Por Eldys Baratute.
Hay cosas que no son de otro mundo, que no son terrenales, no pueden serlo. Cosas que te aprietan el corazón y te lo dejan pequeño, arrugado, con estrías. Hay cosas que tienen un halo de luz que las hace místicas, inolvidables. Dejan una huella y uno siempre regresa y las abraza. El concierto de Silvio Rodríguez, el 18 de octubre en el Antel Arena, fue un ancla para abrazar siempre.

Primero me llegó la ilusión de escucharlo fuera de Cuba, lejos de la escalinata de Universidad de la Habana, de la Calle G, de los barrios periféricos; después el escepticismo que me provocó leer en los medios que el concierto del día anterior había sido “austero”, que habían faltado algunas de sus mejores canciones, esas que tantos tararean y hacen suyas. Si está Silvio se tiene que escuchar, Ojalá, Unicornio, El necio, La maza, Rabo de nube. No importa el repertorio que haya elegido para ese momento, no importa el orden al programa. Silvio hace mucho tiempo dejó de ser una persona de carne y hueso para transformarse en esas canciones, esas que han pasado de voz en voz, de generación en generación, de país en país. Después del escepticismo vino la tensión, los nervios, la salida temprano, los autos detenidos en la calle Larrañaga, la gente caminando feliz, radiante. Hacía frío, el frío de una primavera medio esquizofrénica, con altibajos de temperatura. Hacía frío y allí estábamos todos.


Silvio salió al escenario y se hizo la luz. Aplaudimos y comenzaron a moverse banderas cubanas, banderas de Palestina, banderas de diferentes partidos, pedazos de tela con fragmentos de canciones. Él estaba allí, frente a miles de nosotros, uruguayos, cubanos, argentinos, seres del mundo. En uno de los balcones mis hermanos Lizo y Fred gritaban emocionados. En las primeras filas Rogelio, un médico uruguayo que estudió en Cuba y sus amigos de graduación se abrazaban. Un poco más adelante sonreían Lucía Topolanski y Yamandú Orsi junto al El Negro Rada. A la derecha un grupo de argentinos que no alcanzaron a escucharlo allá y decidieron salir tras él, cruzando La Plata. A mi lado Mariela, recordando cada momento en el que cantó sus canciones. Por el amor cantó Mariela, por el país, por la lealtad a lo que sueña. Alrededor de cada uno de nosotros miles de uruguayos rememorando su Silvio, sus metáforas, sus poemas, las veces que se enamoraron, que se dejaron enamorar, las veces que fueron leales a sus ideas, a su razón. Cada uno tuvo su propio concierto esa noche, un concierto que al mismo tiempo fue de todos.

No faltaron las canciones que tantos querían escuchar. Esas que se había convertido desde siempre, en un abrazo. No faltaron las voces para repetir “Ojalá por lo menos que me lleve la muerte/Para no verte tanto, para no verte siempre/En todos los segundos, en todas las visiones/Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.”
Y se sumaron otras, igual de poéticas, más nuevas, con versos que en los próximos años serán repetidos con la misma fuerza que los de Historia de la silla, Óleo de una mujer con sombrero o El Mayor. “El que pierde la fe gana en necesidad y amplifica lo diverso. /Pues la luz que se fue se vuelve oscuridad, /la bondad y su reverso.” Porque cada frase es una lección de vida, una enseñanza, un camino. Cada metáfora un es una invitación a aferrase a lo bello.
Un momento especial fue el homenaje a tres grandes de la música cubana. Vicente Feliú, Noel Nicola y Pablo Milanés. Especial no sólo por el recordatorio, sino por la intimidad del momento. Con un formato minimalista él, junto a Niurka González y Malva Rodríguez, rindieron ese homenaje, en familia, a los autores de Créeme, Te perdono y Yolanda, tres temas que forman parte de la mejor tradición de la música latinoamericana.

No faltó el recordatorio a los amigos, a los ausentes, a esos uruguayos que de cierta manera también forman parte de su historia: Benedetti, Galeano, Viglietti y Zitarrosa.
Uno de los instantes más memorables fue la lectura de uno de los poemas de Luis Rogelio Nogueras, Wichy el rojo, el autor del libro Cabeza de zanahoria, y de uno de los textos más hermosos de la poesía cubana, “Ama el cisne salvaje”. Wichy, el guionista de cine, el amigo. Con el texto, Silvio, sin consignas ni discursos de barricada, como saben hacer los poetas, deja clara su posición frente al atropello y la barbarie.
Recorro el camino que recorrieron cuatro millones de espectros.
Bajo mis botas, en la mustia, helada, tarde de otoño,
cruje dolorosamente la grava.
Es Auschwitz, la fábrica de horror
que la locura humana erigió a la gloria de la muerte,
es Auschwitz, estigma en el rostro sufrido de nuestra época.
Y ante los edificios desiertos,
ante las aceras electrificadas,
ante los galpones que guardan toneladas de cabellera humana
ante la herrumbrosa puerta del horno donde fueron incinerados padres e hijos,
amigos de amigos desconocidos,
esposas, hermanos,
niños que, en el último instante,
envejecieron millones de años.
Pienso en ustedes, judíos de Jerusalem y Jericó,
pienso en ustedes, hombres de la tierra de Sión,
que estupefactos, desnudos, ateridos
cantaron la hatikvah en las cámaras de gas;
pienso en ustedes y en vuestro largo y doloroso camino
desde las colinas de Judea
hasta los campos de concentración del III Reich.
Pienso en ustedes
y no acierto a comprender
cómo olvidaron tan pronto
el vaho del infierno.



Rachid López en la guitarra, Maikel Elizarde en el tres, Jorge Reyes en el contrabajo, Jorge Aragón en el piano, Emilio Vega en vibráfono y percusiones, Oliver Valdez en batería, junto a Niurka González en la flauta y el clarinete y Malva Rodríguez en el piano y voz, y todo el equipo de producción que lo acompaña, también fueron culpables de que esa noche fuese mágica.
En algún momento alguien gritó, “Silvio gracias por existir”, y tuve envidia porque me hubiese gustado decir eso mismo, gritarlo, escribirlo. Gracias Silvio, gracias. Esa noche en el Antel Arena supe que era dichoso por compartir el mismo tiempo y espacio con un hombre que tenía el talento de unir el continente con la canción.

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