El año del gato.
Por Carlos Diviesti.

Un día en la vida del gato negro, ahí nomás de su casa en lo alto del sendero, ahí donde el humano ha esculpido muchas figuras de otros gatos, o de él mismo. Se atusa los bigotes, se lava el lomo, se escapa de los perros, se aterra por la estampida de un grupo aterrado de cérvidos que se escapan de la inundación. La inundación que arrasa, que se lleva puestos los árboles, que tapa las casas, que borra los rastros de la gente y que deja sumergidos a los animales que no saben o no pueden quedarse a flote. Y el gato, que le teme al agua como todos los gatos, atina a clavarse en la madera de una barcaza que navega a la deriva, cuyo único ocupante es un carpincho que enseguida, siendo hospitalario, intenta quitarle el miedo al gato. El carpincho es hospitalario con todas las especies, a él no le importa la condición depredadora de los otros animales. O que otros animales como el lémur se dediquen a acopiar cosas como Diógenes o sean tan vanidosos frente al espejo como Narciso contemplando su reflejo en el agua. Y hasta es hospitalario con un Golden Retriever calamitosamente tarambana y con un ave secretaria herida en su orgullo. Quizás los animales, o las ballenas míticas, no conozcan la palabra “tragedia”, y tomen los hechos naturales (como la muerte, por ejemplo) justamente como lo que son, meros hechos en el curso de la vida.

Las ruinas de una civilización que se come a sí misma, la revancha de la naturaleza amenazada por el hombre, la solidaridad entre semejantes, el trabajo en conjunto como única forma de sobrevivir. Gints Zibalodis trata todos estos tópicos –algunos que forman parte de la agenda pública de hoy, otros que se olvidaron de la agenda pública de ayer– de la única manera en que resultan efectivos: a través de la poesía. Las imágenes que se deslizan ante los ojos del espectador dan cuenta de un mundo tan ideal como el que existe en alguna parte de nuestra imaginación o en los pliegues antiguos de ciertas crónicas de viajes. Y como tantos otros ejemplos cinematográficos notables, Flow debiera pasar a la Historia del Cine no tanto por haber ganado el Oscar a la Mejor Película Animada, sino por ser coherente con su discurso y con su andamiaje visual (fruto de una plataforma de código abierto y colaborativo), y porque sin utilizar palabra alguna en ningún idioma, habla en el lenguaje universal de la solidaridad y del amor, virtudes que no necesitan del torrente para que la vida fluya.
