Los inmortales
Por Bernardo Borkenztain
“¡Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor!”.
Cantar del Mio Cid
Especular acerca de cómo habría transcurrido una serie de eventos si uno o varios de ellos hubieran sido diferentes de como realmente ocurrieron es lo que en lógica se conoce como “razonamiento contrafáctico”, ya que parte de contradecir un hecho que se conoce como verdadero y a partir de él estructurar un razonamiento o, como en este caso, una historia. En lógica, esto permite realizar ciertas demostraciones, ya que si esa contradicción, razonando, luego lleva a otra (de la misma premisa o hecho), se configura un absurdo que permite suponer que lo que se negó en primera instancia no puede serlo. En ese sentido, se maneja dentro de un ámbito de aplicación más bien rígido.
En el campo artístico, sin embargo, un razonamiento de este tipo permite abordar un abanico de mundos alternativos y posibles en los que las cosas son de otra manera a raíz del hecho negado o contradicho. Son muy comunes las películas en las que los nazis ganan la guerra, o aquellas en las que cierto descubrimiento o invención ocurre en otro momento y se genera una distopía en la que conviven elementos cotidianos con otros muy diferentes, y este es el encanto que tienen: esa posibilidad de crear mundos casi iguales al nuestro, pero con una diferencia significativa respecto del hecho artístico que estamos presenciando.
Sin embargo, requiere un dramaturgo de gran talento convertir una especulación como esta en un texto pasible de puesta en escena, sea en forma de representación convencional o bajo la forma de narraturgia; pero lo que puede ser una gran idea narrativa no necesariamente admite traducción escénica. Es importante este punto, porque si hablamos de teatro, una vez que se asume que la idea contrafáctica es poéticamente relevante y que el relato construido en torno a ella es eficaz, se presenta un nuevo problema: ponerlo en escena.
Del relato a las tablas
El problema de “traducir” un relato creado para ser leído en uno para ser representado radica fundamentalmente en ubicar las acciones físicas, agregar cuerpos humanos que funjan de soporte a palabras que, en principio, eran autoportantes. En este sentido, es inevitable recordar el bellísimo ejercicio dramático de la recordada Nelly Goitiño en En la colonia penitenciaria (2004, Puerto Luna) sobre el cuento de Franz Kafka, o la magistral dirección de César Campodónico de El Lazarillo de Tormes (1995, El Galpón), dos ejemplos en los que se pasa con lujo de resultados de un ámbito al otro.
Por supuesto que representar no es obligatorio; es posible que la narración en sí sea teatro: en los bellos ejercicios de teatro que son las autoficciones Ostia (sala Zavala Muniz, 2015) y La ira de Narciso (sala Hugo Balzo, 2015), de Sergio Blanco, este opta por la narraturgia, el decir en escena (decirse en este caso), como dice el texto de la segunda, que es para “jamás ser representado”. En estos casos vemos la quintaesencia de lo que estamos explicando: textos eficaces en escena, altamente poéticos y que parten de hipótesis contrafácticas: en el primero un Sergio Blanco vivo escribe sobre cómo fue su muerte; en el segundo Sergio y Roxana Blanco rememoran su pasado con un padre desaparecido por la dictadura, con él felizmente ubicado entre los espectadores.
Los inmortales
Hugo Burel es un narrador de innegable trayectoria, pero la traducción escénica de sus textos ha sido irregular. Su cuento (que ganó el Premio Rulfo) ‘El elogio de la nieve’ tuvo una olvidable puesta en escena en 1999 y una mucho más feliz realización en formato video en 2012 en el ciclo Somos de canal 10. El año pasado, su texto ‘La memoria de Borges’, también dirigido por Álvaro Ahunchain, fue el contenido del fabuloso trabajo de Roberto Jones.
En esta obra, Los inmortales, el escritor además realiza la selección musical y el diseño de la escenografía, y se nota. La primera es lavada y poco funcional a la obra, y la segunda, pretendiendo ser minimalista, es mínima y obvia.
Realmente es nuestro parecer que para lograr mejores efectos el teatro debe tender a la profesionalización en sus rubros. La escena de la muerte de Aparicio Saravia parece un recuerdo o un homenaje a All that jazz.
En cuanto a la transferencia del lenguaje narrativo al escénico, tampoco nos parece que haya habido un gran logro. De no mediar una excelente actuación de Gustavo Saffores, de un más que correcto Ricardo Couto y de un buen elenco, la obra sería francamente aburrida, pero, por suerte, la corporalidad de los actores, si bien se apoya en el texto, lo excede como portante de significado y puede realzar un guion mediocre. Tampoco el texto aporta datos interesantes sobre la historia o biografía de los personajes, más allá de unas escenas bélicas de instancias conocidas y la especulación sobre cómo habrán sido sus palabras en ellas; no más que eso. Mayormente, afecta una historicidad que es mínima, y que no dudamos que debe de haberse perdido en la adaptación de la novela, que ha sido ampliamente premiada.
La dirección no tiene defectos en su mecánica, pero adolece de dos pecados graves. El primero es la linealidad: la obra se estructura en tres partes que plantean una presentación de la situación, una instancia onírica en la que cada caudillo visita al otro, y una tercera en la que se produce el hipotético encuentro de ambos a los catorce años; todo narrado de forma consecutiva y sin soluciones de continuidad, para que se entienda.
Lejos quedan los excelentes planteos de Ahunchain en Macbeth (1986) o La sangre (2002), en la que pudimos ver soberbias actuaciones de Gabriela Iribarren, César Troncoso, Adriana da Silva, Jenny Galván y Roxana Blanco. Es un muy buen director, pero claramente su opción por lo comercial lo aleja de la elección de desafiar al público.
El resultado es que la afluencia de público es masiva, como lo es el consumo de todos los productos industriales, pero para el espectador avezado, el que ama el teatro, este tipo de puestas carece de interés. Es imperdonable que lo único que deje una obra es que uno salga igual que como entró, pero dos horas más viejo. Por lo tanto, si sus preferencias tienden a lo descafeinado y con edulcorante, vaya a verla, no la va a pasar mal, pero si su paladar, en cambio, tiende a manjares más sustanciosos, quizá sería preferible optar por otros menúes.
Elenco: Gustavo Saffores, Ricardo Couto, Paula Echevarría, Germán Weinberg, Joaco Diano, Federico Maggioli.
Vestuario: Daniela Dodera y Estudio Muto.
Iluminación: Álvaro Ahunchain y Álvaro Domínguez.
Diseño de escenografía: Hugo Burel.
Selección musical: Hugo Burel.
Producción: Lourdes Moreno.
Dirección: Álvaro Ahunchain.