Es una de las bailarinas con mayor presencia en escena, capaz de proyectar toda clase de emociones fuertes y de calibrarlas para dar lo justo en cada uno de sus roles. La uruguaya Vanessa Fleita lleva trece años en el Ballet Nacional del Sodre y es primera bailarina desde 2012, cuando el maestro Julio Bocca vio todo su potencial.
Por Silvana Silveira.
Tal vez porque hay tantos mitos y leyendas tejidas en torno de las bailarinas de ballet, Vanessa Fleita empieza por derribar alguno de ellos: las bailarinas de ballet se hacen con el esfuerzo incansable de días, semanas y años, sí, pero “no todo es sacrificio, más bien es pasión”. Más que de fortalezas, la primera bailarina uruguaya prefiere hablar de particularidades: “No es fortaleza, es saber sobreponerse. No es difícil, es simple cuando se hace bien”. Lo más disfrutable en los roles que encarna una primera bailarina, dice, es la libertad.
El coreógrafo Maurice Béjart dijo de las bailarinas que eran “mitad boxeadoras y mitad monjas”, juntando fascinantemente en una misma figura dos seres dedicados a quehaceres tan contrapuestos. Seguramente lo haya dicho pensando en el rigor casi religioso con que las bailarinas se disponen diariamente al entrenamiento para su consagración dentro del rectilíneo orden del ballet. Tal vez, también, reparando en la profunda aspiración del ballet a lo bello, lo sublime, lo sacro y en su capacidad de llevar –en el mejor de los casos– al éxtasis a los espectadores.
Preguntamos a Vanessa si toda esa devoción, esa entrega, se justifican exclusivamente por el placer de bailar. Y si la fortaleza que ostenta tiene más que ver con las destilaciones del espíritu que con las propulsiones de la fuerza. Para ella, la fortaleza es algo subjetivo. “A nosotros siempre nos decían que buscáramos la excelencia. Creo que la fortaleza está en aceptar que la excelencia es el camino. La fortaleza está en permanecer en el camino, en buscar esa excelencia sin frustrarte por que no llegues. Si algo no sale hoy, capaz que sale otro día. Es muy relativo, creo que está en la postura del bailarín, en cómo vive su danza y el proceso. Ahí está la fortaleza”.
Vanessa recuerda un poco a Brigitte Helm, la actriz de cine mudo protagonista de Metrópolis, por su poder de encarnar tanto caracteres aniñados y virginales, como el de Clara en Cascanueces, y otros en el polo opuesto, como el de la poderosa Catalina La Grande en Hamlet ruso, obra del coreógrafo Boris Eifman, quien se ha dedicado a explorar la pasión a través el movimiento.
Esa cualidad dual, ese misterioso y fascinante proceso de transformación hace de ella una de las bailarinas más enigmáticas del Ballet Nacional del Sodre (BNS). Hay una anécdota que nos obsequia la también primera bailarina uruguaya Rosina Gil y que es demostrativa de ello: Vanessa estaba haciendo su entrada a escena en un ensayo de la obra El Mago de Oz en el papel de bruja malvada, en forma lenta, ceremoniosa. Llevaba una peluca que tenía ratas entre las crenchas y arrastraba un vestido-carrito de donde luego saldrían todos sus secuaces. La música sonaba… Y de pronto vino un apagón. Entonces, todos empezaron a gritar que había sido ella, porque Vanessa –en la compañía parecen estar de acuerdo con eso– maneja una energía poderosa, tan intensa que a veces se acercan y le susurran: “Apagá la luz”, como las cantantes de ópera a las que se les atribuye la potestad de romper una lamparilla con sus notas más agudas. “Vanessa es una mujer muy explosiva, muy fuerte, no habla mucho, es introvertida, pero cuando baila es como un cañón de luz, una energía muy fuerte. Además es muy querida, admirada y respetada por la compañía”, comparte Rosina. Es en ese claroscuro entre su profunda capacidad para la introspección y su potencial para liberar imponentes dosis de energía en donde se pueden buscar algunas claves de su magnética personalidad artística.
La fortaleza, claro está, no tiene que ver con el virtuosismo que tanto llena los ojos del gran público, como el tour de force que implican los diabólicos 32 fouettes con los que Vanessa ha sabido detonar fuertes aplausos, y como se dice en Gramática de la danza clásica, de Genevieve Guillot y Germamine Prudhommeau son mucho “más que una mera proeza gimnástica, y que aportan sentido a la acción en el ballet: son hechizo, rito de brujería, operación mágica que debe producir en el príncipe enamorado y víctima de éxtasis, alucinación, parálisis de la voluntad propios de rendirlo esclavo de un funesto destino”. Todo eso.
“Hoy, hacer un split de 180 grados en un salto es casi un requisito para entrar en la compañía –menciona Vanessa–. Si formás parte del cuerpo de baile tenés que entrenar los 32 fouettes. Considero que todos los bailarines de la compañía son solistas y primeros bailarines. Todos tienen un nivel impresionante. Pero la fortaleza es algo subjetivo, de repente hay una persona que no es explosiva e igual tiene una fortaleza impresionante y puede lograr una conexión en un adagio que es algo que cuesta tanto. De pronto hay personas que están haciendo su meditación durante un adagio. Por eso digo que es subjetivo y depende de cada artista”.
En la compañía y sobre los escenarios, Vanessa es célebre por la fluidez de sus giros interminables y sus saltos. Le gusta lo dinámico, a los adagios (los movimientos realizados con ritmo lento y recurriendo esencialmente al equilibrio) prefiere los alegros (los pasos rápidos, ágiles y vigorosos), la caligrafía aérea y las dinámicas en donde imprimir una infinidad de matices. “En mi caso, creo que tengo una energía muy explosiva en mi interior, entonces, en los personajes que son de carácter o enérgicos lo que hago es dejarme ser. Con otros que son más delicados, más sumisos, si bien evoco esa parte mía, me demandan un cierto control y me gusta, porque investigás partes de vos que de pronto no son las más comunes. Pero me cuestan los adagios, me gustan los movimientos más vertiginosos, explosivos o que demandan una directriz muy clara, un final preciso, con eso me siento muy cómoda”, dice la primera bailarina.
Una bailarina de ballet debe ser, según la legendaria Brigitte Lefèvre, quien fuera directora artística de la Ópera de París, “un coche de carreras y su piloto”. No hay mayor simbiosis hombre máquina que en la fórmula uno, donde un movimiento demasiado osado y brusco puede ser determinante. Algo similar sucede en el ballet, un arte que lleva el cuerpo al límite y requiere de sus artífices un elegante control de las emociones y movimientos.
Otra faceta de su personalidad artística es el dominio que Vanessa muestra en todas sus ejecuciones. Quienes hemos tenido el placer de verla bailar sabemos de la exquisitez de sus interpretaciones, algo que no sólo tiene que ver con el eje correcto, la inclinación justa, el ángulo indicado que hacen a la compleja geometría del ballet, sino con el juego de los pequeños matices en los gestos, la capacidad de dispensar la energía adecuada, enfocarse tanto en lo clásico como en lo contemporáneo. “Bailar es jugar con los matices. Me gusta marcar y jugar con la música y las transiciones dentro de los parámetros musicales, siempre y cuando la coreografía lo permita”, agrega.
Hay unas pocas fotos de Vanessa en su IG, sorprendentemente pocas para una primera bailarina, pero a Vanessa no le interesan particularmente las redes sociales y además no le queda mucho tiempo para ellas luego de las clases y ensayos en el BNS de 9.00 a 16.30 horas, y las clases de ballet que imparte en la Escuela Nacional de Danza (END). Pero sí hay algunas en donde se la ve con un tocado de rica pedrería caracterizada como Bathilda en Giselle; con mantón de Manila y vestuario diseñado por el pintor Pablo Picasso en El Sombrero de tres picos; revolviendo un enorme caldero como Madge la hechicera de La Sílfide; como muñeca gitana en El Cascanueces; como jefa de las tabacaleras en Carmen, en donde su delicado rostro adquiere un gesto dramático y los ojos, que son tan importantes en el ballet, están delineados por fuertes líneas negras. También hay dos fotografías de su trabajo en Carmina Burana con coreografía de Mauricio Wainrot, del pasaje conocido como ‘In taberna’, uno de los más potentes de la obra, en donde se aprecia la destreza de su trabajo físico. No hay fotos de su maravillosa Carabosse en La bella durmiente, tampoco está la inestable Blanche de Un tranvía llamado deseo.
No le gusta mucho hablar, confiesa, pero cuando lo hace, da tanto gusto escucharla como verla bailar en sus presentaciones junto al BNS. Durante la entrevista en su departamento del Centro, todo en ella parece hablar, las manos que acompañan sus palabras, los ojos que resaltan cada uno de sus gestos. Después de conversar un rato, es evidente que existe algo más que hace a la esencia de una primera bailarina. En el caso de Vanessa se trata de una suerte de filosofía o sabiduría personal para enfrentar los desafíos que presenta la profesión sin perder de vista su centro.
¿Cómo es el proceso de transformación personal que se produce cuando entrás al escenario?
Soy una persona que habla poco y creo que la danza es un segundo lenguaje en el que me siento muy cómoda para expresarme. Siempre espero esos papeles que me permitan canalizar lo que soy o elaborar un rol. Es un lenguaje, un canal de salida, es muy liberador. Jamás me pesó ir al trabajo, es ir a mi momento, bailando siempre voy a estar bien.
Para Balanchine el ballet era una forma en el tiempo y el espacio, nada más. Hay quien consideró que era drama escrito en escultura. ¿Qué es para ti el ballet?
El ballet para mí es la herramienta que deja expresar mi arte y mediante ella conectarme con todos. Es una técnica, pero permite que el artista, pueda expresarse. No es una pincelada, sino es un jeté para el que el instrumento es tu cuerpo.
La parte no es el todo
¿Cómo son tus clases en la END?
En la END doy clases de técnica y de repertorio clásico, Paquita, Coppelia, obras que puedan realizar para empezar a trabajar el baile en grupo. Generalmente en los primeros años se da mucha técnica clásica, pasos. En los años más avanzados tenés que ver cómo unirlos, cómo trabajar con la referencia del de al lado, filas, círculos, para empezar a tener la noción de escenario y de bailar en conjunto.
¿Qué procurás transmitir a tus alumnas?
Aquello que fue un pilar en mi carrera como bailarina, detalles que me costó mucho entender o entendí muy tarde y me cambiaron la forma de bailar. Trato de que ganen tiempo, de que tengan las herramientas para que si el día de mañana algo no sale sepan qué está fallando técnica y artísticamente. Trato de que abran su centro y puedan conectar con su público. Es muy normal que en los primeros años bailen mirando para abajo, preocupadas por el pie, como si la parte fuera importante. Pero no, se baila con todo, y a partir de ese todo se conecta con el público. Cuanto antes lo entiendan, mucho más felices van a bailar luego.
¿Qué otros detalles les mencionás?
En mi caso, el correcto empuje. Muchas veces uno se adelanta al paso siguiente y eso hace que su cuerpo se desbalancee en el lugar incorrecto. Tenés que esperar que una parte del cuerpo empuje para ir a la siguiente. Muchas veces el torso se adelanta y los pies todavía no empujaron, entonces hay una coordinación con la que hay que ganarle a la ansiedad y lleva tiempo procesarlo. No hay que apurarse. Si hacés el impulso correcto tu paso va a tener otra velocidad, otra liviandad.
¿En dónde radica la mayor fortaleza de las bailarinas?
Siempre digo: “Haz lo que te gusta y no trabajarás un día solo de tu vida”. No lo digo yo, es una frase muy conocida. [“Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”, Confucio]. Es pasión por lo que uno hace. Eso hace que no sientas el sacrificio. Sí hay que ser muy fuerte, porque como en todos lados hay altos, bajos y mesetas. Hay que saber que cuando estás abajo, la clase es tu centro, tu tierra, no vas a perder nada, nunca perdés si estás trabajando. Cuando algo no va tan bien o no estaría bailando lo que quisiera, mi centro es ese, porque el trabajo para uno no va a restar nunca. Luego, las cosas vienen, las personas van y vienen, las situaciones van y vienen, tener un centro fijo es el punto de balance para atravesar todo lo que venga.
Hay quienes dicen que la clase es como el descanso del sueño para las bailarinas: hay que dormir tantas horas para reponerse, hay que tomar clases para estar en forma…
No sólo prepara al cuerpo para los ensayos que siguen, es tu momento para superarte a ti misma en el día a día. Es lo primero que pasa en el día, así que según cómo encares la clase va a ser cómo siga tu día. Te conviene enfocarla con la mejor onda.
Ahora son más homogéneos los bailarines, pero seguimos teniendo primeras bailarinas y bailarines. Vos sos una primera bailarina y eso es porque vieron en ti una cualidad única, no sólo del movimiento.
Creo que cuando se busca una primera bailarina más allá de la exquisitez técnica o todo lo que pueda hacer la diferencia, se buscan personalidades. Ese rol tiene una libertad que no tiene el que baila en grupo. Porque un grupo se supone que es homogéneo; si cada uno de los artistas deja salir esa parte individual y artística personal el grupo deja de ser homogéneo. A mí también me ha tocado ser cuerpo de baile y aunque una sepa que puede hacer eso así o asá, lo tenés que hacer como tiene que hacerlo el cuerpo de baile, es como saber ubicarte en el lugar para que el todo funcione. Y he disfrutado de esa libertad que te da ser primera bailarina, porque cuando hacés un rol, no sólo te apoderás de una historia, de una personalidad, un carácter, lo hacés tuyo. Ese proceso es el que más he disfrutado en mi carrera, hacer distintos roles y poder hacerlos míos y salir convencida y que el de adelante no te diga que no, que se lo crea contigo. Ese es el regalo más grande que podemos tener.
El ballet clásico es la columna vertebral del BNS, pero también hay un lugar cada vez más amplio para experiencias más contemporáneas, que plantean otros desafíos, experiencias y formas de concebir el movimiento y la danza en general, ¿en qué clase de propuestas te sentís más a gusto?
La técnica clásica tiene una estructura muy sólida y única, se hace como en el librito. Lo que permiten esas otras ramas es otro lenguaje, en el cual tu individualidad es la que vos investigás a través de esos movimientos con tu cuerpo, no diría con tus fortalezas, sino con tus particularidades. Estamos hablando de un desplazamiento y sos muy ágil y veloz; de repente estamos hablando de una caída y se te da muy bien el contacto con el suelo, o tal vez no. Uno se descubre, descubre su propio movimiento cuando investiga con esas otras herramientas. Me ha pasado, sin duda. Ese tipo de investigación es amable con el cuerpo, te hace estirarte de formas que vos nunca habías estirado porque no estás en búsqueda de algo concreto, sino reconociendo tu cuerpo, tu movimiento y tu forma. Lo que me pasa siempre que trabajamos con una forma distinta de movimiento es que cuando volvemos al clásico nos sentimos, me siento, mucho mejor, como si ese conocimiento de tu cuerpo te permitiera hacer mejor la técnica clásica porque reconociste otras cosas. Esa información que recogiste te hace mejor bailarín, de pronto bailás con más sensación, con más libertad, porque usás menos los músculos que no precisás. Es enriquecedor para el bailarín.
Hablando de explosiones y de lenguajes que propician otras concepciones del movimiento, imposible no mencionar el derroche de energía que se produjo con la presentación de Minus 16, de Ohad Naharín. La onda expansiva que generó inundó el auditorio.
Ahí había cero filtros, los movimientos eran desarrollados al máximo, no había espacio para guardar absolutamente nada, la clave era entregar el cien por ciento en cada movimiento. Era la explosión lo que caracterizaba al movimiento y eso es lo que hace que la energía fluya y conecte. Por eso la gente lo sintió. Fue un placer bailar esa obra.
En la última década has tenido la posibilidad de trabajar con prestigiosos maestros, coreógrafos y repositores de ballet ¿Cuáles fueron los que más te marcaron?
Sin duda, Julio Bocca con su técnica, su clase. Tuve la oportunidad de aprender de su maestro, Willy Burmann, fue como aprender a bailar otra vez. Entender que algo que parecía tan difícil era simple. Entonces decís: “Pero toda la vida me esforcé tanto por hacerlo mal” [risas]. Es lo que decía de usar los impulsos correctos. El proceso de acostumbrarte puede llevar un año o más. Todo estaba en el que entraba, había que arriesgarse y entrar en el proceso, animarse a vaciar el vaso para volver a llenarlo. Yo me fui de cabeza y me fue muy bien, soy otra bailando. Julio me dio todas las oportunidades y yo las abracé y me entregué porque veía la confianza que él me daba y eso me dio más confianza.
¿Qué obras te permitieron crecer como bailarina o marcaron un antes y un después en tu carrera?
Crecer siempre con todas. Pero me marcó mucho El lago de los cisnes, que fue el primer ballet completo que hice. Me marcó por ese momento antes de salir, cuando decís: “Va a ser mi primer ballet completo, tengo tres actos por delante”. Y el momento en que hacés el primer impulso para entrar al escenario, qué momento ese… y terminar extasiada por todo lo que había vivido. Fue tan gratificante, me llené tanto de energía, fui tan plena. Después, recuerdo que vino Julio y me dijo: “En el cisne negro tratá de ser un poco más fina”, porque yo había ido con todo, como soy yo. Después aprendí a guardar un poquito, saber dónde sacar, dónde respirar, saber en qué momentos está bueno enfatizar y en cuáles no. Fui en bruto. “Fina”, me mató y lo entendí perfectamente.
¿Cuáles fueron tus momentos más felices en la compañía?
Cuando más bailé. Bailando soy feliz. Las giras, el convivir, conocer escenarios nuevos, esa fue la etapa más activa, coincidió con el principio de mi carrera, estaba cumpliendo mi sueño y lo sigo cumpliendo, pero esa juventud, esa efervescencia, se juntó todo. Como mamá, como persona, hay otros momentos, pero como bailarina fue esa primera instancia de vivir el sueño.
¿Qué ballets te trajeron más alegría?
Hamlet ruso, La viuda alegre, Corsario. ¿Quién iba a imaginar que iba a entrar Julio Bocca y a traer todos esos maestros, tener a Natalia Makarova cuando hice La Bayadere, tomar clases con Irek Mukhamedov yo tenía la foto en el salón de danza–, Marcia Haydée que vino a montar Carmen?
Participaste como coreógrafa en el espectáculo Modo tango con las obras ‘Pausa’ e ‘Introspección’, ¿qué lenguajes de la danza te interesan particularmente a la hora de crear?
Siempre me gustó investigar mi movimiento. Como hace tantos años que formo parte de la compañía clásica, me gusta mucho el neoclásico, no tanto el contemporáneo puro y duro, sino mezclando esas líneas del clásico. Creo que es un estilo que se favorece con la versatilidad de los bailarines, porque no sólo habla de la libertad del movimiento, sino que agregás el plus estético que da la línea clásica. Le da otro carácter, por eso me gusta ese estilo. Fue lo que usé cuando hice esas dos investigaciones, me desafié a mí misma, no esperaba que saliera una obra maestra, pero quería ver algo plasmado, fue como un gran boceto y me di cuenta de muchas cosas.
¿Qué queda cuando termina el artificio imponente que es la obra, cuando se apagan las luces?
Hay obras que te dejan muchas cosas y hay otras que pasan. Hay algunas que hacen que estés media hora en el camarín sentada, recordando. Muchas veces no me acuerdo de nada, tiene que pasar un rato para recordar, porque cuando estás ahí no estás registrando, estás viviendo. Siempre es un granito más a tu bolsito de tesoros [con la mano hace como que toma algo y lo deposita en su regazo], son historias que te siguen construyendo, formando. Siempre tenés que quedarte con eso que te sumó, te vas un poquito más rica. A veces te vas pensando en qué fue lo que más te gustó o en qué te duele [risas]. Muchas veces no nos vamos caminando lentamente porque estemos pensando, sino porque es como podemos.