Amor y compromiso con el material
El Museo Nacional de Artes Visuales presenta una completa retrospectiva de Julio Alpuy, con un gran acierto en el montaje. La obra de este artista, fallecido en 2009 en Nueva York, se puede dividir en dos grandes etapas: la etapa ortodoxa, dentro de la doctrina del universalismo constructivo, hasta la década del sesenta; y otra, de un lento desprendimiento de esta ortodoxia, cuando la personalidad creativa de Alpuy se abre paso en composiciones por fuera de la rígida estructura de la escuela torresgarciana. En este sentido, hacemos referencia a la grilla construida con base en el número de oro que el artista dejará de lado a partir de su trabajo en madera con sus ensamblajes y sus collages; no obstante, la regla áurea continúa presente. La estructura será la constante en toda la producción que surge de la escuela de Joaquín Torres García y en las últimas obras de Alpuy se hace menos visible, como pasa con las obras del Renacimiento, en que la geometría las subyace.
Es interesante considerar que la mayoría de los investigadores coinciden con la sincronía estructural entre el arte y los modelos sociopolíticos. El “fin de la historia” ‒teoría aplicada a esta contemporaneidad‒ corresponde a la idea del fin de los relatos políticos y religiosos estructurados desde las doctrinas y de los dogmas. Este cambio estructural contemporáneo, de todas maneras ‒como demuestra Jean Piaget–, no será completo en tanto el ser humano es presa constante del estructuralismo desde el propio pensamiento. La obra de Alpuy es un ejemplo de la perfección –si se puede utilizar esta palabra‒ con que el artista ha cumplido con los preceptos doctrinarios de la escuela. Su profunda intuición artística lo conduce a buscar caminos alternativos cuando tiene la oportunidad de bucear en aquella intuición como respuesta a su afán de creación. Este comentario toma en cuenta el mérito indiscutible de la escuela de Torres García, colocada en un momento histórico y político determinados. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que ese momento ha cambiado, en tanto todo cuanto ocurre está en cambio constante.
La necesidad de Alpuy de buscar caminos personales –con todo el esfuerzo psicológico y afectivo que esto conlleva, que por otra parte ha sido la constante de los principales discípulos de Torres‒ lo transmite a su docencia y a su método de encontrar la obra desde el material. Sus esculturas demuestran esta especial conexión con la materia, con la textura, con lo tectónico de esta. En pintura y en grabado, sus obras desde la década del setenta demuestran una cosmovisión que remite a lo simbólico esencial, evitando el mundo de signos de su primera época. Este paso de lo sígnico a lo simbólico lo interpretamos como una introspección profunda del artista hacia el verdadero sentido del arte no sólo como un hecho comunicador, sino como un hecho inaugural de la relación del artista con el mundo. En tanto esta relación es personal e intransferible, el producto legítimo de esta expresión también será personal y, sobre todo, genuino. Claro está que la técnica está presente y legitimada por la doctrina, es decir, por la teoría. Dejando aparte el tema de la calidad plástica de Alpuy –demostrada por todos los alumnos relevantes de Torres García–, debemos reconocer, dentro de su generosidad como docente, su capacidad de colocar un enunciado plástico a un nivel de hondo compromiso con la creación, sin renunciar a los principios torresgarcianos de manera absoluta.
Hay que resaltar la importancia que Alpuy le daba al llamado arte aplicado, que hoy en día se encuentra en el plano de la polémica por el tema del diseño. Sostiene: “El fin del artista es que su obra esté integrada en la función de vivir, que forme parte de la vida en general y se manifieste en la casa, en el vestido, en el adorno de la mesa y en el cuadro que cuelga en la pared”. Estas palabras son todo un manifiesto creativo que indican no sólo una preocupación, sino una responsabilidad para el artista. Cabe señalar que Alpuy no se refiere al sentido decorativo ‒en el sentido de embellecimiento superficial que se agrega al artefacto–, sino al pleno sentido artístico que necesariamente busca la integración con el otro. Hay que señalar que toda la escuela de Torres García intentó una integración con la arquitectura a partir de la pintura mural. Como consecuencia, Alpuy también fue diseñador de murales. Los murales que fueron retirados del hospital Saint-Bois son ejemplo de esta iniciativa, y en esta muestra se encuentra un original de este artista para este proyecto, junto con los bocetos.
Desde esta perspectiva integradora, la obra de Alpuy ingresa en otros lenguajes: la cerámica, la escultura, el mosaico, además de su trabajo en el plano con el dibujo, el grabado, la acuarela, etcétera. Sus formas –como dijimos, sostenidas por una estructura sólida– se adaptan perfectamente a diversos lenguajes artísticos. Se podría decir que la estética se adapta al lenguaje. La materia es un medio receptivo de la idea de forma que sostiene el artista, pero la facultad de integración es indudablemente un mérito de la intuición creadora. Julio Alpuy demuestra una maestría singular que está guiada por su respeto y su compromiso con el material, de forma tal que en su mosaico se percibe el lenguaje de la piedra, en sus piezas de alfarería o en cerámica se presiente el barro cocido, en sus esculturas de madera se percibe la madera como transmisora de sensaciones táctiles. Esta cualidad, que definimos como maestría, viene determinada por la justa relación de reciprocidad entre la forma y el material, lo que demuestra que el contenido en este caso no es la comunicación o la trasmisión de la doctrina, sino que se revela como experiencia desde la forma a partir de esta particular integración donde las fronteras se borran para generar un fenómeno que en general se denomina obra de arte. Como su maestro, Alpuy vivió desde l961 en la gran ciudad de Nueva York, donde desarrolló toda su obra posterior hasta su fallecimiento en esa misma ciudad. En el caso de Torres García, la presión y el vértigo de la metrópolis no le resultaron fáciles de soportar, por lo que la abandonó. Alpuy resolvió el conflicto –si es que efectivamente lo tuvo‒ con su investigación de materiales, en especial en la escultura en madera y en la cerámica. Esta relación de complicidad con el material le suministró el encuentro que mencionamos y le propuso alternativas creativas. Para concluir, debemos mencionar que la puesta en valor de la obra de Alpuy, independientemente de las alternativas estéticas, se encuentra en reconocer la íntima relación del artista con el material de donde extrae, a partir del genuino deseo de creación y provisto de una idea, objetos expresivos que coloca como “ser en el mundo” y que permanecerán allí, como producto de una cultura.