el coraje de muchos. En mi casa se pasaban serias dificultades económicas y yo estaba becado en un liceo donde daba asco la obsecuencia de los curas con el poder. Pero toda esa cosa horrible está en mi memoria con un cariño extraño. Es mi vida, mi pasado, y lo acepto sin problemas. Claro que hubiera sido mejor ser rico y vivir en libertad, que pobre y en aquel país secuestrado por una banda de cretinos, pero la mía fue una familia feliz y eso lo resumo en la figura de Aquiles, el protagonista, mi padre, que era un tipo que si estaba al lado tuyo no daba miedo mirar a la oscuridad.
En este sentido, salvo algunas excepciones, ¿creés que se ha escrito poco sobre la dictadura desde la ficción?
En un sentido sí, se ha escrito poco, pero en otro, más profundo, me parece que se ha contado demasiado. Me parece que hay demasiadas ficciones sobre la dictadura. Por ejemplo, todo lo que ha escrito Eleuterio Fernández o los relatos orales de José Mujica, son ficciones de muy buena calidad, tanta que hay muchas personas que creen que son relatos verídicos. A Fernández hay que reconocerle el arranque de su novela El abuso, probablemente y sin ironías, el comienzo más valiente de una novela uruguaya. A Mujica le gusta más la performance, pero no deja de ser un narrador y es bastante notable la composición del personaje que ha hecho y la energía con que lo sostiene desde hace décadas. En cuanto a lo que yo escribo, no me parece que la dictadura haya sido tan interesante como para convertirse en tópico para una novela. Si hacés a un lado los sufrimientos privados, las víctimas de los crímenes, como acontecimiento histórico la dictadura fue una tontería. No encuentro personajes con espesor entre toda esa gente. Son de esos personajes que se te mueren en cualquier escena y al instante te olvidás de que existieron. No tienen ningún rol en la trama de la verdadera historia. Son personajes notablemente chatos, o peor: bolos, mucamas de sainete, mayordomos de vodevil.
Tu novela más ambiciosa, y un punto de inflexión en la literatura nacional, es Dodecamerón. Se la puede considerar la novela total de esta comarca. Hay diez personajes que esperan, durante doce días, ser rescatados de un barco averiado en alta mar. Mientras aguardan el rescate, deciden contarse historias para entretenerse. Son 144 relatos, de alguna manera concatenados, donde desplegás imaginación, erudición, pulso narrativo y la capacidad de relacionar personajes reales o inventados. ¿Fue un plan premeditado, o comenzó como un juego lúdico narrativo?
Bueno, eso de punto de inflexión… Es apenas un libro largo en un país de libros cortos. Pero es un libro que resulta de cierta imposibilidad de organizar un relato unitario. Si querés, es un producto de la posmodernidad (aunque un poco tardío), por aquella definición de [Jean-François] Lyotard de los años setenta, del fin de la modernidad manifestado por esa imposibilidad del relato unificador. A mediados de la década de 2000 yo escribía bastante, pero cada cosa que emprendía perdía energía enseguida, no iba hacia ningún lado. Escribía bastante teatro, con lo cual no tenía problemas, pero con la ficción narrativa la cosa no caminaba. El teatro es de una extensión parecida a la de un cuento largo. La novela ‒y yo hasta ese momento era novelista, no escribía cuentos‒ es una construcción más bien sedimentaria, menos artefacto que el cuento y la obra de teatro, que exigen completitud y la manifestación de un mecanismo, la evidencia de un funcionamiento. Escribía fragmentos, pero nada parecido a una novela, y, por otra parte, tampoco se trataba de cuentos, porque la actitud que yo tenía al escribir era la de novelista, la del que acumula una capa y otra y otra. Y entonces un día vi que ahí, en esa acumulación de caminos sin salida, había algo, y pensé en la lógica de la literatura enmarcada sánscrita, que es el ancestro de Las mil y una noches o del Decamerón de [Giovanni] Boccaccio, y el Heptamerón de Margarita de Navarra, y también la de los Cuentos de Canterbury de [Geoffrey] Chaucer y la de, por supuesto, el Manuscrito encontrado en Zaragoza de [Jan] Potocki, que es mi libro favorito. Como un narrador no tiene problemas en vincular y conectar (eso es casi lo único que un narrador no puede hacer mal), junté mis fragmentos y los conecté mediante un sistema de marcos. Listo. Así que para contestarte, después de todo este parrafón: el Dodecamerón fue, sí, un juego narrativo.
Te lo pregunto porque hay una veta cortazariana en la estructura –que se puede rastrear en otras obras tuyas, como El robo del Cero Wharton–, pero también hay referencias a los libros que nombraste, en particular, obviamente, al Decamerón.
Sí, la lectura de [Julio] Cortázar (que viste que ahora parece que hay que darle duro, pobre) fue importante para mí. El problema de un escritor que empieza, salvo excepciones, es la falta de voz, y el peligro es la impostación. A mí me sirvió el tono, la voz de Cortázar, para tomar su ejemplo, pero con el cuidado de no imitar su timbre ni su cadencia. La soltura de la prosa de Cortázar, más que su mundo, con frecuencia esnob, fue una guía para intentar vivir con libertad la escritura, como si las palabras fueran música involuntaria. Y ahí hay un componente de juego, como en cualquier música.
Hablando de estructuras, ¿tu profesión de arquitecto, aunque no ejerzas, te sirve en la construcción de un relato o van por carriles diferentes?
Es una linda pregunta porque me permite hablar de lo que para mí da sentido a la escritura: se trata de un arte. En cambio, la arquitectura es diseño, no arte. Es cierto que uno ve una iglesia europea del siglo XIII y lo único que se le ocurre a la hora de definirla es catalogarla como obra de arte. Sin embargo, una obra de arte arquitectónico no es mejor obra arquitectónica que una obra arquitectónica que no es una obra de arte. El dominio de la arquitectura es el diseño, es decir, una serie de procedimientos para resolver un problema de habitación. Me refiero aquí a habitar en el sentido que usa Néstor Casanova en un libro muy interesante que acaba de publicar, Tratado de teoría del habitar. Habitar es lo que hacemos en el espacio-tiempo cuando existimos, no sólo vivir en determinado lugar. A eso me refiero. La artesanía se parece al diseño en que lo que procura es la resolución de un problema. Por ejemplo, antes de que los clavos hicieran aparición en la carpintería de obra, los artesanos carpinteros resolvieron una serie de uniones de maneras notables, a través de largos procesos de prueba, reconocimiento de los problemas y errores, y ajustes para llegar a soluciones perfectas. Ese conocimiento se perdió con la generalización del clavo y el uso de maderas blandas, pero vos podés ver una iglesia noruega de pies derechos del siglo XII que no tiene un clavo y está en pie como hace mil años. Uno se siente tentado, ante la belleza y la perfección intemporal de esos edificios, a considerarlos obras de arte, y en algunos casos lo son, pero no porque sus constructores hayan pretendido hacer arte, en el sentido que le damos hoy a esa palabra.
La artesanía y el diseño resuelven problemas, encuentran soluciones buenas, excelentes, pero no necesitan ser arte para estar bien. A veces una casa diseñada por un arquitecto o un bote de remos hecho por un artesano son obras de arte, pero eso no los hace mejores casa o bote. En cambio, una novela que es arte es mejor que una novela que no es arte. Ahí no hay criterios de utilidad ni ninguna otra cosa más que el arte literario. Por supuesto, los políticos y los editores están en contra de esta idea, porque quieren prever y usar la escritura, unos para ganar adeptos, los otros para ganar dinero. Están en contra del arte y a favor del diseño. Planificar, planificar. Los fondos concursables te piden que digas “el impacto que va a tener tu obra”. ¡Y yo qué sé, señora! El arte no se puede planificar, porque no tiene por función resolver problemas. Quizá una de las funciones del arte sea plantear problemas que aún no han surgido en el mundo y que quizá nunca vayan a surgir. El fracaso, que es el terror de los políticos y de los editores, es esencial para el artista, como lo expresó claramente [Jean] Cocteau.
Por otra parte, las materias primas de la arquitectura y de la literatura son muy distintas: la escritura es un dispositivo lineal, porque el lenguaje verbal es lineal (sólo ocurre un fonema a la vez), es decir, trabaja con un universo de una sola dimensión. En cambio, la arquitectura trabaja con un espacio de tres dimensiones. Los modos como interviene el tiempo en cada una son distintos, y además hay otras diferencias muy importantes, que me parece que hacen imposible aprovechar las experiencias de un campo para aplicarlo en el otro. Son mundos muy diferentes.
Hoy, los avances tecnológicos, las redes sociales, el individuo (y la pérdida de la individualidad) están muy presentes en la literatura. Algunos ejemplos recientes son Mañana tendremos otros nombres, de Patricio Pron; Kentukis, de Samanta Schweblin; y Máquinas como yo, de Ian McEwan. Cuando publicaste El canto del pato, en 2000, donde planteabas las relaciones virtuales a través de internet, no era tan frecuente.
Para mí, como escritor, fue un libro útil porque me ayudó a separarme de la primera persona narrativa. Es un libro en primera persona, pero como el narrador es un idiota, pude no ser verdaderamente yo. Fue mi recurso para el tránsito hacia la tercera persona. El libro siguiente, Dodecamerón, está escrito casi en su totalidad en tercera persona. El canto del pato se desarrolla en el mundo de los chats a los que uno entraba y podía asumir cualquier personalidad. La idea es que es un mundo casi exclusivamente varonil, en el que buena parte de los participantes se hacían pasar por lesbianas para establecer vínculos eróticos ‒siempre virtuales‒ con mujeres, que en realidad eran también falsas lesbianas, o sea, otros varones. Una cosa muy simple, una comedia.
Quiero detenerme en El auto. A mi juicio es una nouvelle on the road, donde el protagonista, Alejo Murillo, debe viajar a Rivera para hacer efectiva la herencia de un Volkswagen de 1962, siete mil dólares y una lista de objetos. Hay un ejercicio de reflexión sobre la imprevisibilidad del viaje (de todo viaje), hay situaciones inesperadas y erotismo. Parece que Alejo es movido por el propio relato.
Qué buena observación. El personaje movido por el relato, en vez de que el relato se mueva siguiendo el viaje del personaje. Es lo que pasa con Don Quijote. De hecho, arranca de nuevo a la aventura porque aparece un libro que el propio Don Quijote lee y desaprueba. Lo de la imprevisibilidad ocurre, por lo menos en mi caso, también en la escritura. ¿Adónde va la trama? ¿Realmente va para algún lugar que yo he previsto? ¿No te pasa eso? Graham Greene, creo, decía que en cierto momento un personaje hace algo acerca de lo que uno no tenía nada pensado, que no es lo mismo que creer que los personajes son unas entidades sobre las que el autor no tiene ningún poder. [John] Cheever se enojaba cuando alguien hablaba de que los personajes están fuera del control del autor, y decía que eso ocurría si el autor es un idiota incapaz de hacer bien su trabajo. Pero es cierto que en la línea narrativa a veces surgen cosas imprevistas, y me parece que lo mejor es que el escritor esté listo para aceptar que no es el dueño de la ruta, que quizá haya que desviar porque un temporal inesperado tiró un árbol que bloqueó el camino por el que uno venía.
Como dramaturgo has escrito varias obras, entre ellas Prometeo y la jarra de Pandora, A la guerra en taxi, El examen, Basura y Mapa de la muerte. ¿En qué etapa del proceso creativo te das cuenta de que puede ser una novela o una obra de teatro?
Cuando escribo sé bien en qué género estoy trabajando. El teatro es un arte espacial, de modo que estoy todo el tiempo metido imaginariamente en el espacio de la ficción teatral, que es muy abstracto y tiene una existencia lábil. Cuando una pieza no funciona, casi siempre es porque los personajes no logran construir un espacio. El teatro es esencialmente tridimensional, aunque necesita la línea verbal. El teatro de imágenes, que tuvo un apogeo en el último tercio del siglo pasado y que sigue dando coletazos, como un pez que hace rato que sacaron del agua pero cada tanto pega un salto, pobre, suele caer por la debilidad de su plano verbal, incapaz de construir espacio. En general, con las vanguardias históricas, que fueron el sustento del teatro de imágenes, ha ocurrido eso, una ruptura que basta por el momento, pero ningún suministro de sentido posterior. Cuando llega el tiempo de las revoluciones, la situación es tan mala que uno se queda satisfecho sólo con la destrucción de lo que hay. Pero cuando se asienta el polvo, uno empieza a querer un poco más y las vanguardias no trajeron casi nada, de manera que el paisaje después de la demolición no fue muy alentador.
¿Cómo ves el teatro actual donde impera, en la mayoría de los casos, lo políticamente correcto? ¿Estás de acuerdo en que el arte debe ser políticamente incorrecto, incordiar y tratar de mover lo establecido?
No siempre el arte fue incómodo para el poder. Tradicionalmente el arte fue mayoritariamente religioso y gubernamental, es decir, celebratorio del poder. En Europa, a partir del Renacimiento algunos artistas que se hicieron muy famosos, gracias al capitalismo naciente en el norte de Italia y en los Países Bajos, se independizaron de sus clientes y adquirieron un poder notable, de modo que hacían lo que querían, que muchas veces era ir en contra de la tendencia, un poco por ser genios –algunos– pero otro poco para diferenciarse de la competencia. Pensá en Tiziano, un tipo innovador y original, que desafió algunas maneras tradicionales de componer escenas religiosas, que no les gustaban a los curas al principio, de modo que se podía considerar un rupturista en un sentido. Pero igual los curas se lo bancaban, porque había que tener una obra de Tiziano colgada arriba del altar.
Quizá vos te referís al arte contemporáneo, el arte posterior a la primera posguerra, cuyo objetivo sí es explícitamente desequilibrar, romper, desarmar. Claro, comparado con un artista de izquierda como [Pablo] Picasso (que era comunista), uno ve algunas cosas producidas hoy por artistas orgánicos (o aparachiks culturales) que dan mucha vergüenza ajena. Pero bueno, Picasso vivía en Francia, no en la Unión Soviética, donde no sobrevivieron muchos cubistas, que se sepa. Pero pensá, también, que Picasso, todo lo rupturista y comunista que quieras, fue el primer artista multimillonario. El negocio del arte moderno empezó con sus disfraces de pintor con overol, de “trabajador del arte”.
Uno, con aquella ilusión de las vanguardias, que fue la misma que la de la Revolución de Octubre, asocia arte con oposición, y nosotros hemos vivido unos años en los que la oposición fue complicada para el arte. El trabajo de los artistas y de los intelectuales fue esencial para promover el cambio para que la izquierda subiera al poder en Uruguay. ¿Y después? Bueno, o llegamos a la Fase Superior del Desarrollo (dijera irónicamente Stanislaw Lem) o habrá que volver a ser oposición. Ufa, pensaron muchos. Y de pronto es a ese achanchamiento y a esas burradas como “no podés ser artista y no votar al Frente Amplio” a lo que vos te referís.
En TV Ciudad dirigiste y condujiste La habitación china, y en radio estás al frente de Tormenta de cerebros, programas culturales que invitan a la reflexión y el debate. ¿En qué situación ves la crítica cultural en Uruguay? ¿Hay espacios en los medios de comunicación para desarrollarla? ¿Influye hoy en el consumidor de cultura, o las redes sociales terminaron con el rol de la crítica de antaño?
La crítica teatral ha desaparecido. Hay algunos reseñistas de cine y algunos escritores que hacen reseñas de libros para ganar unos pesos o conseguir algunos libros como retribución. Por cierto, en todos esos campos hay gente interesante, que sabe ver y sabe leer, en el sentido de entender y ser capaces de hacer un análisis y comunicarlo. Pero eso no alcanza. No depende de esos reseñistas, sino del sistema de medios de comunicación. Hay muy pocos medios, y los pocos que hay recortan los espacios de cultura por una serie de motivos. Esta revista es el único medio dedicado exclusivamente a la cultura, y probablemente su mayor problema sea la imposibilidad de dialogar con medios colegas: no hay medios colegas. La academia, es decir, el espacio universitario de producción de saber, ahora tiene posibilidades de trabajo que no había en los tiempos que tanto celebramos de nuestro pasado crítico, que percibimos como una edad de oro. Hay carreras de grado, hay posgrados, hay incluso universidades que antes no había. Pero casi no hay críticos académicos que escriban crítica para todo público. Escribir una reseña, bien lo sabrás, da trabajo, porque hay que documentarse, ser preciso, haber elaborado una tesis, y si no pagan por eso, como ocurre en muchos medios, o pagan muy poco, o se puede publicar muy poco, es decir, se va a ganar muy poco por mes y, por lo tanto, no puede ser tomado seriamente como un trabajo, entonces el académico decide no escribir. Prefiere hacer un paper para un congreso y seguir una ruta en la academia y nada más. El impacto de los medios escritos es mínimo, comparado con lo que ocurría hace setenta o cincuenta años. Los públicos están muy segmentados, lo cual suma para disminuir el efecto de la llegada masiva. Me parece que no es a través de discursos como se puede influir hoy en la gente acerca de una obra cualquiera, sino mediante procesos de infiltración, diseminación y terrorismo cultural, que sí, son las técnicas de las redes sociales.
Así escribe
Muerte de un batero
La democracia es un absurdo moral, dijo Mabel Piñeyro a su primo Evémero, mientras este intentaba meter una mano entre la bombacha y la piel. Eran demasiadas capas de buzos de lana, camisetas de algodón, mallas de elastómero y sostenes de poliéster. Mabel no reaccionaba de ninguna manera, cosa que más bien le gustaba a Evémero, que se sentía incestuoso aunque el asunto estuviera legalmente permitido. Si todos, en una democracia, respetan sus principios, que son el reconocimiento de los derechos del otro, la igualdad y la solidaridad, entonces no sería necesaria la ley, decía Mabel mientras los dedos de la mano derecha de Evémero encontraban una enorme blandura, una cálida entrada húmedamente prometedora. Bajó de un golpe los pantalones y las medias de la prima, arrastrando asimétricamente la bombacha. El impulso lo hizo caer sentado sobre el sofá, y la pérdida de equilibrio resultante lo obligó a apoyarse sobre la cartera de Mabel, que contenía: una historia clínica de su hijo natural, José Mármol, que había sido callosotomizado a los tres años a causa de un tumor cerebral, de resultas de lo cual sus hemisferios cerebrales estaban desconcertados entre sí, lo que le había dado la oportunidad de ganarse la vida como sujeto de experimentos en neurofisiología, especialmente en un laboratorio de Stanford que dirigía un antiguo alumno de Roger Sperry; un llavero de acrílico transparente, dentro de cuya masa cristalina había embebida una mariposa amarilla y negra, de la clase conocida como “monarca”, con trece llaves; un teléfono celular, cuya tecla de llamar al último número fue presionada por la parte interna del remache que sostenía en su sitio el broche de la cartera, y otras cosas que no vienen al caso. Mientras Evémero pegaba sus mejillas a las nalgas de Mabel, ocurrieron dos cosas: Geo Reeves, aún sosteniendo firmemente su revólver marca Taurus del calibre 38 especial cuyo cañón estaba alineado con el esternón del batero Cosme Biondi, atendió la llamada del teléfono celular de Mabel; y Mabel comenzó a respirar quejosa e intensamente, mientras explicaba que era justamente la contradicción moral de la democracia lo que la tornaba débil, y no, como decían los políticos, la libertad que ofrece a los ciudadanos. Geo decía hola, hola, y no lograba entender bien qué decía la voz de Mabel, que reconocía perfectamente a pesar de la sordina que aportaba la cartera donde estaba guardado el teléfono. Mabel resoplaba y enronquecía la voz, recitando largos fragmentos de Platón, que había aprendido de memoria en las largas tardes ociosas de la morgue, cuando la ciudad estaba tranquila y la gente evitaba morir por causas violentas, y Evémero encontraba progresivamente mayores honduras y una tercera entrada que, por lo que él sabía, era la primera vez que se encontraba en un cuerpo humano, lo cual despertó su aletargada vocación por las ciencias biológicas. Geo dejó de hablar y se concentró en la escucha, mientras Mabel recitaba las irrebatibles razones de Trasimaco para definir la justicia como el bien del poderoso. Mabel ya gritaba francamente, con inequívoca intención: “¡Respóndeme ahora tú! ¿Qué es la justicia? Y no me digas que es lo que conviene, lo que es útil, lo ventajoso, lo lucrativo, lo provechoso”, mientras Evémero encontraba un cuarto orificio, lo cual aumentó su excitación, que, de motivada por el incesto, pasó a originarse en una especie de teratofilia.
Geo se dio cuenta de pronto de que Mabel estaba con otro, la sangre se acumuló en las capas superficiales de la piel de su cabeza, como consecuencia de un súbito aumento de su presión arterial, una expresión de ira transformó sus rasgos, su mano derecha se crispó en torno a la culata y el gatillo del revólver que estaba empuñando, como resultado de lo cual el arma se disparó y una bala se alojó en el corazón de Cosme Biondi, que murió en el acto.
Dodecamerón (Capítulo 46)
Libros & reconocimientos
Carlos Rehermann (Montevideo, 1961) ha publicado Los días de la luz deshilachada (1990), El robo del Cero Wharton (1995), El canto del pato (2000), Prometeo y la jarra de Pandora (teatro, 2006), Dodecamerón (2008), 180 (2010), Basura y otros textos para teatro (2012), El auto (2015), novela que será publicada en francés por L’Atinoir, a través del programa IDA que lleva adelante Uruguay XXI en coordinación con el Ministerio de Educación y Cultura, y Tesoro (2016), con el cual obtuvo el XXIII Premio Nacional de Narrativa Narradores de la Banda Oriental. Su dramaturgia incluye Congreso de sexología (1999), Minotauros (2000), A la guerra en taxi ‒Premio Florencio a mejor texto de autor nacional, Asociación de Críticos Teatrales del Uruguay, Filial Unesco, 2002‒, Prometeo y la jarra de Pandora ‒Premio Centro Cultural de España, 2005‒, Basura ‒Primer Premio Solos en el Escenario, Centro Cultural de España; nominado al Premio Florencio como mejor texto de autor nacional, 2005)‒, El examen ‒Premio Nacional de Letras; Premio de Dramaturgia Cofonte, 60 años de Teatro El Galpón, 2008‒, Mapa de la muerte ‒Mención Solos en el Escenario II, Centro Cultural de España, 2009‒. Condujo La habitación china en TV Ciudad y actualmente el programa de radio Tormenta de cerebros en Radio Uruguay.