Este relato (del cual aquí se expone un fragmento) forma parte de “Climas”, que se publicará próximamente a través de la editorial Civiles Iletrados.
La obra obtuvo el segundo premio en la primera edición del Premio Nacional de Narrativa Antonio Lussich, de alcance nacional, convocado por la Intendencia Departamental de Maldonado. El jurado (compuesto por Mercedes Estramil, Damián González Bertolino y Andrés Ricciardulli) deliberó sobre “Climas” lo siguiente:
“Segundo Premio: «Climas», seudónimo Barco. Porque logra a través de una prosa precisa y elocuente, dar vida a una serie de personajes absolutamente creíbles que le permiten denunciar un mundo hostil y deshumanizado, donde la violencia es siempre el primer y único recurso”.
FRAGMENTO:
El hombre del Gregson ́s
Camino como fiera en jaula por el espacio quieto y reducido del cuarto. A través de la ventana veo un pedazo de campo que han ido contaminando con cemento, pero que ahora, suspendido en una vasta bruma, se muestra impoluto, como si no fuera el borde de un pueblo metido en el sur del país. Cierro los ojos y me obligo a la calma. De golpe, entre la oscuridad, irrumpen invasivas nociones viejas, lejanas impresiones; son gérmenes de recuerdos y pujan para instalarse a prepo. Abro los ojos ahora puestos en la puerta y entonces me suelto, me arranco del cuarto y le pongo el cuerpo al exterior.
Afuera el viento le saca garúa a la cerrazón, y en el cielo turbio se ven empañadas pátinas de luz solar menguando hacia la negrura nocturna que baja silente. Apuro el paso al bar, aunque por momentos me tranco, como queriendo volver; pasa que el campo, ahora que lo atravieso, ya no es lo mismo que yo miraba por la ventana. Las sierras, estáticas y lejanas, fingen inalcanzable omnipotencia, pero si uno anda un rato las alcanza, las sube y se para en ellas y todo se ve chiquito y quieto desde la altura; y si la vista está dispuesta y atenta, se puede ver el movimiento lento de todas las cosas imprimiendo en ese encuadre amplio su presencia. Y cuando uno baja, cuando uno regresa al plano típico, todo vuelve a ser lo mismo: una chata devolución de hastío.
Ya más cerca del bar, luego de la curva del barranco, dejo a la alameda con su arroyo a mis espaldas. Veo, en el camino y entre la penumbra, a un caballo viejo resoplar, parece estar exhalando sus ganas de morir. Y pienso que ponerle un balazo entre los ojos sería un recio acto de piedad, un favor para devolverlo a la nada. El olor asqueroso que viene de la fábrica me atufa al principio, en su primera oleada, pero enseguida es anulado; es que las nociones invasivas con sus pretensiones de recuerdo empiezan a afectar lo sensorial en mí. Entonces pienso en Doris, que habla siempre como acariciando, puede que ande hoy en el bar, comprensiva y dócil.
Aterrizo en el bar. Saludo y me acomodo en la barra.
— ¿Y, Ruso?, ¿todo bien? —le digo al dueño.
—Bah. Ahí voy, llevándola —me responde huraño.
—Me alegro. Hoy dame uno potente, ¿sí?—y me sirve un farol de Gregson ́s.
A veces con El Ruso, cuando no queda casi nadie en el boliche, nos mareamos en el abuso etílico y a él le entra lo brusco, pero también se pone melancólico. Estando borracho, tambaleando su cuerpo grueso y de metro noventa, me ha dicho qué fue lo
que lo arrancó de su país y cómo vino a parar acá; también me ha hablado de su pueblo y de su familia y de sus deudas de juego, siempre clavándome los dos bochones azules en mis ojos, como convidándome su tristeza. Supongo que gracias a él y a Doris y al bar, yo puedo apretar un poco la miseria y ejercer, plácido, mi soledad.
Doris está en el fondo poniendo una ficha en la rocola. Empieza la canción y mueve lento el culo que le tiembla apenitas bajo el vestido, hipnotizando a un fulano que de seguro hace rato viene enroscando. Al fulano se le ve la cara gorda y colorada, y un caminar tosco que lo lleva del sillón a la barra y lo vuelve a llevar al sillón. Casi ni saca la mirada de ese culo que sigue como péndulo de carne y le agita el aliento. Se la va a llevar. Doris, siempre que está trabajando, se pone conmigo más distante, hace de cuenta que no me conoce, pero de vez en cuando me sonríe, o sacude rapidito los dedos en un saludo.
Le busco la boca al Ruso. Hablamos un rato de boxeo. También repetimos un cuento que los dos siempre imaginamos: si se permitiese el cruce entre categorías, luego de ganar cada uno todos los cinturones de su respectivo peso y defenderlos decenas de veces, entonces él como pesado y yo como mediano, daríamos un espectáculo de oro. Claro está que existen más limitaciones en esa historia, pero uno no las tiene en cuenta cuando se ve a sí mismo peleando en el epicentro de un ring imaginario, rodeado de un público efervescente y sediento. Interrumpe la charla, que venía entretenida, y me dice que tiene que reponer la heladera con cerveza y se va, anda raro, pero no me importa. Yo disfruto del calor de allí dentro, el no estar solo en casa por un rato me amansa un poco. Como El Ruso no quiere seguir hablando, y Doris está en lo suyo y tampoco ando con ganas de circular mucho, me meto y encaro a las impresiones (ahora que el contexto es otro, siento que puedo hacerlo) que se han ido puliendo solas en recuerdos, y les saco imágenes y olores. Me veo niño, corriendo hacia un abrazo de mi padre. Recuerdo cómo hacía meses que no lo veía. Pero el abrazo dura mucho menos de lo que yo pretendo, y él enseguida se mete en el cuarto con una mujer muy joven que tiene un ojo negro y le pega una palmada y me guiña un ojo. Se me aparece un olor pegajoso a sudor y tierra meada, y ahora ha pasado poco tiempo, porque sigo siendo niño, y él me dice que se va a ir lo más lejos posible, que tiene que escapar, que lo andan buscando, y en la siguiente imagen lo veo toser áspero en la claridad de una mañana fría, estacado en la cubierta principal de un barco. Lo saludo, me mira, lloro, me da la espalda y se mete en la nave.
El Ruso ni me pregunta, pasa y me sirve otro farol, arrima un puñado de maní pelado socado en sal y sigue en lo suyo. En el fondo ya no están ni el hombre ni Doris, me alegro por ella, necesita la plata y sé que no hay otra cosa que sepa hacer mejor.
Elijo irme, las impresiones que se pulieron en recuerdos ya no están, se ve que solo querían remarcar su existencia; pero hay una excepción: una impresión transmutó en algo más que en un recuerdo, parece una premonición, porque no la ubico en los registros y la percibo nueva. Contiene al Ruso hecho una cosa horrenda, grotesca, antinatural; sé qué es él, así lo identifico en este presagio extraño que parece metido de afuera por vaya a saber qué. Me veo peleando con la bestia, midiéndome a muerte; y me reconozco diferente, mi cuerpo es el mismo, pero adentro estoy podrido, drenado. Enfrentados los dos, estamos en otro lugar y hace mucho calor y la sequía es demencial, y la tormenta no llega más.
“Climas”, de Augusto Coronel Odizzio, segundo premio en la primera edición del Premio de Narrativa Antonio Lussich convocado por la Intendencia Departamental de Maldonado.
Augusto Coronel Odizzio (Maldonado, 1989).