Por Bernardo Borkenztain.
“El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. ‘¿Cómo’ (se dijo)
‘pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?’
(…)
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Gólem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?”
‘El Gólem’, de Jorge Luis Borges
La criatura
Arobba toma las riendas de un seleccionado de la Comedia Nacional para hacer todo lo que está bien en el teatro: entrenarlos, mentalizarlos y tomar con ellos el riesgo enorme de armar una pieza de arte escénico mixto, de danza y actuación, con un elenco de bailarines entrenados. Por ejemplo, Vannet y Fazzi tienen un gran talento para el baile, pero como es lógico, no es una condición para formar parte del elenco oficial.
Por si lo anterior fuera poco, la directora renuncia a la comodidad de un teatro equipado y traslada la acción a un espacio relacionado con la morgue de la Facultad de Medicina, instalando desde la convocatoria uno de los temas de la obra (quizás de cualquier obra) y que es la necesidad del ser humano de encontrar el amor y eludir a la muerte.
El lenguaje escénico que utiliza es variado y toma lo mejor de cada integrante. Mané Pérez hace música en vivo con su cuerpo y su voz; Mario Ferreira y Lucía Sommer actúan en contraescena en otro nivel de ficción, ya que Sommer interpreta a la propia Mary Shelley, y todos los integrantes funcionan de manera coordinada y trabajada para realizar movimientos bastante enérgicos en espacios muy reducidos.
Arobba se toma en serio lo de poner el cuerpo en peligro. Existe un momento en que cada uno realiza la repetición de una secuencia y la de Joel Fazzi torna de un vértigo tal que el espectador tiene la impresión de ver a un malabarista en el aire que puede impactar con otro compañero o una pared. Lo dicho: riesgo, es decir, arte.
De esta manera, la obra transita entre tres niveles de conflicto entre el creador y lo creado: madres letales, padres abandónicos y el temor constante de ser las víctimas de nuestras propias creaciones.
El engendro
Mary Shelley escribió esta historia con sólo dieciocho años y, como acota el personaje de Mario Ferreira, que funciona como una suerte de coro trágico de una sola voz, fue ridiculizada por la crítica del momento, pero entronizada por la posteridad. Esto es algo que a los críticos siempre nos debería preocupar al analizar, ya que los artistas son inmortales porque, buenos o malos, se les reserva un lugar en el Parnaso, pero a nosotros los más probable es que nos espere algún octavo o noveno círculo, como bien anticipara Woody Allen.
Lo cierto es que a esa edad Shelley ya había perdido a una hija y a su madre, Mary Woolstonecraft, una pionera del feminismo liberal, quien murió al darla a luz. El tema de crear vida es articular en esta obra, que, recordemos, la escribió siendo lo que hoy consideramos una adolescente. Por eso es tan inteligente entretejer su historia con la del monstruoso doctor y su creatura, porque, recordemos, Frankenstein es el científico, su gólem no tiene nombre. Y recordemos también el momento en el que Vannet, superlativo en su interpretación del ser fallido, le reclama a la autora, además de al doctor Víctor Frankenstein, que no quiera darle una compañera (en el texto original el monstruo le propone a su creador desaparecer para siempre del camino de la humanidad si le da una compañera tan monstruosa como él que no se horrorice de su aspecto).
Los tres niveles de creación, de Arobba, Shelley y Frankenstein, toman así cuerpo en la escena. Si hablamos de cuerpo, es inevitable citar el trabajo de Diego Arbelo como el doctor destruido por el remordimiento de sus actos, por haber caído en la hybris de jugar a ser dios sin serlo y crear un ser del que se avergüenza y se horroriza, pero no nos dejemos llevar por Hollywood.
La creación
Las acotaciones de Mario Ferreira aportan datos importantes para quien no haya leído el libro: el monstruo no se hizo con partes de cadáveres, ni tiene tornillos en el cuello a lo Boris Karloff, la autora no abunda en la ciencia profana que lograra vencer la muerte (algo que ella misma no había logrado ni con su madre ni con su hija). Muy al contrario, la criatura mide casi dos metros y medio, es mucho más fuerte y poderosa que un ser humano, resistente al frío, al insomnio y al hambre; su intelecto le permite aprender solo el lenguaje de su creador, e incluso a leerlo, llegando a entender por sí solo Las vidas, de Plutarco.
Esto Arobba lo ilustra de manera bellísima, mediante el cuerpo de Fernando Vannet, que deambula sin ser visto entre los bailarines que atienden sus asuntos humanos sin percibirlo ni notarlo, y comienza, primero torpemente y luego con destreza creciente, a desentrañar esos códigos desconocidos, esas claves de comunicación que lo llevan a ser un ser consciente de sí mismo, quizás el único rasgo que nos hace humanos: ser conscientes de nuestra unicidad, que, en el caso del monstruo, es dolorosa.
Es importante destacar por qué es tan inteligente este planteo como hermosa la ejecución de Vannet. El ser humano, nos cuenta Hegel, existe porque es mirado y se diferencia de los animales, que desean cosas: comida, refugio, procrear. El ser humano, por el contrario, desea deseos, existe para ser deseado por otro, que, al tender su espíritu hacia él le permite saber que existe, que realmente tiene el valor de cosa sagrada inherente a la humanidad.
El monstruo es inteligente, se expresa bien y tiene buenos deseos, pero su creador no fue capaz de darle ni siquiera un nombre, no hablemos ya de amor. Arbelo muestra esta incapacidad con la desintegración física y mental a medida que su hijo repudiado sigue el camino inverso.
Surge la pregunta: ¿quién es el inhumano?, ¿el recién nacido a la luz, inocente incluso del pecado original?, ¿o el padre insensible, incapaz de amarlo y hacerle saber que no solamente existe, sino que no está solo?
Otra genialidad de la directora: en un movimiento antisimétrico, mientras Lucía Sommer encarna el pathos de la escritora y el monstruo crece en su humanidad, Frankenstein se destruye, degradándose física e intelectualmente hasta quedar como el alquimista de Borges, “…Y mientras cree tocar enardecido / el oro aquel que matará la Muerte. / Dios, que sabe de alquimia, lo convierte / en polvo, en nadie, en nada y en olvido”. Porque la divinidad puede perdonarlo todo porque es un padre que sí ama a sus hijos, pero sea cual sea el nombre grato al corazón de cada uno, la hybris está en manos de las erinias, que no saben de amor, de piedad ni de perdón. Como Víctor Frankenstein, por cierto.
Vale destacar una escena en la que el cuerpo de Vannet es agigantado mientras interpela al doctor mediante un juego de luces y de sombras que tiene una belleza escénica abrumadora.
Pero lo inevitable ocurre, privado de la posibilidad de ser amado al nacer, o deseado de adulto, el aspirante a ser humano no logrará tocar la tercera alma que los dioses pusieron en los hijos de Prometeo y sólo podrá desencadenar la furia de su segunda alma, la animal, que solamente puede reaccionar al dolor y el abandono con la peor de las furias, la que nace no de la locura, sino de la terrible certeza de no ser un ser que termina de existir, una creación a medias que deberá perderse en el frío del Ártico para alejarse de quienes lo convirtieron en lo que es.
Todo esto y mucho más puede el espectador afortunado ver en esta puesta que pone a Fernando Vannet en su segundo protagónico del año y lo convierte en el faro de esta temporada. Si el año pasado fue el de Florencia Zabaleta, este es el de Fernando Vannet.
Dejo como última provocación del deseo de verla lo siguiente: el tema de esta obra, por azar del destino, cobra una actualidad acuciante cuando la irrupción de las inteligencias artificiales amenaza destruir trabajos, estructuras e incluso sustituir a los actores por “avatares”. Esto es apropiado por Arobba e integrado en lo visual y lo conceptual, porque –quién lo sabe– quizás hayamos ya dado a luz a la fuente de nuestra destrucción. Mientras esto pase o no, por suerte, tenemos el teatro.
Texto: Mary Shelley.
Versión: Andrea Arobba, Pablo Casacuberta y Gabriela Escobar.
Dirección: Andrea Arobba.
Elenco: Mario Ferreira, Ana Rey (becaria EMAD), Diego Arbelo, Diego Lois (becario IAM), Natalia Chiarelli, Joel Fazzi, Mané Pérez, Dulce Elina Marighetti, Andrés Marsicano (becario IAM), Lucía Sommer y Fernando Vannet.
Espacio escénico e iluminación: Verónica Loza.
Música original: Juan Chao.
Inteligencia artificial y escaneo 3D: Rodrigo Aguiar.
Video: Pablo Casacuberta.
Diseño gráfico: Atolón.
Traspuntes: Magdalena Charlo, Diego Aguirregaray.
Realización de escenografía: Enzo Scasso.