Algo huele a podrido en Tebas.
Por Bernardo Borkenztain.
“Somos Edipo y de un eterno modo
la larga y triple bestia somos, todo
lo que seremos y lo que hemos sido.
Nos aniquilaría ver la ingente
forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido”.
Jorge Luis Borges
¿Qué necesidad?
Podemos, sin ningún esfuerzo, prever la queja burguesa de alguien que proteste acerca de la necesidad o la pertinencia de poner en escena, por millonésima y una vez, esta tragedia de Sófocles, y con aún menos esfuerzo podemos responderla.
Primero, es un clásico, totalmente compatible con una temporada llamada “Nuevos clásicos”, de la Comedia Nacional. Segundo, pero no menos importante, es una obra que lleva sus aproximadamente mil seiscientos años con gallardía y maduración, sin ningún asomo de ranciedad o pérdida de capacidad de impacto de la trama. Tercero, porque es una obra que interpela a la sociedad en un tema esencial: la responsabilidad de los gobernantes, y no puede haber nada con más actualidad política que eso. Cuarto, porque plantea la más fundamental de las aporías, esos dilemas éticos que tanto preocuparon a los filósofos socráticos: la relación entre destino y libre albedrío.
Podemos seguir, pero abandonemos a nuestro hipotético, seguramente existente, objetor del gasto de los fondos públicos. No olvidemos que la Comedia Nacional es un elenco oficial envidiado en muchas comunidades teatrales, pero que muchos pisaverdes afirman “pagar con sus impuestos”, revelando no entender mucho de teatro y nada de impuestos. No nos preocupemos de ellos, como dijera alguien, guarda e passa.
¡Qué necesidad!
Vivimos una época complicada, el teatro requiere ser más político que nunca, pero recuperando el sentido aristotélico del término. No sirve hoy adoctrinar al público al estilo de Brecht o caer en los vicios del teatro identitario de explicar por qué la culpa de todos los males es de las mayorías privilegiadas, esas monsergas desconectan al público y los mensajes no llegan a quienes deberían llegar. Predicarle al coro es la manera menos efectiva de hacer arte.
Por eso la tragedia griega sigue vigente, al coro lo pone en escena y transfiere la responsabilidad de interpretar al espectador, pero para eso el lenguaje debe actualizarse, y no nos referimos a los parlamentos, sino al escénico.
El arte no es innecesario, como pretendía un joven Platón en su República, ya que no imita a la realidad, la mimesis no es copia, es un espejo que se pone frente al espectador, unidad mínima de la polis, y lo obliga a ver lo peor de sí mismo, provocando el revulsivo que terminará en la catarsis. Pero eso solamente pasará si la propuesta logra imponerse a una sociedad cuya plaga no es la peste, sino la invasión de espejos negros, pantallas que no muestran nuestros pecados, sino fantasías y mentiras.
La sociedad heredera de la del espectáculo, la de las redes, la posverdad y la vida inauténtica, necesita ese espejo fiel más que la próxima bocanada de aire.
Lo necesario
La apuesta de Andrés Lima está llena de aciertos, no parece faltar ni sobrar nada. No solamente ha reunido a un grupo de técnicos (el elenco de la Comedia Nacional ya lo tenía asegurado), sino que logró plasmar una estética consistente, que coopera en todos los planos para lograr un máximo impacto en el espectador.
Lo primero que impresiona es la escenografía de Petkoff, que representa un palacio o templo suspendido, onírico, con una simetría perfecta de columnas que terminan en un pórtico al fondo, lo que, sumado a unos bancos de hormigón, imprime el peso y la materialidad del brutalismo a todo el dispositivo escénico. Catorce pilares suspendidos en dos filas convergen visualmente dirigiendo la línea preferencial de visión. Presidiendo todo, de diseño etéreo, la cabeza de un toro se dirige a la platea, interpelándola, pero sobre todo generando la pregunta: ¿dónde habla Sófocles de un toro?
La respuesta es que la versión de Sanzol es un diálogo de la griega con la romana de Séneca, y eso implica una combinación de poéticas importante, siendo la del último más violenta, y con un cambio de especie: Tiresias deja de ser un adivino inspirado por Apolo y pasa a ser un arúspice (más común en Roma) que interpreta los augurios en las entrañas de un animal sacrificial, y ahí resalta el importante significado de lo taurino en la sociedad griega, pero ya volveremos sobre esto.
Por elección, Lima elige un elenco de quince actores y actrices, que es el mismo número de la primera puesta, y si bien hay algunos personajes identificados, en especial Edipo (Fernando Vannet), Yocasta (Roxana Blanco), Creonte (Mario Ferreira), la sacerdotisa (Lucía Sommer), la mensajera de Corinto (Claudia Rossi) y el pastor de Layo (Daniel Espino Lara), los demás mantienen la indiferenciación personal del origen ditirámbico de la tragedia.
No podemos dejar de remarcar la soberbia presencia escénica de Vannet, un actor dúctil, capaz de imprimir a su personaje un amplio rango de emociones, desde la furia a la vulnerabilidad extrema, y que logra lo que un personaje como este necesita: aspecto majestuoso. El Edipo que compone es una fuerza salvaje que tanto puede arremeter contra sus enemigos como contra sí mismo, cuando queda claro que suya es la culpa de todo lo que ocurre en Tebas.
El manejo de la luz por parte de Martín Blanchet y de lo audiovisual por parte de Miguel Grompone impone una dimensión extra, ya que el uso de la luz y la oscuridad, o de los colores, se convierte en un lenguaje por sí mismo: lo que Mariana Percovich llama “dramaturgia visual”. Las cámaras presentan primeros planos, mayormente de Edipo, y ese acercamiento superpuesto a los cuerpos presentes parece dar cuenta de la propia angustia y pensamientos del rey, preocupado por el destino de su amada Tebas, acosada por la peste enviada por los dioses.
El vestuario en negro tiene varias texturas, de piel, con brillo y se multiplica en mangas, petos y faldas que se duplican pero sin repetirse, dando unidad al pueblo pero manteniendo rasgos individuales. La indumentaria de Edipo es sobria, con rasgos modernos, al igual que la de Creonte, que en esta tragedia es su antagonista. Como única ruptura de este código de vestimenta se cuenta el vestido de Yocasta al suicidarse, algo que es resuelto (violando otro código de la tragedia griega, pero no romana) en escena, con un dispositivo que se despliega con gran belleza y plasticidad visual.
Por último, un trabajo no menos espectacular de Silvia Uthurbey dirigiendo lo vocal de los corifeos, con un momento de belleza fáustica en el que el pueblo tebano reza por piedad a los dioses, y puede distinguirse que cada actor recita una plegaria diferente. Pudimos distinguir el ‘Padre Nuestro’, la ‘Oración del Ángel de la Guarda’, el ‘Credo’ y la ‘Plegaria de la serenidad’, pero seguramente hubiera más en la colectividad del ruego.
Lo anecdótico
Esta tragedia comienza con la historia avanzada. Ya rey de Tebas, Edipo está angustiado por la peste que asola su ciudad, señal inconfundible del enojo de los dioses. La cámara nos devuelve un acercamiento del gesto torturado del protagonista.
Lejos han quedado su infancia en Corinto, el Oráculo, el encuentro fugaz en un camino cualquiera que terminara con la muerte de su padre, la esfinge y las nupcias con la reina, Yocasta. Hoy la realidad es la plaga, y Edipo ha enviado a su cuñado, Creonte, al oráculo de Delfos a pedir consejo a Apolo. Al volver este con la noticia de que el culpable se hallaba en Tebas, Edipo, sin saber conscientemente (de otra manera es posible que sí lo supiera) que se trataba de él mismo, jura que los peores castigos caerán sobre el infame.
Al no poder encontrarlo, y pese a lo que sus súbditos le aconsejan, Edipo pierde la calma, la razón y la paciencia. En este momento queda patente que la actuación de Vannet adquiere una forma taurina, arremete y embiste, y todo desata su furia, Creonte especialmente, que sería el primer beneficiario de su desgracia.
Como Creonte hace un buen caso de su defensa, deciden invocar al adivino Tiresias, que no tiene ganas de ir a acusar a un rey de ser la causa de las calamidades que afligen a sus súbditos. Es magistral la actuación de Gabriel Hermano, que compone un Tiresias reluctante, pero firme, que avanza también con paso taurino, pero en la actitud sólida de advertencia, de que no desea ser atacado, y no en la arrebatada con la que se mueve Edipo. En un contexto de cultura griega, esto es el enfrentamiento entre la mayor virtud, frónesis, la moderación, y el peor pecado, hybris, la desmesura.
El resto es historia conocida, al quedar clara su culpa, Edipo se ciega con un broche de la recientemente muerta Yocasta, y se autodestierra para lograr la paz para su pueblo.
Contra lo que la gente piensa, el incesto no es el verdadero pecado de Edipo, sino su consecuencia. El incesto lo paga con la ceguera, pero por el parricidio, el más imperdonable de todos, las erinias, divinidades ctónicas de la venganza, lo perseguirán hasta su muerte en Colona.
Lo simbólico
No es posible agotar este rubro en una crítica, pero el aspecto simbólico del toro, animal sagrado en todo el mediterráneo –la propia constelación de Tauro es Zeus, que sedujo a Europa bajo esa forma, o el toro de Creta, que Poseidón envió primero como regalo y después como castigo al rey Minos– es utilizado por los arúspices (esto es Séneca) para poder ver cuál es el verdadero causante de las desgracias. La escena del sacrificio del animal aruspicial es la otra irrupción del rojo en escena (sin contar luces, obviamente).
Otro aspecto es el del significado del destino en los héroes trágicos, ¿hasta dónde somos responsables de crímenes que no sabemos si cometimos? (antes prometimos rever este punto). En un contexto griego, ni siquiera Zeus es capaz de torcer los designios, solamente de preverlos, y al no haber libre albedrío, y aunque el destino de Edipo lo sellara la infamia de Layo, el parricidio lo perseguiría hasta su destino final, que es el de todos, reyes y plebeyos.
Lo final
Edipo es un gran rey, se preocupa del bienestar de sus súbditos, ellos lo aman, y al final hace el último sacrificio por ellos.
Ésa es una gran enseñanza política para los gobernantes de este siglo, la que hace no necesaria, sino imprescindible esta puesta y es que, por miedo de enfrentar las responsabilidades de sus acciones, no pueden sacarse el lazo con la pezuña.
Un rey es primera y última causa, si en vez de gobernar, busca culpables a los costados, bien merece que las erinias lo persigan.
FICHA TÉCNICA
Dramaturgia: Sófocles.
Versión: Alfredo Sanzol.
Dirección: Andrés Lima.
Elenco: Fernando Vannet, Lucía Sommer, Roxana Blanco, Mario Ferreira, Gabriel Hermano, Jimena Pérez, Diego Arbelo, Mané Pérez, Claudia Rossi, Daniel Espino Lara, Natalia Chiarelli, Dulce Elina Marighetti, Joel Fazzi, Andrés Marsicano, Diego Lois. Trabajo de iluminación: Martín Blanchet.
Audiovisual: Miguel Grompone.
Escenografía: Gustavo Petkoff.
Vestuario: Johanna Bresque.