Por Carlos Diviesti.
Hay que verlo a Andrés Roca Rey calzarse (literalmente) el traje de luces para salir al ruedo. Y hay que verlo con la mirada extraviada volver del ruedo al hotel cuando terminó la faena. Y hay que verlo bufar al toro antes del bramido que precede a la estampida. Y hay que verlo sin cerrar los ojos cuando el matador lo estoquea.
Hay que ser partícipes, ahí, en directo, de los estertores de la muerte cuando invaden una sala oscura, y hay que dejarse ocupar por la tumultuosa voz de la multitud cuando uno tiene los ojos clavados en la arena, como los tuvo Miguel Hernández cuando vio la muerte de Ignacio Sánchez Mejías y le salió decir “Quisiera el desgobierno/ de la carne, vidriera delicada,/ la manifestación del hueso fuerte./ Estoy queriendo, y temo la cornada/ de tu momento, muerte”.
Todo eso, y un prodigio de observación y distancia y paciencia, y hasta de solaz en la tragedia, ese solaz que es tan caro a la hispanidad toda (incluso ahí donde la tauromaquia está prohibida, como en las Canarias y Cataluña, la tierra natal de Albert Serra), es lo que ofrece –sí, lo ofrece, como en un altar– Tardes de soledad.
No esperen encontrarle explicaciones tranquilizadoras al atavismo impúdico que nos bulle en la sangre, ese atavismo que Serra retrata como un maestro que burila la luz y el tiempo en sus trabajos, y que nos conmina a enfrentar, con el físico atento y los ojos como giraldillas, el instante en que una película nos clava su espada a volapié.
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