El desamparo
Por Agustín Paullier
En una oficina del hipódromo de Maroñas, las agujas de un reloj se detuvieron apenas pasadas las ocho y media; sobre el escritorio de otra habitación hay tubos de teléfonos que ya no recibirán llamadas; la escalinata que conduce a la pista de carreras se transforma bajo las hojas de una enredadera que la cubren y de la que apenas se asoman unos escalones. En meditadas composiciones, los espacios descansan entre la luz, que en blancos y negros logra abstracciones cargadas de melancolía.
La estética de lo derruido es un tópico que suele atraer a los fotógrafos. Comparte con el acto de tomar una fotografía la afinidad con el tiempo que parece detenido pero que ha hecho su labor; es una ventana a la que se asoma el curioso, que a través de ella es capaz de percibir otra época. Si el tiempo es relativo al espacio, es en él y en sus objetos en donde se percibe el cambio. Alonso maneja tanto el espacio como el tiempo con destreza, mientras que la forma, la estética, es lo que cambia.
Los edificios abandonados de la fábrica Cristalerías del Uruguay y del taller mecánico naval, con sus biblioratos atiborrados de estados de cuenta que nunca cerraron; papeles sobre mesas y estanterías repletas de botellas, como si hubieran sido abandonados de improviso o fueran parte del astillero de Jeremías Petrus en la novela de Juan Carlos Onetti. Estas fotografías, que son parte de la serie El estado del tiempo (2000-2002), dan comienzo a la exposición retrospectiva que se pudo ver hasta el 7 de mayo en el Museo Nacional de Artes Visuales (mnav) y marcan el tono para el resto del recorrido.
En la misma sintonía, los objetos cuidadosamente iluminados de la serie Tiempo (2010) podrían pertenecer a uno de estos espacios ruinosos. La transición es de lo amplio al más pequeño detalle –ese que exige recurrir al lente macro–, del monocromo al color, de la memoria pública a los recuerdos familiares, de las copias en tamaño estándar al gran tamaño. Los objetos son identificables (aun cuando en la muestra se encontraban en vitrinas a la vista del espectador), pero lo que predomina son las texturas, son imágenes sinestésicas. Una lupa, un par de lentes, una vieja cámara Zeiss, los ojos de una muñeca; para la vista y la mirada, así como para sus accesorios, también pasa el tiempo. En otra vitrina se exhiben materiales fotográficos: cámara, químicos, negativos, rollos, tambores de película, planchas de contacto con lupa, espirales de revelado para los tambores; también son objetos que se asocian con un pasado. Ya en las primeras fotografías de Alonso, de corte más documental, planeaba la soledad; los pasajeros de ómnibus en El viaje (1993) parecen haber sido arrojados al mundo, indefensos, y haberse visto obligados a construirse en él a golpes, apesadumbrados por la certeza de su destino.
Una de las paredes del mnav se encontraba pintada de un azul oscuro, en contraste con el blanco de las demás; sobre ella, las fotos de gran tamaño, perforadas por clavos en sus anchos bordes negros, mostraban escenas nocturnas donde sombras de personas que atraviesan el telón de la ciudad, que oscila entre saturados amarillos cálidos y fríos azules, salpicados por intensos rojos. Son parte de La noche (1996-1999), uno de los puntos altos de la exposición, distinto del resto, pero que al mismo tiempo mantiene puntos de contacto con el resto de la obra del autor.
Ya se trate de espacios de edificios abandonados, de objetos encontrados en un altillo, de personas que se trasladan en un ómnibus o de sombras y reflejos en la noche de la ciudad, en las fotografías de Alonso se percibe una zona que se encuentra despojada, donde quedan huellas y espectros de lo que fue vida; un desconsuelo visceral ante la certeza del trabajo implacable del tiempo.