Por Carlos Diviesti.
Los restos perdidos.
Emilia Pérez desbarata la idea de género. No nos referimos a que Manitas del Monte, el sanguinario capo narco tan triste y desesperado como ese México que le toca vivir, quiera reasignar su sexo para transformarse en quien siempre sintió ser, Emilia Pérez. No nos referimos a que Jessi, su esposa, deba vivir oculta con sus hijos por temor a la violencia de los enemigos de Manitas, o a la propia violencia de Manitas, que por algún lado siempre le brota. No nos referimos a que Epifanía, la esposa de un servidor de los narcos, prefiera que se deshagan del cuerpo de quien en vida la humilló tanto y que ni le digan dónde fueron a parar sus huesos. Y tampoco nos referimos a que Rita Moro Castro por fin logra emanciparse, profesional y económicamente, cuando se convierte en la abogada de Manitas y después en la mano derecha de Emilia Pérez.
Con eso de que Emilia Pérez desbarata el género nos referimos a que Jacques Audiard convierte los tópicos de la agenda progresista en un musical brillante, donde las canciones profundizan temas como el rol de la mujer, la desaparición de personas o la corrupción política, y porque canciones y coreografías no soslayan el espectáculo y por contradicción exponen mucho mejor la miseria de disponer de obscenas cantidades de dinero delante de sus oprimidos. Ni Jacques Audiard ni Emilia Pérez se olvidan de que esta es una película, una donde la paleta rancia del melodrama permite pinceladas de exotismo como en una de James Bond, y donde el origen social de cada personaje es el motor de su conducta como en todo culebrón que se precie. Audiard, quien ya investigó estos cruces más que por afán posmoderno, por amor al cine, en títulos como Un profeta o Dheepan, logra deshacerse del lastre globalizado del pastiche autoconsciente y militante, y transformarlo en un auténtico reflejo artístico y político del siglo XXI.