El retrato del dolor
por Bernardo Borkenztain
El tema de esta columna es el dolor en escena. Dos ejemplos, en formato unipersonal y testimonial, de cómo compartir con el espectador una experiencia y su tránsito por ella, pero con un elemento en común que las hace destacables, sin caer en la demagogia ni el golpe bajo. Con dos estrategias diferentes en cuanto a los elementos escénicos, ambas logran un efecto más que deseable: compartir una historia dolorosa con buen gusto y gran efecto teatral.
Las dos obras eligen el mismo formato de representación, la comunicación directa con el público utilizando elementos metateatrales, y una estrategia naturalizada de comunicar su relato, pero se diferencian en el uso de elementos como las luces y la ambientación sonora. Otra particularidad es el tipo de ficción, ya que si bien Tengo una muñeca en el ropero es convencional, en Temporada amarilla se presentan elementos de autoficción en diálogo con otros alteroficcionales.
Sin ningún tipo de dudas, se trata de dos ejercicios de buen trabajo escénico con una gran carga del éxito en el trabajo de los actores.
Tengo una muñeca en el ropero
Esta es una obra pequeña y querible, que trata un tema que perfectamente podría permitir apelar al golpe bajo, pero la acertada dirección de Alfredo Goldstein la presenta sin caer en estas trampas sentimentales ni en chantajes.
Fernando Amaral está perfecto. Su registro de actuación es amplio, varía desde la emoción profunda hasta el descontrol salvaje de un adolescente que gana un evento deportivo; desde el dolor infantil ante el abandono o el desprecio de un padre hasta la aceptación adulta de este y la reconciliación. Todo esto ocurre con una suavidad en la ilación del relato que permite transiciones, suaves como las que conectan momentos de la vida interior de Julián, o abruptas y hasta ríspidas como las que refieren a su vida como deportista.
La actuación es despojada, toma la forma narratúrgica por momentos y por otros la representación: a veces Julián vive sus anécdotas y en otras ocasiones las cuenta, pero siempre manteniendo la coherencia del relato, que va ilustrando con los diferentes objetos que saca de la cornucopia que es el ropero y que contiene sus recuerdos.
Un recurso interesante que elige Goldstein es la introducción de elementos metateatrales que operan como distanciadores, como compartir golosinas con el público o hacerlo jugar con una pelota. Esto produce el efecto de sacar al espectador del pacto ficcional –como de cohesión entre la gente– y la reintroducción al relato se hace de forma suave, sin soluciones de continuidad, lo cual teatralmente funciona muy bien.
La anécdota es sencilla: Julián se muda y debe hacerse cargo del ropero en el que habitan los recuerdos de una vida. En este sentido, el mueble opera desde lo icónico, es decir que es lo que parece, un depositorio de cosas, pero también de lo simbólico, por lo generalizado de la expresión “salir del ropero” (la admisión pública de la homosexualidad). La historia que Julián cuenta es un viaje desde su infancia hasta el presente y, en especial, desde su constante lucha con las expectativas de su progenitor.
Esta obra trata del sufrimiento espiritual, el dolor de un adolescente por lograr el reconocimiento paterno como metonimia del social. Si bien refiere al sufrimiento, lo más bello es el recurso de dejarlo fuera de escena: no se regodea en él, sino que lo relega al plano del que nunca debería salir, el de lo que no está en escena. Literalmente, lo obsceno.
Dramaturgia: María Inés Falconi.
Dirección: Alfredo Goldstein.
Elenco: Fernando Amaral.
Diseño gráfico y fotografía: Andrés Persichetti.
Escenografía y vestuario: Hugo Millán.
Luces: Andrés González.
Producción: We! Producciones.
Función reseñada: 20 de abril de 2016.