Lucio Hernández/Will Eno
“Siempre que se hace una historia
se habla de un viejo de un niño o de sí,
pero mi historia es difícil […]”.
Silvio Rodríguez
La obra del dramaturgo estadounidense Will Eno (1965) no había sido representada hasta ahora en la cartelera montevideana. Lucio Hernández trae, encarnado por Rogelio Gracia, su Tom Pain, una obra que fue finalista del premio Pulitzer y que ha sido premiada en varias oportunidades.
Es el segundo trabajo de dirección de Hernández (el primero fue Variaciones Meyerhold; ver Dossier 37). En contraste con su estilo de actuación arrollador, en la dirección es casi invisible: su mano está innegablemente ahí, pero no se nota, no de manera evidente. Rogelio Gracia compone su personaje con la misma soltura y rotundidad con la que Jorge Bolani encarnaba a Vsévolod Meyerhold, y el pacto ficcional se instala sin que sepamos cuándo ni cómo, con una celeridad llamativa. Desde la oscuridad, iluminado por la llama de un fósforo que falla cuando intenta encender un cigarrillo (del que se nos advierte que, por las leyes vigentes, es de barba de choclo, faltaba más), los espectadores ya quedan presos de la narrativa y la historia del protagonista.
Gracia es uno de los pocos actores jóvenes (en Uruguay se considera joven a un actor hasta aproximadamente los cincuenta años) que reúnen una voz privilegiada de locutor –de hecho, esa es una de sus profesiones–, un gran dominio corporal y un registro actoral amplio, que le permite desplazarse con comodidad desde lo dramático a lo humorístico, sin solución de continuidad. Desplegó cada uno de estos recursos en 2016 en Final de partida (de Samuel Beckett, bajo la dirección de Jorge Denevi, papel por el que mereció un Florencio), pero en esta puesta su innegable vis cómica está intencionalmente anulada. Por momentos, da la impresión de que Hernández le indicara a Gracia que actúe como lo haría él mismo, y el resultado no está nada mal.
Hacíamos referencia a la llama de un fósforo, porque la obra comienza en la oscuridad, con el solo recurso de la voz de Tom Pain, que promete que quizá contará una historia, al tiempo que pide que no se rían de su traje típico. Hasta aquí el inicio de la obra; contar más sería inconveniente. Sólo cabe acotar que en su desarrollo, de forma no lineal y mediante varias anécdotas, Tom contará una vida, quizá la suya, quizá no. Contará la historia de un niño que sufre un accidente una tarde de lluvia, algo que cuando regresa a su casa nadie nota. La historia de un amor encontrado y desencontrado, y más.
El apellido Pain no es gratuito: nadie se llama “dolor” porque sí. El desafío del espectador es saber qué es lo que causa el dolor de Tom. Él no lo dice, pero está claro en su historia. Daremos una sola pista al lector para guiar su navegación por el tormentoso mar del relato del protagonista: para saber que existe, el ser humano necesita la mirada del otro. Si el otro no nos devuelve en su mirada la conciencia de que somos, no podemos sostener esa existencia y nos disolvemos en la nada. Tom es negado de esa existencia cuando un rayo lo enfrenta prematuramente a la tragedia; cuando necesita un abrazo (materno, paterno, fraterno, lo que sea) en el que refugiarse de lo que vive, implícitamente, no es capaz de verbalizarlo, como niño que es –como un castigo del cielo: literalmente, ese era el castigo de Zeus, que en el teatro no es poco–, y esto causa su caída trágica.
La obra incluye tres anécdotas: la de la perra, la del panal de abejas, la de la mujer. Tres viñetas que le alcanzan a Tom para contar quién fue y quién no pudo ser. La segunda es quizá la más significativa. No la contaremos, sólo diremos que, castigado por los dioses y sin la guía paterna, el joven Tom no pudo saber qué era lo que lo protegía y qué lo que lo dañaba. Ese camino sólo podía tener destino de tragedia. Tom prosigue su caída. Luego aparece la mujer. ¿Cómo puede amar quien jamás fue depositario de la mirada constitutiva del otro? ¿Cómo puede sostenerse quien jamás aprendió a dar existencia al otro con la mirada propia?
Una de las primeras cuestiones a abordar en el análisis de una obra son sus paratextos, empezando por el título. En este caso se agrega un subtítulo: “Basado en nada”, un enunciado que en inglés (based on nothing) es ambiguo: podría referirse a la obra o al personaje. La segunda posibilidad, teniendo en cuenta que fue traducido con el participio en masculino, permite suponer que Tom tuvo que construir una existencia basado en nada, sin apoyo ni ayuda; o, lo que es peor, sin saber cómo convivir con el apoyo y la ayuda con los que sí contó, Tom es un vampiro que no puede reflejarse en ningún espejo hasta que la tímida llama de su fósforo –avatar de las luminarias de la sala– lo coloca frente a los espectadores.
Tom nos contará, o no, a su manera. Porque lo que innegablemente tiene, y nadie puede quitarle, es eso: una historia que contar. Y la del público es, después de todo, una mirada. Vive su vida y encuentra una mirada que le da existencia, al menos por un rato: la del público, como dijimos, pero eso es existencia de personaje. Tom rompe la cuarta pared una y otra vez en su intento por existir, por ser. Es cruel: promete repetidamente cosas que no cumple (una rifa, por ejemplo), expone al público y también a sí mismo.
En la traducción alguien –Hernández, Stefanie Neukirch o Gracia– tomó la decisión de cambiar el nombre de la obra de “Thom Pain” a “Tom Pain”. Si bien hay razones fonéticas y de traducción que lo explicarían, preferimos creer que sacarle a Tom la hache, esa letra muda, es un intento de hacer aun más invisible su propio grito sin voz, su aullido existencial, que solamente suena cuando se enciende una llama de fósforo un par de veces por semana, que atruena con su “quiero ser, quiero existir”, que denuncia la futilidad del wannabe que los va a estar esperando cuando los aplausos se extingan y salgan del teatro, dejando atrás a Tom, en su mundo de inexistencia.
Ficha técnica
Dramaturgia: Will Eno. Dirección: Lucio Hernández. Traducción: Stefanie Neukirch. Actor: Rogelio Gracia. Iluminación: Rosina Daguerre. Producción: Ignacio Fumero Ayo. Ambiente sonoro: Federico Moreira. Fotografía: Roberto Yabeck. Diseño y comunicación: polder.com.uy. Sala: Zavala Muñiz. La obra fue vista el 6 de febrero de 2017.