ARCHIVO CARUSO UN ÁLBUM FAMILIAR
Por Gustavo Laborde
El apellido Caruso está ligado en forma indeleble a la memoria de los uruguayos. De hecho, esta familia de fotógrafos contribuyó decisivamente a construir esa memoria, capturando con sus cámaras imágenes a través de las cuales se recuerdan los hechos y personajes más relevantes ocurridos en Uruguay entre las décadas de 1920 y 1990.
José Batlle y Ordóñez enfundado en su sobretodo negro en la escalinata de su quinta en Piedras Blancas, el triunfo celeste en el primer Mundial de Fútbol de 1930, el zeppelín sobrevolando el Palacio Salvo, Gardel cantando sobre las rocas de la playa La Mulata o silbándole a su colega ⎯el jilguero⎯ , Baltasar Brum instantes antes del suicidio, la masacre del Liberaij y el abrazo entre Carlos Páez Vilaró y su hijo sobreviviente de Los Andes: todas estas instantáneas tuvieron a un Caruso detrás de cámara. La historia de esta familia dedicada a testimoniar la historia de los uruguayos empieza en 1917, cuando Juan Caruso entra como cadete al taller de fotografía del diario El Día. Poco tiempo después, el talento y una pizca de fortuna (la renuncia de su jefe) hacen que asuma la jefatura de la sección. Cinco años más tarde ingresaría su hermano Rafael y luego un sobrino, Roberto Spósito Caruso. Tiempo después, su hijo, Antonio Coco Caruso, el depositario final del rico acervo y tradición que construyeron sus mayores. Actualmente Coco tiene 76 años y hace uno que se retiró. Acaba de celebrar las bodas de oro con su esposa, Nenúfar Sosa, con quien tiene dos hijos y dos nietos. Pasa sus días dorados en su casa del Buceo y cuando puede se arrima hasta el puertito para navegar en su pequeña embarcación. El living de su casa parece un museo de la fotografía: cámaras octogenarias, lentes antiguas, artefactos vetustos y medallas de la Asociación de Reporteros Gráficos dan cuenta de un pasado familiar consagrado a una misma pasión. «Con esta Spido Gaumont mi padre le sacó la foto a Pepe Batlle. Con la de al lado, mi tío retrató a Gardel», comenta. Al lado de las vitrinas, también hay fotos del dueño de casa junto a los presidentes Gestido, Pacheco, Sanguinetti, Lacalle y Jorge Batlle. Dossier habló con este testigo que supo ver la historia a través del lente de la inmortalidad.
Tomando en cuenta la tradición de su familia, se puede pensar que empezó con alguna ventaja. Pero no fue así. Empecé a los 14 años en el taller de mi padre. Hacía los mandados, lavaba las cubetas, barría, hacía esas cosas. Dividía mi tiempo entre ayudar al viejo e ir al liceo. Empecé a los 14 en el taller, pero a tomar fotos recién a los 17, oficialmente en el año 1947.
¿Cuál fue su primera foto? Fue antes; esto me viene ahora a la memoria. Un día, mi tío Rafael me pidió que lo ayudara a sacar unas fotos aun amigo suyo. Eso significaba que el Coco tenía que cargar el trípode, el aparato de magnesio, el magnesio y la cámara. Allá llegamos a la casa del amigo. Mi tío le sacó un montón de fotos, muchas en el piano, otras en el teléfono, en varias poses. Cuando termina me dice: «bueno, ahora vos sacanos una a los dos juntos». Me preparó la cámara y el trípode. Eran tres pasos. Primero, golpe de obturador; segundo, disparo de magnesio; tercero, se cierra el obturador. Ahí saqué la primera foto de mi vida.
¿Quién era el señor? Me enteré años después quién era: Gerardo Matos Rodríguez, el autor de ‘La Cumparsita’. Era en su casa de la calle Nueva York. Creo que ahora es propiedad de Luis Garisto. Bueno, ésa fue mi primera foto. Yo digo que por algo me tiene que gustar tanto el tango. Ésa no es la única coincidencia. Cuando yo era bebé, mi mamá en vez de cantarme ‘El arroró’, para hacerme dormir ponía ⎯en la ortofónica de entonces⎯ ‘La Cumparsita’. Cerraba casi totalmente la tapa para que saliera bien suave y yo me dormía con esa melodía
¿Se sacó el gusto de fotografiar a alguno de los grandes tangueros? A varios, cuando venían a Montevideo. Pero al que más le saqué, porque yo era muy hincha de él, fue a Juan D’Arienzo. Pero el tango también me viene de familia, recuerdo que cada vez que venía a Montevideo, el guitarrista José María Aguilar se quedaba en la casa de mi abuela, porque eran parientes. Tengo muy presente su imagen durante una larga charla que tuvo con mi abuela porque me impactó verlo con toda la piel rosada, como si fuera propiamente una nueva piel. También me vine a enterar años después que él fue uno de los que se salvó en el accidente de Medellín en el que murió Gardel. Yo tendría seis o siete años, por lo que debe haber sido por 1936 o 1937. Lamentablemente no recuerdo qué fue lo que hablaron. En esa época los niños éramos muy ingenuos, ahora un niño de esa edad tiene esa oportunidad y la graba en DVD.
Debutó como fotógrafo retratando a Matos Rodríguez. ¿Con quién siguió? Debe de haber sido con alguna cobertura para el diario, que no recuerdo. Pero a la otra personalidad destacada que le tomé una foto fue a Irineo Leguizamo, a quien le gané por media cabeza.
¿Cómo es eso? Un día Leguizamo llega de visita a César Batlle y piden a Fotografía que alguien vaya a la Redacción para sacarle una foto. Y no había nadie en Fotografía, excepto yo, que era aprendiz. Bajé y la saqué igual, de atrevido. Cuando la revelo me doy cuenta de que la había encuadrado mal y había quedado afuera todo el pelo, casi media cabeza. Eso lo corregimos luego: con un truco le pintamos el jopo. Pero años después me lo encuentro en un vuelo de Pluna y le digo: «yo soy el que le gané por media cabeza». «Pero si usted no es jockey». Ahí le conté la anécdota, y él se acordaba perfectamente de su visita a El Día.
En esa época mucha trampa no se podía hacer. Comparado con hoy, nada. La más sofisticada era el montaje, pero se tenían que dar muchas coincidencias de luz, de fondo. No era nada habitual. Las trampas eran a pura tijera y pincel. En las fotos de fútbol, si se te iba la pelota del cuadro se cortaba una y se pegaba. Muchos tenían siempre una pelota recortada en el laboratorio. Sí hubo errores. Recuerdo una vez que en plena campaña electoral sacamos una foto de un acto. Como en esa época no había gran angular, se sacaban tres o cuatro fotos que luego se pegaban por los costados para dar idea del panorama de la asistencia. Si se hacía con mucho cuidado quedaba bastante bien. Pero un día una de las fotos se despega y el jefe de Telegramas, en vez de llamar a Fotografía la pegó él por su cuenta. Lo hizo mal y el truco quedó en evidencia. Eso le dio pie a El Debate para escribir un editorial en el que decían que los colorados precisaban trucos fotográficos para ampliar la concurrencia a sus actos.
¿Era muy diferente el trabajo de un fotógrafo de entonces al de ahora? Tenían más trabajo, se cubría todo, pero todo. Se cubrían todas las canchas de fútbol del fin de semana, pero también todos los demás deportes que ahora no salen en los diarios, como el remo, el box, las bochas. Además de policiales, política, sociales, todo.
¿Cuáles son las fotos que le parecen más relevantes de su carrera? Hay una serie de fotos que yo no tomé y que sin embargo me llegan muy de cerca. Son fotos de tres personalidades que me marcaron mucho. La primera es la de José Batlle y Ordóñez. Él murió en 1929, un año antes de que yo naciera; sin embargo, toda mi generación y la siguiente lo conoció a través de una imagen tomada por mi padre, con el sobretodo y las manos en los bolsillos. Eso fue durante una visita del entonces presidente electo de Paraguay. Mi padre, Juan, fue a cubrir el encuentro en Piedras Blancas, junto al cronista, Luis Batlle Berres. Luego de que terminó el encuentro mi padre le solicitó a Batlle permiso para tomarle una foto, que es la famosa en la escalinata con el sobretodo. Luego, Batlle le pidió que le tomara otra. Mi padre me contó que por dentro decía: «ojalá que no me pida otra porque no tengo más placas». Era la época de los magazines, que llevaban doce placas y ya se las había consumido todas. La foto del sobretodo es muy trascendente, porque todos los escultores y pintores que luego retrataron a Batlle lo hicieron a partir de esa foto.
La otra es la de Baltasar Brum. Ése es un caso curioso, porque están todas las fotos previas, pero no la del suicidio. Yo le pregunté eso a mi padre. Me dijo que nadie se lo esperaba. Brum estaba haciendo una demostración de fuerza, de que la dictadura no iba a poder con él, pero los que en ese momento lo rodeaban, no imaginaban que se iba a matar. Él caminaba hasta el cordón de la vereda, saludaba a la gente que lo apoyaba y volvía a la puerta de su casa. Era un revuelo. Lo que nadie imaginó fue que en una de esas idas y venidas él se iba a pegar un tiro. Pero mi padre me aseguró que si él hubiera visto el momento no le sacaba la foto. «De haberlo sabido, en vez de sacarle la foto le sacaba el revólver. No lo dejaba matarse», me decía siempre.
¿Cuál es la foto de esa tercera personalidad que lo marcó tanto? La tercera es la del cantante uruguayo Carlos Gardel, y la tomó mi tío Rafael Caruso, que fue amigo suyo. Rafael fue junto con Gardel y Bonapelch para ver la casa que éste había mandado construir en la calle Podestá, que iba a ser la casa de veraneo de Gardel. Luego van a unas rocas de la playa La Mulata y mi tío le saca esa famosa foto en las rocas, con los brazos abiertos, cantando ‘El día que me quieras’. Luego caminan por la playa y terminan la tarde en un rancho del Buceo. En eso mi tío ve a Gardel silbándole a un jilguero en una jaula. Como ya era tarde y había poca luz, le pide que se quede quieto un momento. Ése es otro retrato histórico. Esa noche Gardel actuaba frente a El Día, en el Teatro 18 de Julio. Por eso digo que las fotos de Pepe Batlle, Brum y Gardel son muy importantes para mí, porque estos grandes personajes de la historia me llegan dentro del contexto de mi familia, como anécdotas y cuentos que se contaban en la mesa familiar. De ahí viene mi queja. Siempre le decía a mi padre y a mi tío: «no me dejaron a nadie, che».
Pero a usted le tocaron otros. Bueno, sí, en tantos años… Me acuerdo de Pablo Neruda, a quien me lo encontré de casualidad en Punta del Este, paseando con la señora. Ahí le saqué aquella foto en la que aparece con el escarabajo. También el encuentro entre el Che Guevara y Eduardo Víctor Haedo, en el que se pasaron haciendo chistes de uruguayos y argentinos.
Anécdotas de fútbol tendrá varias. Cuento dos. Una cuando siendo un chiquilín mi padre me mandó a sacarle una foto a Alberto Schiaffino. Yo fui y le dije: «Schiaffino, ¿no te agachás?, así te saco una foto de arriba». Y él me cortó en seco: «¿De dónde lo conozco para que me tutee?». Me dejó helado, pero tenía razón. En aquella época no se tuteaba como ahora, a Nasazzi, a Obdulio Varela nadie los tuteaba. La otra que recuerdo es la foto del partido entre Uruguay y la Unión Soviética en el Mundial de México, aquella pelota que Cubilla le pone a Espárrago para el gol, que tanto se discutió si estaba afuera. Yo saqué esa foto de al lado, y se ve que estaba adentro. La saqué de tan cerca que la imagen salió algo fuera de foco.
Por otro lado, la profesión le ha permitido viajar y hasta tener aventuras en destinos remotos. Es cierto. En el año 1958 fuimos invitados por la Armada Argentina para ir a la Antártida. Fui junto a Hugo Rocha, periodista de El Día, como los primeros reporteros uruguayos en pisar suelo antártico. Fue una gran experiencia de un mes y medio; no sólo tomé fotos, sino que también hice una película ⎯bah, un atrevimiento de veinte minutos⎯ que se llama Banderas en el silencio. Ese mismo año llegó una invitación para los directores de El Día para hacer el primer vuelo transpolar de Europa a Estados Unidos, de Copenhague a Los Ángeles. Como a los directores no les gustaba viajar me mandaron a mí. Recuerdo que en el diario pusieron: «Fotos de Coco Caruso, quien en dos años estuvo en el Polo Sur y el Polo Norte». De ésas tengo varias. Por ejemplo, cuando fui junto a un piloto comercial a la fábrica Cessna, en Whichita (Estados Unidos), para traer una avioneta que había comprado El Día. Ahí me tocó, con un monomotor, volar a lo largo de todo el Triángulo de las Bermudas y no nos pasó nada más que un movimiento raro de la brújula. Luego volví a volar sobre el Triangulo de las Bermudas, con un bimotor, también de El Día, en 1982. Me parece que ahí hay mucho de fantasía, porque en el único lugar que tuvimos problemas fue en Pelotas, a pocas horas de llegar a Montevideo.
¿Hay alguna foto que no hubiera querido sacar? Hay una que me impresionó mucho sacar, porque es muy impresionante sacarle una foto a la muerte. Impresionante y difícil, pero me tocó. Fue en el episodio del Liberaij. El jefe de policía intentó disuadir a los ladrones, hablaba con ellos por el portero eléctrico y les decía que se entregaran que les daba todas las garantías, que acá no era como en Argentina, que el juez los iba a estar esperando a la salida. Cuando el jefe de policía les pide una respuesta, se hace silencio. Junto a las puertas de los ascensores estábamos el jefe de policía, el comisario Santana Cabris, Antonio García Pintos, que era el cronista de El Día, dos o tres personas más y yo. Al minuto de espera, la respuesta fue una ráfaga de ametralladora que dispararon por la escalera. Una de esas balas da en Santana, que estaba atrás de mí, y lo mata en el instante. Bueno, ahí se complica mucho la cosa, porque nunca había sucedido en Uruguay una cosa igual y la policía no tenía muchas herramientas, tenía poca práctica y pocas armas. Había que verlos fabricando en el momento bombas Molotov con botellas de cerveza porque no tenían otra cosa. Los malandras estaban mucho mejor armados. En eso, un policía de apellido Eguren intenta ingresar por el pozo de aire del edificio y lo hieren de un disparo. Cuando lo están sacando por la escalera de un carro de bomberos que estaba ayudando, el policía herido hace unos movimientos y, al bajar, yo saco la foto. En ese mismo momento, el hombre cae inerte. Yo quedé muy impresionado, porque fue en el instante mismo de la muerte.
Claro, muchas veces la gente ve la foto pero no se percata de que alguien la sacó. A los reporteros gráficos les toca vivir cosas muy duras y muchas veces hay que sobreponerse a su condición humana para llevar a cabo la labor profesional. Eso me pasó también con la tragedia de Los Andes. Yo salí en el mismo avión que Carlos Paéz Vilaró, que iba a buscar a su hijo. Pero pasaron diez días del accidente y los dan por muertos, pero Carlitos se queda en Chile y sigue buscando. Tanto es así que era «el loco que busca a su hijo». Nosotros volvimos a Montevideo. Cuando pasan aquellos setenta días recibimos en la teletipo la noticia de que habían aparecido. Yo me fui a Santiago de inmediato y de ahí a Los Maitenes, que era donde estaba el centro de operaciones de los helicópteros, para pedir que me llevaran al rescate. El jefe de operaciones me dijo que no, pese a mis ruegos, y me negó la posibilidad de ir con una razón muy sólida. Me dijo que si yo voy, él va a traer un sobreviviente menos porque voy a ocupar un lugar. Le pedí que me llevaran y que me dejaran ahí, que después me fueran a buscar. Yo mandaba el rollo en el helicóptero, no tenía problemas. Pero no hubo caso. Y acá viene la historia de una de mis fotos más famosas, que no la saqué yo. La cosa es que yo pude sacar las fotos cuando los sobrevivientes llegaron en los helicópteros, que la verdad es que fue un momento terrible, porque uno tenía que superar la emoción y el nudo en la garganta de toda esa situación, porque había algunos padres que encontraban a sus hijos, pero otros no, que sus hijos no bajaban del helicóptero porque habían quedado en la cordillera. En esos momentos tenés que tomar distancia, porque la foto hay que sacarla de todos modos. Fue muy duro. Ahora, cuando fui a despedirme del jefe de la misión vi sobre su escritorio una cámara de fotos. Le pregunté por ella y me dijo que era de su cuñado, precisamente el médico de a bordo del helicóptero, que la había llevado en el rescate. Le pedí el rollo y él me lo cedió muy amablemente. Fui a Santiago, revelé los rollos y me fui a la UPI (United Press International) para transmitirlas a Montevideo. Pero acá había una huelga de UTE, que era el ente que en ese momento se encargaba de los teléfonos. Entonces tuve que pedirle a la UPI que las mandara por radio desde Santiago, vía Nueva York, a Montevideo, con la aclaración de que dijera «Exclusiva para El Día de Montevideo, transmitida por el corresponsal desde Santiago». Era la única forma que tenía de mandarla. Ahora, como yo era el corresponsal de UPI en Uruguay y ellos me conocían muy bien, mandaron una de esas fotos, la famosa toma aérea del avión con los sobrevivientes saludando a los helicópteros que llegan a salvarlos, al concurso de prensa más importante del mundo, que se hace en Holanda, como foto de Coco Caruso. Ese año ganó la famosa foto de los niños de Vietnam rociados con napalm, y segunda salió la de los Andes, que no era mía. Menos mal, ¡hubiera sido un papelón!
A propósito de los viajes, imagino que es uno de los atractivos de la profesión de reportero gráfico… Sí, uno tiene la oportunidad de viajar a lugares que de otra forma difícilmente hubiera podido conocer. Aunque está claro que no se trata de «viajes de placer», uno está siempre pendiente del trabajo.
¿Tiene alguna foto de viajes que valore especialmente? Una que tomé en Manhattan es mi consentida.