Un cine sensorial
“Cuanto más te abras a cosas distintas, más preparado estás para la novedad. Hay que educarse en busca de la sorpresa, de la curiosidad, no de la verdad, del bien, porque todas esas cosas son muy sospechosas. Uno está del lado de los que comen, de los que tienen techo, entonces, quizás nuestra idea del bien tiene que ver con proteger nuestros privilegios. Hay que educar sospechando de lo que nos han enseñado”. Lucrecia Martel.
Si existe hoy una figura de culto en el cine latinoamericano, esa es sin dudas la cineasta argentina Lucrecia Martel. Considerada madre fundadora del “nuevo cine argentino” que comenzó a surgir a partir del año 2000, sus envolventes películas y su impronta han suscitado numerosos análisis y han servido de inspiración para un sinfín de cineastas independientes. La admiración que suscita ha llevado incluso a que, a modo de chiste, en una campaña publicitaria de Cinemateca Uruguaya, se “sacralizara” su imagen y se la colocara en el gran mural que aún se encuentra en la fachada de Cinemateca 18, junto a maestros de la talla de Federico Fellini, Alfred Hitchcock y Luis Buñuel, sobresaliendo como la única mujer, la única latinoamericana y la única directora viva y actualmente activa allí representada.
Como para profundizar más el culto, se trata de una cineasta que ha filmado muy poco. Hasta ahora había logrado tan sólo tres largometrajes: La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza, esta última estrenada en 2008. Aunque parezcan escasas, aun así fueron suficiente material como para que la crítica especializada ubicara a la directora en un pedestal. Casi diez años debieron esperar sus seguidores para ver otro de sus largometrajes y reencontrarse con su inigualable estilo.
La película se ambienta en tiempos del virreinato del Río de la Plata; el protagonista, Diego de Zama, es un funcionario del imperio colonial español que, apostado en la agreste Asunción del Paraguay de 1790, espera con ansiedad ser removido de su puesto de fronteras y ser trasladado a Buenos Aires, donde viven su mujer y sus hijos. Como explica la voz en off de un niño, Zama es “el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, no era ese el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama, el corregidor, un corregidor de espíritu justiciero, un hombre de derecho, un juez, un hombre sin miedo”. Pero lejos de obtener réditos por alguno de estos méritos, Zama se encuentra anclado, entrampado por la misma burocracia que contribuyó a construir.
A contracorriente del cine dominante, la película no se atiene a una narrativa clara, sino que se suceden situaciones, vivencias del trajinar de Diego de Zama. Inserto en un entorno envolvente, alucinante, el fuera de campo sonoro dialoga con las imágenes, dando cuenta de elementos, acciones, situaciones que ocurren sin que puedan verse. La increíble fotografía del portugués Rui Poças contrasta interiores opacos y asfixiantes con exteriores amplios, despojados. La naturaleza, implacable, se cuela en las oficinas, en las viviendas, y se intuyen los olores, la mugre, la asfixia, la incomodidad imperante. Zama es un cine de atmósferas magistralmente concebidas.
Lucrecia Martel evita deliberadamente una recreación histórica rigurosa, reflejada –por ejemplo– en evitar los crucifijos y toda clase de simbología religiosa, algo que no sólo formaba parte indisoluble de la época, sino que es automáticamente invocada por cualquier espectador al pensar en ella. Martel decidió simplemente eludir esta obviedad y, en cambio, poner el foco en otras cosas. Así es que deja colar en su registro apuntes notables sobre la dominación, el poder, los géneros, la sexualidad, la burocracia, el colonialismo, la destrucción de la identidad, el progreso.
Otro gran diferencial es que su aproximación a los nativos se encuentra totalmente alejada de la preponderante en el cine, aquella por la que se los victimiza, recurriendo a estereotipos de esclavos subyugados y obedientes. Aquí parecieran estar conspirando todo el tiempo, burlándose, desplegando rebeldía en pequeñas dosis.
Así, en este universo presentado, el “corregidor” y todo lo que representa parece asemejarse a un virus inserto dentro de un organismo vivo que lo rechaza. Ni el mundo colonizado le tiene simpatía al protagonista, ni tampoco parecen tenerlo sus propios pares; y los sucesivos gobernadores que se le presentan como intermediarios con el rey parecen cada vez más hostiles hacia su persona. Zama es uno de esos peces a los que se hace alusión porque “deben luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlos a tierra”.
Para sobrevivir debe adaptarse a los cambios constantes, que no son precisamente favorables: cada vez que se decide a hacer algo obtiene resultados pésimos y sus consecuencias lo ubican en una situación peor que la anterior. Es interesante cómo una enfermedad que contrae (que en cualquier otra película sería una sentencia de muerte) es presentada como una transición más; este devenir y este cambio perpetuo pueden interpretarse como una metáfora de la vida, en referencia a ese imperativo de adaptación en el que recaemos constantemente, así como a esa falsa ilusión de estabilidad que nos es inculcada y a la que solemos aferrarnos.
Zama
Dirección: Lucrecia Martel.
Guion: Lucrecia Martel.
Elenco: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Nahuel Cano, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd.
Duración: 115 min.
País: Argentina, España, Francia, Países Bajos, Francia, Estados Unidos, Brasil, México, Portugal, Líbano, Suiza.
Año: 2017.