Mondo cane.
Por Carlos Diviesti.

Quizás por las huelgas de actores y guionistas que se produjeron en 2023 y que paralizaron la industria del cine en los Estados Unidos durante casi medio año (y hasta podríamos decir que en buena parte del mundo, por la dilación de muchas coproducciones convenidas entre ciertas naciones y el país del norte), este año la entrega de los Oscar presenta una fisonomía un tanto extraña. Veamos: tres de las películas nominadas en el rubro Mejor Película tienen producciones mayoritariamente francesas: dos de ellas (Emilia Pérez y La sustancia), y brasileña la otra (Aún estoy aquí); en Hungría se filmó parcialmente El brutalista (país que no solo brindó escenarios sino una enorme legión de trabajadores), mientras que en Duna: Parte 2 intervienen los Estados Unidos, Canadá, Emiratos Árabes, Hungría otra vez, Italia, Nueva Zelanda, Jordania y hasta Gambia. Este último título es anterior al lock down de los sindicatos que fueron a la huelga, porque Duna está dividida en tres partes que por razones de producción, postproducción y mercadotecnia se estrenan con cuatro años de diferencia entre la primera y la segunda, y casi dos años entre la segunda y la tercera. El resto de las nominadas se reparten entre el cinema de qualité (Cónclave, de producción británica), los blockbusters (Wicked Parte 1), los crowd pleasers artesanales (esas que nos gustan a todos como Un completo desconocido, que además es fantástica), y las propuestas de corte independiente (Anora, Nickel Boys).

Al nombrarlas podemos pensar en otra cuestión, algo que se acentúa desde hace unos cuantos años a la fecha. Las películas nominadas como Mejor Película llegan al Oscar legitimadas previamente por los festivales internacionales: Anora ganó la Palma de Oro en Cannes, mismo festival en el que Emilia Pérez obtuvo el Premio del Jurado y la Palma de Oro a la Mejor Actriz para su reparto femenino, mientras que La sustancia ganó la Palma al Mejor Guion para su directora, Coralie Fargeat; en el Festival de Venecia, El brutalista le dio el León de Plata a su director, Brady Corbet, y el Golden Osella al Mejor Guion para Aún estoy aquí. Como si esta internacionalización fuera necesaria para otorgarle al Oscar una pátina del prestigio que ha ido perdiendo desde fines del siglo pasado, también, a lo mejor, nos podemos imaginar que todo esto entraña la idea de armar un Hollywood occidentalmente global para frenar el desarrollo económico de los gigantes asiáticos como India o China. Pero solo es el indicio de que, tal vez, la homologación de las formas cinematográficas en esta parte del mundo no solo se deba a que los algoritmos determinan por dónde anda el gusto del público. ¿Perderá identidad la Academia de Hollywood si esto se profundiza? Es posible, como también es una posibilidad que el Oscar se desdoble como los Grammy, y haya uno que se entregue para las películas producidas en los Estados Unidos y otro para el cine allende sus fronteras, con los mismos rubros a premiar y una ceremonia propia con alfombra roja y todo.

Todo indica que en próximas ediciones el Oscar también premiará al Mejor Reparto, una forma de que el star system no se desperdigue a lo largo y a lo ancho de las plataformas de streaming, lo que puede significar estatuillas para todos y todas o que, si se continúa con esta política de “apertura al mundo”, hasta los actores y actrices de Kurdistán o San Marino tengan su Bald Naked Boy paradito en la alacena.
Pero lo más importante es que, así Aún estoy aquí (con el retrato de una familia durante los años de la dictadura brasileña, y su reconstrucción, tan minuciosa como verosímil, de formas visuales y hasta de modos sociales de hace medio siglo que transforman su puesta en escena en un prodigio), Un completo desconocido (consu abordaje a la figura de Bob Dylan más desde su fondo político que del modelo biopic a la moda) y Wicked Parte 1 (con su despilfarro de ironía, sus citas cinéfilas a las grandes historias del siglo XXI –¿quieren encontrar a Shrek, Harry Potter o a Elsa de Frozen en una misma película?, bueno, no se pierdan esta–, y su orgullo por reflejar lo diverso y la diversidad en el vapuleado mundo del espectáculo)sean las películas que conforman el podio de la Mejor Película en esta temporada de premios –y para este cronista–, las dos mejores películas del año no están entre aquellas diez. Son dos películas que recibieron nominaciones en los rubros Mejor Actor, Mejor Guion Adaptado y Mejor Canción una de ellas, y la otra, en la que quizás sea una de esas tremendas injusticias que tanto le gustan a la Academia, apenas está nominada en el rubro Mejor Guion Original. No importa. Las vidas de Sing Sing y Septiembre 5no necesitan premios para quedarse grabadas en la retina.

Las vidas de Sing Sing (Sing Sing, Greg Kwedar, 2023) podría haberse deslizado tranquilamente por el carril de la superación y la resiliencia, pero prefiere otra cosa para contar la historia de un grupo de presidiarios que participan en un programa para la rehabilitación social de los internos. El programa ofrece clases de teatro y producción de espectáculos para la colonia del presidio, y de él participa activamente John Divine G Whitfield tanto como actor como en su rol de dramaturgo o director asistente. El preso de la celda de al lado a la de Divine G, Mike Mike, es el perfecto coequipero que lo secunda en su búsqueda de nuevos integrantes para el grupo, y así es como ambos se topan en el patio con Divine Eye, un tipo duro e inconmovible que se anotó como aspirante porque algún taller tiene que hacer, y sin embargo es capaz de usar una cita de Rey Lear en el momento indicado de la conversación. ¿Conviene seguir con el relato de la trama? Es bastante ocioso la verdad, porque no le haría justicia a la emoción que despierta en el espectador el cambio tan brutal como sutil que se opera en la vida de esta gente. Las vidas de Sing Sing es una sucesión de momentos a veces triviales y a veces de inusitada profundidad y elocuencia en la monotonía de los días tras las rejas, y que hacia el final, a través de una operación tan sencilla que sacude nuestra credulidad, nos muestra que la vida de la gente y la ficción de las películas son una sola cosa cuando se proyectan en una pantalla de cine.
Setiembre 5 es la fecha en la que un grupo de terroristas palestinos toman como rehenes a los integrantes del equipo israelí participante de las Olimpíadas de Múnich en 1972, hecho en el que la intervención de las fuerzas de seguridad alemanas convierte en desastre. Pero Septiembre 5(September 5, Tim Fehlbaum, 2024) toma este hecho solo como telón de fondo para la materia prima de su trama. La película de Fehlbaum se concentra en la transmisión en directo que la cadena norteamericana ABC realizara casi desde el mismo inicio de la toma de rehenes en la villa olímpica, hasta su desenlace en un aeródromo militar con la muerte de terroristas y rehenes. Eso es todo: cómo el equipo de deportes de la ABC se transformó en el único vocero del pánico, en los ojos del mundo sobre una Alemania aún impotente tras la Segunda Guerra Mundial. Claro, uno podría preguntar qué tiene de interesante ver cómo un grupo de personas toma decisiones sobre cómo transmitir determinados hechos por televisión, pero en Septiembre 5 todo el nervio de la situación dentro de la villa olímpica –entrevista por las lentes de las cámaras de la ABC– y la progresión dramática del relato en el interior del control del estudio televisivo sirven para graficar un mundo que desapareció, quién sabe si para siempre. En esta película hay conversaciones telefónicas, intercomunicadores con alcance de rango limitado, pizarras con letras móviles para preparar los gráficos en pantalla, muchos cigarrillos, concentración absoluta, improvisación, misoginia, inteligencia, oportunismo, ambición, responsabilidad, culpa. Septiembre 5trata sobre cómo empieza el Fin de la Historia a partir de una cuestión ajena e insospechada, y sobre cómo la inmediatez de la imagen, algo a lo que no se le puede soslayar el trabajo que cuesta obtener, es lo único capaz de retratar la crueldad del mundo.