Misericordia, de Alain Giraudie

Las flores del mal.

Por Carlos Diviesti.

Jérémie, quien fuera ayudante de Jean-Pierre (el panadero del pueblo, marido de Martine y padre de Vincent), vuelve a Saint-Martial, sitio al que no regresa desde hace mucho tiempo, para el funeral de su jefe. En los pocos días que Jérémie pasa en el lugar donde nació hay tiempo para que se quede con una foto sexy de Jean-Pierre, cometa un crimen brutal (¿porque no se deja acosar, porque quiere medir fuerzas, por el mero placer de cometer el asesinato perfecto?), Martine se permita recuperar la necesidad de intimar con un hombre todavía joven como él, colabore en encauzar las apetencias carnales de Walter, y le cueste entender del todo cuál es la verdadera fe que profesa el padre Philippe, tan pía, tan misericordiosa y tan gráficamente ardiente.

Como en El desconocido del lago (quizás su obra más conocida, esa comedia deforme acerca del deseo masculino como ignición de todo tipo de instintos, incluso los colectivamente más escabrosos), pero más aún como en No hay reposo para los valientes, El rey de la evasión o Animal vertical –donde más que hibridarse los géneros mutan de forma sin perder la esencia que los caracteriza–, Alain Guiraudie permite que Misericordia sea una película costumbrista, un thriller sórdido, una comedia negra y una exploración moral sin moralina sobre los impulsos vitales tapiados por una represión social cada vez más acendrada y embrutecida.

Lo que caracteriza a Guiraudie –y que con esta película lo convalida como maestro moderno en la brecha de Luis Buñuel o Jaime Humberto Hermosillo– es que todo lo que podamos decir sobre sus películas siempre está dispuesto de forma indirecta; por eso sus historias son tan gozosas, tan vastas y tan lúdicamente inextricables, donde un espectador atento podrá descubrir que una corrección de cámara que se va de foco o que la fronda marrón que nos lleva al claro de un bosque pueden ser al mismo tiempo el pasaporte al infierno o la prístina radiografía de aquellos malos pensamientos con los que también se nutre la diafanidad del alma.

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