Por Pía Susaeta.

Rizomática tanto en su producción artística como en su rol de gestora y “agitdora” cultural, Juana Guaraglia es una persona tremendamente arraigada al quehacer cultural de Punta Ballena y su zona de influencia. Desde allí, en una conversación muy generosa, comparte la síntesis de su proceso artístico e información sobre la nutrida actividad prevista para el octavo año del Ciclo de Arte Vincular, lo que asegura que Olaf siga siendo un punto ineludible de la temporada cultural en el este.
Juana Guaraglia es franca, frontal, sincera y aguda en sus apreciaciones. Su producción artística abarca campos como la escritura (una veta quizás heredada de su madre, la poeta argentina surrealista María Melek Vivanco), la performance y las artes visuales, con especial énfasis en el mosaico como principal lenguaje expresivo.
Plantea su obra visual y escrita como campos reflexivos para tratar temas de la contemporaneidad que rondan la disparidad de suertes, la violencia estructural, los migrantes y el universo femenino, principalmente. En definitiva, mucho de “lo humano”.
Como humanista, propone debilitar el reduccionismo para ampliar la empatía y encuentra en el arte un medio para crear estrategias hacia la intersubjetividad: estimular percibirnos como seres planetarios compartiendo un sistema. Define su producción enmarcada en el arte relacional, para lo cual el proceso es parte fundamental de su obra.

En tus proyectos es frecuente la recurrencia al arte musiva como materia de expresión. ¿Cómo es tu relación con la técnica del mosaico?
Supongo que me preguntás porque siendo hiperactiva resulta difícil pensarme horas en un trabajo tan meticuloso. La técnica se me plantea como un amoroso tejido de materiales duros. Es la integración de las partes, partir de la fragmentación para lograr cierta completud. Es un poco el camino de sublimación de quienes tuvimos historias disfuncionales. Esa materia –vidrios, mosaicos, piedras– se me emparenta. Y al igual que con los seres humanos, siento debilidad por esa marterialidad cruda, indómita. La técnica está en sintonía con los procesos difíciles de una vida compleja y sus altos desafíos.
En lo cotidiano de esa relación con el mosaico, me pienso como un pintor expresionista. Trabajo a partir del color y de la búsqueda de movimientos que sinteticen una emoción. O recurro a la figuración para acercarme al tema de manera frontal, sin duda razonable. Algo del pop gravita siempre en mi psique, esa ternura de códigos básicos que está en la cultura de los menos afortunados. Respeto mucho esa emocionalidad traspasada por mitos y por confianza.
En este momento Juana está trabajando en el proyecto La alegría de la huerta con curaduría de Catalina Bunge, que es una instalación de mosaicos y cuentos en los que narra su relación con el color a partir de un viaje iniciático por América a muy temprana edad, con su familia, en el que compartió vivencias con familias de pueblos mapuche, wichis, tobas y aymara. Esa combinación de experiencias multi espectrales imprime en la artista una percepción vital y potente del color, en el que encuentra una forma de resistencia al colonialismo, a ese blanqueamiento impreso por la cultura europea.

¿Cómo influye ese viaje en tu presente de artista, en los temas que te interesan de la contemporaneidad?
Tenía cinco años cuando emprendimos ese viaje y el primer impacto fue la realidad del Chaco. Si bien acompañaba a mi madre –que era kinesióloga– a hogares carenciados del conurbano, ver esas familias impregnadas del paisaje, de esa tierra agrietada, turnándose los niños para sacar agua de una única canilla, me dio el panorama de una desigualdad brutal. Ahí se arraigaron los ocres, que no suelo usar, pero no importa. Luego el altiplano y la profunda soledad que pone al ser en relación con la naturaleza, esos habitares en pequeñas comunidades solidarias, abiertas, festivas, donde la vida se presentaba con la síntesis del cotidiano. Llenita de haceres pacientes, repetitivos, y donde los niños jugábamos descalzos, desnudos, con ramas, piedras, insectos, coagulando perfecto, a pesar de una lengua dulce que poco entendía. Y otra vez los colores del paisaje replicados en tejidos, en la alegría elemental del ser por el ser mismo. Tan diverso al mundo especulativo de la ciudad. Ahí la paleta de cálidos y azules profundos se me reveló con la gracia de celebrar la vida. Una religiosidad genuina no institucionalizada que brotaba en manos cinceladas por la tierra y el viento. Manos como troncos.
Luego andar el matto con un auto viejo, que nos abandonó en el límite con la Amazonia dejándonos varados durante semanas en un puesto de comida, nos permitió compartir con quienes venían hasta la ruta y pasaban el día esperando a los hacheros y a los trabajadores de la zona para vender sus enceres, pieles de reptiles y choclos en chala. Los niños pasábamos horas jugando en cuclillas, internándonos en el matto, encontrando hormigueros gigantes, corriendo temerosos al escuchar sonidos que se nos figuraban rugidos, acariciando puercoespines o pasándonos tortugas con rayas de colores para probar tocarles la lengua bífida. Ellos riéndose de mí, o quizás conmigo, gratamente. Tengo el recuerdo de esas bocas generosas que al abrirse les arrugaban la nariz. Quiero creer que allí nació el blanco, en esas bocas. Vivir un poco a tono con su realidad, durmiendo sobre colchones de paja en cuartos de barro separados por cortinas, donde los insectos y animales iban y venían a su antojo cuando no terminaban crujientes sobre un plato. En la selva se imprimieron el verde y el rojo. El verde como el silencio sostenido de un vientre gigante y acogedor, donde jugábamos descubriendo a cada instante y sin consciencia del peligro. Y el rojo en la sorpresa de las flores flotantes que colgaban de lianas, y en las rayas de los insectos venenosos. Se imprimió también nuevamente el contraste entre realidades, pero esta vez más cercana al disfrute de una naturaleza pródiga en frutos y en seres fantásticos.
A partir de estas vivencias su vínculo con el color es emocional y expresivo. Nace de la exuberancia mágica de América y de la relación de esos pueblos con el paisaje. Siempre inquieta, siempre con varios proyectos en simultáneo, resulta difícil sintetizar el último año y medio de producción de Juana. Por ejemplo, durante 2024 ha trabajado con Catalina Bunge como curadora para su obra individual, llevó adelante un cronograma de lecturas de poesía en el sur de España y un taller de lectura y expresión con su colega Lizzy Magariños, en el que trabajó con las emociones.

¿Por qué elegiste Málaga como territorio de exploración durante este año?
Detrás de todas mis elecciones hay un tema emocional. Soy una gran escucha del deseo. Me guío bastante que esa info que viene de la tripa. Me interesaba vivir un poco en una sociedad que cultiva la espontaneidad. Compartir la experiencia con una colega querida, acompañada siempre por mi pareja que es muy importante en todos mis proyectos artísticos. Su optimismo y audacia para encarar la vida me imprime una confianza que probablemente es de donde venga buena parte de mi potencia creadora.
Málaga, a pesar de ser la ciudad de España con más museos, estaba viviendo una turistificación que vaciaba mucho el escenario del arte contemporáneo, reduciéndolo a menudo a piezas de souvenirs. Pero pudimos conectar con algunos colectivos, como La Casa Amarilla, y espacios culturales como La Libre, Isla Negra, librería El Proteo, y encontramos artistas e intelectuales comprometidos. Hubo intercambio de miradas en talleres para reflexionar sobre el universo femenino. Trabajamos con mujeres jóvenes y encontramos cierta desactualización en temas de género. Creo que ahí pudimos aportar algo.
Actualmente está concentrada en el proyecto “El ritornello”(palabra italiana que significa “pequeño retorno”, la vuelta al hogar), con Ekaterina Gelroth a partir de la invitación de la arquitecta Mariana Francés a intervenir uno de los senderos del célebre urbanista Antonio Bonet. Se trata de senderos míticos de Punta Ballena que el arquitecto diseñó pensando en un recorrido desde las casas hasta el mar por una bóveda verde de paz y belleza, sin interrupciones humanas ni urbanas.
Desde la primera deriva y transitando esos senderos, Guaraglia se sorprende con un aroma que es el disparador para activar El ritornello. Un perfume de jazmín que la traslada a un prisma en el pasado, a un sitio estable “donde el niño se calma”, al decir del filósofo Deleuze, quien así explica ese fenómeno que opera como una cristalización de otro espacio y tiempo en el presente, que nos devuelve a nuestro eje. Guaraglia encuentra en su proceso estas herramientas de la memoria emotiva.
Así explica este proceso: “Con Ekaterina compartimos videos, diálogos, experiencias con el color. Ella construye su relación poética a partir de mis narraciones. Partiendo de ese retorno nos estimulamos en la confianza para construir símbolos, tótems atávicos, pintar reviviendo la tradición del plein air o volver al tejido del mosaico como quien vuelve al hogar. Como parte del proyecto, Ekaterina plantea una deriva colectiva con pequeños gestos sugeridos para hacer pasar al territorio por el cuerpo. Luego la caminata continuará hasta Olaf, y en ese tramo de playa Mariana nos acercará a la historia del sendero, de Bonet y de Punta Ballena”.
En Olaf nos esperan las piezas en mosaicos y pinturas realizadas durante este proceso por Guaraglia, así como el ámbito creado para dialogar sobre los conceptos que abraza su propuesta.

Arte Vincular
Para 2025 muchas de las puestas, intervenciones, instalaciones, performance, danzas y conversatorios convergen sobre la intersección entre lo humano y lo silvestre, y se plantean reflexionar sobre nuestra relación con el territorio que habitamos.
La idea del ciclo es ampliar el vínculo con lo identitario de Punta Ballena con las especies que lo habitan o son desplazadas por múltiples factores.
Claramente toda la propuesta del ciclo se complementa con el trabajo de “El Ritornello” donde Guaraglia busca “Reinstalar esa canción monótona que repetíamos de niños, que nos maternaba y nos orientaba en el caos. En el recorrido, somos interceptados por una emoción, un aroma, una forma. Nos reterritorializarmos en un cristal estable. Es una obra de calma entre flujos, entre líneas de fuga; encarnar un agenciamiento territorial; vivenciar el cruce de distintas naturalezas; acercarnos a un origen antiguo, subjetivo. En definitiva: trans humanizarnos.
