Temporada amarilla
Mejor no hablar de ciertas cosas.
Luca Prodan
Esta obra da la oportunidad de ver nuevamente en escena a un actor que hace tiempo no veíamos. Él se muestra en todo su talento, con un despliegue de dominio del cuerpo, del espacio y del tiempo en una puesta que –felizmente– evita el peor de los pecados en los que podría haber incurrido, lo que posiblemente le ha sacado alguno de sus potenciales espectadores, que no quisieron enfrentarse a un tema que suele ser del reino de lo que no se habla.
El tema de la obra es el dolor en sí mismo. El dolor descarnado y en su escala más humana. Con la historia primaria de la lucha contra el cáncer que afligió en la vida real al actor, Temporada amarilla cuenta la lucha por recuperar la salud, lo terrible de las quimioterapias con las que se la combate, pero también contra otros cánceres espirituales, como la soledad o la relación siempre dolorosa de un hijo con sus padres ausentes, de la búsqueda del reconocimiento, que es la única manera por la que se logra saber algo imprescindible para la existencia misma del ser humano: saber que existimos, que estamos ahí porque alguien nos ve.
Lo que se evita, ese pecado terrible que mencionamos, es el chantaje emocional, el golpe bajo, el regodearse gratuitamente en el fango del sufrimiento que tanto gusta a los espectadores de telenovelas. Esta es una obra digna, optimista. Es un relato de un descenso al infierno del sufrimiento humano y la derrota del enemigo, es la narración de una victoria. Y como tal, el cáncer, siendo el tema de la obra, al mismo tiempo no lo es.
Los elementos biográficos de Alberto Rivero en la trama constituyen casi su totalidad, pero el Alberto ficcionado (José) no es –no podría serlo jamás– el actor. El texto de Leonardo Martínez constituye un ejemplo de alteroficción, en una época dominada por el concepto de Sergio Blanco de la autoficción, cuando todas las obras buscan ampararse bajo ese paraguas. Este no es el caso; el yo de Rivero es ficcionado, pero por Martínez. La presencia de algunos elementos que sí pertenecen a la historia del autor (Celina se llamaba su madre, y su primer nombre es José) introducen elementos autoficcionales que en la obra interactúan con los alteroficcionales a la manera en que lo hacen en Ostia, de Sergio Blanco.
El viaje que Martínez y Rivero proponen es el reencuentro con uno mismo luego de que nos hemos perdido. Como la llamada del mundo de la maravilla en El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, José, que por una serie de circunstancias desafortunadas de su vida –algunas de las cuales no son su responsabilidad, pero otras sí– enferma y desciende a un infierno de drogas que matan el cáncer pero cobrando un peaje terrible: agreden por igual células sanas y malignas. En los largos días de las sesiones, José –ayudado por Celina, otra paciente– emprende su viaje de vuelta.
En esta obra, el camino de la supervivencia a la temporada amarilla (alusión directa al aspecto de los pacientes de quimioterapia, pero también a Simone de Beauvoir y Albert Espinosa) está marcado por la reconstrucción del propio José y de sus vínculos. Como dice el texto, cuando uno va en contra de sí mismo, el cuerpo se enferma, y para superar su temporada amarilla José debió completar su viaje del héroe, realizar su catábasis y volver con salud de su jornada, convertido en otro, uno que fuera uno consigo mismo.
En suma, un hermoso texto, una actuación enorme, gran manejo de los elementos escénicos. No existen razones para no verla.
Dramaturgia: Leonardo Martínez.
Dirección: Leonardo Martínez.
Elenco: Alberto Rivero.
Diseño gráfico y fotografía: María Fernández Russomagno.
Vestuario: Gustavo Petkoff.
Escenografía y luces: Gustavo Petkoff y Darío Lapaz.
Producción: Ignacio Fumero.
Función reseñada: 22 de abril de 2016.