El ojo de quien ama
Dicen en el pueblo que el caminante volvió.
La encontró en su banco de pino verde.
La llamó: Penélope mi amante fiel, mi paz,
deja ya de tejer sueños en tu mente, mírame,
soy tu amor, regresé.
Le sonrió con los ojos llenitos de ayer,
no era así su cara ni su piel.
Tú no eres quien yo espero.
Penélope, Joan Manuel Serrat
Hay un riesgo inherente en poner en escena obras que han sido escritas hace tiempo, aunque no ha transcurrido el suficiente para convertirlas en clásicos: esta es la situación en la que se pone Sandra Massera al trabajar con un texto que no ha logrado envejecer con gracia, que puede dar testimonio de la forma en que se escribía en la época de Carlos Denis Molina pero de poca cosa más.
Como elección de estilo, y para aportar en el análisis, en este caso haremos un análisis que en ciertos momentos puede revelar datos que arruinen la experiencia teatral, por lo que, de ser posible, aconsejamos ver la obra antes de leer esta crítica.
Afortunadamente, el teatro excede al texto, y Massera puede sobreimprimir su propia poética a la del autor, intentando –con éxito a veces– impregnar a la puesta de una estética del movimiento lento, cuasi onírico, con el que subraya la diferente poesía de la que ya daba cuenta la brillante crítica que saliera en Marcha (‘El teatro poético de Denis Molina’, Montevideo, nº 456, 26/11/1948, p. 13 y 15. Citado en internet), que establece un giro hacia la prosa en los momentos en que se rompe la estasis de la espera casi eterna del retorno de Ulises, y uno a la poesía cuando esta se mantiene.
La directora tiene múltiples estilos para sus puestas, con reglas definidas generalmente, pero en este caso hace una elección difícil: intenta utilizar el sistema de movimientos lentos y marcados, casi de tai ji quan, el arte marcial de China que se caracteriza por la extrema morosidad y absoluta precisión de movimientos.
Con esta estética ya había abordado la bellísima El castigo (las muertes de Yan Zi) (2003) y algunos pasajes muy logrados de Hotel blanco (2014), pero tropieza con un problema que había encontrado en esta última obra: la dificultad para entrenar a actores en este tipo de mecánicas. Solamente Roberto Foliatti supera con excelencia este desafío, como ya había hecho en Basura (2006), también con dirección de Massera, sobre un texto de Carlos Rehermann. Alain Blanco, que tiene la responsabilidad de encarnar a Ulises, está bien, como casi siempre que lo hemos visto, pero se lo nota encorsetado por las restricciones de movimientos.
Hay que destacar que, con excepción del ceceo perturbador de una de las actrices, el efecto de la parsimonia y las pausas en la locución del texto es mucho más bello y logrado que el físico. Nuevamente, excelentes ambos actores, pero también Laura Almirón, que alcanza momentos realmente muy buenos.
La anécdota no es la mitológica, pero la tiene claramente como hipotexto; en alguna parte, en el siglo XX, un Ulises es esperado eternamente en un tiempo detenido por su esposa Tanis, a quien acompañan en su vigilia sus amigas Brusila y Angélica, compartiendo juegos, adivinanzas cuya única respuesta es el nombre del esperado, y recuerdos, reales e inventados, de la época previa a su partida.
Un cierto día Ulises regresa, pero el paso del tiempo –que no siempre es un gentilhombre– lo ha convertido en alguien diferente al que Tanis espera, y no logra sacarla del estado suspendido en el que se encuentra. Aquí se desata el conflicto de la obra, que genera la tragedia: Ulises encuentra a Tanis como la dejó, pero ella no lo ve así y por eso se niega a reconocerlo y aceptarlo.
Volviendo a la obra, la irrupción del mundo masculino en este universo enteramente femenino, que en la espera compartida había alcanzado un equilibrio estable aunque tenso, no puede sino causar la ruptura de este balance. Así, si bien Tanis se niega a reconocer –más que en la voz– a Ulises como el que ella espera, Brusila, que ha vivido las fantasías de Tanis por mucho tiempo, se enamora de él. Angélica –estableciendo un triángulo de deseo mimético– se enamora del Ulises que habita en la ficción de su amiga, pero en realidad ella está enamorada de Tanis, y al no poder actualizar su deseo, adopta como propio el de su amada.
La situación es de un doble triángulo amoroso, uno real y uno vicario: Ulises ama a Tanis, que lo ignora; Brusila lo ama a él, que tampoco le retribuye; Angélica ama a Tanis, que ama a su imagen onírica de Ulises, pero al no poder actualizar su deseo lo sublima en amor por la fantasía de Tanis.
Foliatti encarna a un desconocido, un padre que busca a su hija, y completa la invasión de lo masculino que viene del exterior, complementando el rol de hombre/padre junto con Ulises, el hombre/esposo que, si bien no es extraño como aquel, no logra conseguir lo que todos necesitamos para existir: vernos reflejados en los ojos de la persona amada. Es la mirada del otro la que nos da existencia, pero como Tanis se niega a mirar a Ulises, este se torna un fantasma, pierde realidad y finalmente muere en los brazos de Brusila que, impotente por ser ella misma invisible al amor de él, es incapaz de evitar su muerte.
El diseño del dispositivo escénico es interesante, con una simetría quirúrgica en la parte frontal, una mesa que tiene dos sillas, dos platos y dos copas (todos de metal), y dos superficies reflectantes metálicas onduladas (espejos imperfectos incapaces de devolver la imagen de quien se para ante ellos, como el amor también imperfecto de los personajes) a los costados del escenario, y una pared posterior que separa este “adentro” del afuera que es el mundo y de donde vienen los personajes, salvo Tanis, que jamás sale.
La dirección establece una realidad onírica en el interior; los personajes, al entrar o salir, realizan movimientos marcados de transición entre un mundo y otro, y es en este que habita Tanis, marcando así su incapacidad de abandonar la fantasía del regreso del Ulises que extraña pero que ya no existe. También es aquí donde se instalan los movimientos lentos y exagerados en sus definiciones, como la mímica que repite Ulises de tensar un arco (la prueba que Penélope imponía a sus pretendientes, tensar el pesado arco de bronce de Odiseo, que solamente él podía manejar), y estos enfatizan el carácter alucinatorio de este mundo doblemente interior.
El vestuario mantiene el efecto de simetría, con idénticos ternos y sombrero para los actores, y vestidos similares para las actrices, reforzando el efecto que brinda el juego de duplicaciones y especularidades.
Las luces, como las utilizara Massera también en Hotel blanco, son de registro frío y tienen la función de remarcar o enfatizar momentos, pero siempre con un rasgo de sutileza y sin cobrar una presencia marcada que podría distorsionar el efecto deseado de irrealidad.
En suma, seis personajes en busca de amor (si contamos al Ulises ficcionado por Tanis como un sexto personaje implícito) que viajan en busca de la única cosa que nos puede mantener vivos: poder mirarnos en los ojos de la persona amada. El que no lo consiga estará condenado a no existir más, como Ulises, o a buscar para siempre. Alguien podría escribir que quizá se condenaran a cien años de soledad.
Dramaturgia: Carlos Denis Molina.
Dirección general y puesta en escena: Sandra Massera.
Elenco: Alain Blanco, Laura Almirón, Mariella Chiossoni, Lucía Calisto, Roberto Foliatti.
Escenografía y luces: Álvaro Domínguez.
Fotografía: Alejandro Persichetti.
Producción: Teatro del Umbral de Montevideo.