Por Gabriela Gómez.
Radio Carve publicó, en 1948, un aviso en el diario El Día, en el que solicitaba una locutora con “buena presencia, buena voz y simpatía”. “Esa soy yo”, se dijo Cristina Morán (en ese tiempo Iris), quien con sólo diecisiete años ya había decidido cuál sería su futuro laboral. En entrevista con Dossier, hace un recorrido por su vida profesional: sus comienzos en Carve, recuerdos de las fonoplateas, su presencia pionera en la televisión y sus veinte años en Domingos continuados, hasta llegar al presente, dedicada por completo al teatro. Precisamente con una obra recorre el país –como lo ha hecho con buena parte de sus obras–; se trata del espectáculo de stand up ¡Octogenaria, tu abuela!
Foto por Daniel Ayala.
¿Cuál es su verdadero nombre?
Iris Fariña Romano. En 1948 gané un concurso para entrar a Radio Carve y me dijeron que Iris no era microfónico, entonces me pusieron Cristina, y durante dos años fui sólo Cristina. A los dos años me dijeron: “Tenés que buscarte un apellido”; por entonces se jugaba el campeonato del mundo de 1950, un jugador uruguayo se llamaba Héctor Morán y este apellido, al lado de Cristina, sonaba, tenía música, así que lo tomé. Por eso soy Cristina Morán.
¿Eso le afectó en algo, por ejemplo, sentir que representa un personaje?
No, para nada. Yo soy yo con el nombre que sea. Para mí es todo completamente natural, no puede existir otra cosa.
¿A qué edad comenzó a trabajar en la radio?
A los diecisiete años. Antes trabajé en la tienda La Ópera, entré con catorce años. Porque no quise estudiar, hice sexto año de escuela pública, de aquella escuela pública… Por cierto, con los conocimientos adquiridos, cuando fui a Europa por primera vez, sabía todo como si hubiese ido a la universidad. Porque la escuela pública era eso: te daba todo el conocimiento. Soy producto de la escuela pública uruguaya y lo digo con todo amor. Fueron los seis años más hermosos de mi vida.
¿Qué trabajo hacía en La Ópera?
Empecé como ascensorista, en 1948. Era una tienda maravillosa y mientras llevaba a las clientas de un piso al otro conversaba, porque siempre fui muy conversadora, y la gente conmigo era estupenda. Un día en el que había una liquidación, me dijeron: “Usted va a pasar a la venta”. Y yo decía: “No, no quiero. A mí me gusta el ascensor”. Me mandaron a la venta de corsetería y resulté muy buena vendedora, y cuando quise volver al ascensor, ¡no me dejaban! Querían ponerme en la venta para siempre. Yo luchaba, ¡quería estar en la jaula!, porque me sentía más libre ahí adentro. Habré estado un año y poco en la tienda, porque después comenzaron a formarse los consejos de salarios y en la tienda se corrió la voz de que nos iban a echar a todos –esas cosas que siempre ocurren, que ahora pasan también en las redes sociales–, y yo –ante todo, mi dignidad en alto– me fui. A los dos días me mandaron buscar y me preguntaron por qué me había ido. Resulta que no me iban a echar: yo me había hecho toda la película. No acepté porque en esos pocos días ya había encontrado un trabajo en la oficina de una empresa que estaba en la otra cuadra de casa, una fábrica de productos alimenticios: Nutrex. A través de una ventana tomaba el pedido de los productos.
Siempre fui muy decidida y segura para todo, con gran confianza en mí misma; si no tenés confianza en vos, si no creés en vos, la quedás. Así como me ves, soy siempre. La gente que me ve por la calle me dice que soy igual a como me ven en el teatro, por ejemplo, y yo les digo: “¿Y por qué tengo que ser otra? Yo soy yo”. Es muy gracioso, la historia de mis comienzos es muy graciosa.
¿Cuánto influye el humor en su vida?
Mucho. Y en el teatro es lo que más me gusta. Porque para hacer humor, primero tenés que saber reírte de ti misma y, una vez que agarraste la confianza contigo misma, podés hacer humor. Que es muy difícil, no es fácil. Tenés que tener cierto contacto con el público y cierta rapidez para saber que esa parte que estás haciendo la tenés que cortar; hay que tener la impronta para captar al público y saber que si por ese camino no funciona, hay que cambiar. Porque ya se sabe que el público no es siempre el mismo: algunos son maravillosos y se ríen desde que empezás hasta que terminás, pero hay otro público que se sienta en la butaca como diciendo “haceme reír”. Es bravo. Lo que pasa es que este humor que se llama stand up o monólogo permite el ida y vuelta con el público; yo los provoco, les largo temas, pero siempre trato de darles para adelante, porque hay mucha gente que está sola, decaída. A esa gente mayor la veo mal, no la veo como tiene que estar, porque nuestra sociedad, que está envejecida, está descuidada, y eso se refleja en todo en la persona. Trato de infundirle ganas, amor; lo veo ahí, y ya capté todo. Había una temporada que en el stand up regalaba un duendecito. Primero empecé con un puñadito de tierra de Jerusalén y después pasé a los duendecitos; nunca me equivoqué, se lo daba a la persona indicaba, no me equivocaba.
¿Cómo empezó a trabajar en radio Carve?
El aviso de El Día decía: “Se necesita señorita, de buena presencia, buena voz y simpatía. Enviar carta a Mercedes 973”. Le dije a mi mamá: “Esa soy yo, voy a mandar una carta”; mi madre me decía: “¿Qué va a decir tu papá?”. Le dije que yo me presentaba y que ella se arreglara con papá. Mandé una carta interesándome y demoraron en darme una respuesta. Me había hecho cómplice del cartero y un día me dijo: “Llegó, llegó”. Me citaban para hacer una prueba. No tenía experiencia, lo único que hacía era escuchar radio. Me presenté, me hicieron leer un texto y la consigna era no haber trabajado en radio como profesional. Éramos ciento y pico de chicas. Después que quedé, al tiempo pregunté y me dijeron que tenía varias características a mi favor: buena dicción, una voz espléndida y facilidad de interpretación. Pienso que las cosas hay que quererlas con ganas para que sucedan. Cuando me enfrenté a ese micrófono, que era enorme, dije: “Esto es lo mío”. Ahí decidí mi vida y no me aparté para nada.
Eso es maravilloso. La fonoplatea era un lugar, una platea, donde el público iba a retirar las invitaciones para ver a los artistas, pagados por la radio; para el público era gratis. Radio Carve tuvo una fonoplatea pequeña en el palacio Díaz, en el primer piso, y después estuvo en el Centro Gallego durante muchos años. Después se mudó a donde está la sala Lorenzo Carnelli de Cinemateca.
Eso le permitió conocer a muchos actores.
A todos. Yo era presentadora del programa Senda de estrellas, donde conocí a artistas argentinos e internacionales. Ahí nació una amistad hermosa con Tita Merello. Tita era una mujer muy inteligente; esta mujer, y todas las de la época, tuvieron que luchar contra el machismo –estoy hablando de 1955–. Era una mujer muy frontal, demasiado, pero muy solidaria. Con todos sus pro y sus contras. Ganó una lotería y compró un apartamento en Pocitos. Después vendió el apartamento en la década de 1970. Nos escribíamos; era muy cariñosa, aunque nos prepoteábamos. En esa época conocí y fuimos muy amigos con Mariano Mores y su mujer, Mirna. Teníamos un grupo de amigos muy lindo. Hubo una cantante, Elder Barber, que murió muy joven. En la televisión conocí a Ella Fitzgerald (que estuvo en Montevideo en 1960), también a Louis Armstrong, que actuó en el cine Plaza. Ella Fitzgerald era muy sencilla, muy amorosa; actuó en los galpones del canal, con una luz que parecía a vela, y le armaron una escenografía con el piano; una mujer encantadora, realmente.
¿Quedaron registros de esas actuaciones?
No, es que no había nada. El videotape vino a comienzos de los años setenta. Sólo queda lo que cada uno cuenta, y algunas fotos. Tampoco hay nada de las épocas más actuales; el único canal que realmente guardó, porque la persona que estaba en eso era muy capaz, muy inteligente, fue el 4. Y el canal 12 también guardó muy poco. Porque además, los casetes de video eran muy caros y se les grababa encima. Me pasó alguna vez que quise ver alguna cosa y me respondieron: “Le caminé”; esa era la expresión que se utilizaba.
Contame alguna anécdota de esos tiempos.
Cuando estábamos con la fonoplatea en el Centro Gallego, en San José y Andes, llegó Miguel Aceves Mejía vestido de charro, el más famoso cantante mexicano de los años sesenta y setenta, que estaba muy de moda. Había ido en la mañana a depositar una ofrenda floral al monumento a José Artigas y las mujeres lo esperaron, le cortaron la corbata, le hicieron de todo. Después de actuar en la fonoplatea, le dijeron: “Las mujeres están todas en la calle, no se movieron de allí y lo están esperando”. Entonces tuvimos que salir por la calle Andes. Pero para esto teníamos que subir a la azotea, bajar a otro edificio y salir a la calle Andes, con la figura, el cantor mexicano del momento, por los tejados. Eso fue brutal. Nos estaban esperando abajo con un auto, y nos borramos, desaparecimos y no nos vieron. Eso es inolvidable y pasa sólo acá.
¿Cómo fueron sus inicios en el trabajo periodístico, en el pasaje de la radio a la televisión?
Mi trabajo periodístico empezó en canal 10 con el programa Domingos continuados, en el año 1968. Pasé de la radio a la televisión, porque don Raúl Fontaina dijo que tenía que ir. Me dijo: “Tienes que estar en televisión, te está esperando”, y me convenció. Él era un hombre muy visionario. Yo era muy rellenita y él me decía “gordi”. No quería ir a la televisión, pero finalmente acepté y le dije: “Bueno, ¿y qué tengo que hacer?”. Me respondió: “Sé tú”. Esas palabras no las olvidé nunca: “Sé tú, sé la gordi Cristina, si tienes ganas de llorar, lloras; si tienes ganas de reír, te ríes; no te almidones porque los almidonados quedarán en el camino”. Soy pionera en la comunicación televisiva.
¿Cómo fue ese cambio?
Había muy pocos televisores en Montevideo. El que tenía televisor –había uno en el barrio– podía ver canales de Argentina, pero la poca gente que tenía televisores empezó a vernos y a reconocernos, a saber de quién era la voz. Íbamos a algún lado y siempre nos decían: “Pero usted es Fulana”. Pero para mí, en la vida, es todo tan normal, es todo tan lo que tiene que ser, es natural… Entonces el paso de la radio a la televisión fue otro paso más y había que darlo. No hubo nada que me causara nada, porque lo que tiene que ser, es. Pienso que Dios mueve los hilos y que nada es porque sí, no creo en las casualidades ni en el “porque sí”. Las cosas que se tienen que dar se van a dar, para atrás o para adelante, para bien o para mal. Por eso no me apuro y espero. Soy de decir: no pongas la carreta delante de los bueyes, y para mí es muy simple. También tengo mis años: la vida y la gente me han enseñado mucho.
¿Cómo era el programa Domingos continuados?
Era un programa de larga duración, un “programa ómnibus” como se le llamaba, que había comenzado con Pipo Mancera en Argentina y luego empezó acá. Duraba tres, cuatro horas, llegó a durar siete horas, previo a las elecciones de 1971, cuando pasaron por ahí todos los políticos, los que eran y los que no eran candidatos. Empezamos con ese programa en 1968 y terminamos en 1988. Fueron veinte años, todos los domingos. En el último tiempo lo habíamos llevado a una hora y media. Era un programa de información, de música, de difusión de cultura, de conocimientos, de gente que podía expresarse para dar a conocer su proyecto; era un programa familiar. Hoy me encuentro con gente que me dice: “Yo te veía con mi madre y mi abuela”; claro, se criaron conmigo. Lamentablemente, no hubo nunca más un programa de esa naturaleza, y se necesita. Ahora no hay nada parecido, porque ese programa permitía que la gente se expresara; fue una linda época. Se terminó porque no quise hacerlo más. Tomé esa decisión porque estaba en ebullición eso de que necesitaban gente joven y linda, y ya habían sacado a algunas personas, y yo con aquel orgullo y aquella dignidad siempre en alto, vi cómo venía la cosa y dije que terminaba el programa. Entonces Jorge de Feo, que era el dueño, del programa me dijo: “Está bien”. Fue muy oportuna mi ida.
¿Después de eso qué hizo?
Hice un duelo de un año –no miraba televisión ni nada– y al año me llamó Óscar Lagarmilla, me dijo que tenía un espacio en canal 5, de tres a cinco de la tarde, y quería saber si le podía armar un programa para ese horario. “Sí, cómo no, con mucho gusto”, le dije. “Pero lo hago yo”. Y así fue. Llamé a Mirta Acevedo, una amiga de toda la vida, mujer de radio y de empresa, y armamos un programa que se llamó En compañía y que estuvo cinco años en canal 5; fue cuando realmente me empezó a conocer la gente del interior del país. Lo hice a mi gusto y ganas; además, no existía el rubro “productor” y todo lo hacía yo. Es decir, no se hacía nada sin mi visto bueno. Era un muy buen programa. Después, en 1995, no dije nada, pero empecé a retirarme de la televisión, a irme. Creí que ya estaba: tarea cumplida. Tenía 65 años cuando empecé con la retirada. Me encanta la televisión, pero ya habían empezado programas con los que yo no tenía nada que ver, entonces consideré que era mejor quedarme en mi casa.
¿Fue entonces que le dedicó más tiempo al teatro?
Sí, como siempre digo: el teatro, mi amante postergado y fiel. Ya hacía teatro, pero esporádicamente. Me empecé a dedicar por entero al teatro, algo que nunca había podido hacer bien.
¿Qué lugar le da al teatro en su vida?
Un lugar muy importante. Es muy importante el contacto con el público. Es maravilloso. Fue el resultado final de todos los otros trabajos, porque ahora no voy a hacer otra cosa, tengo 87 años. Puedo escribir y lo hago, pero el teatro es la culminación y lo que redondea tu vida entera. En este país chiquito, dicen que a los artistas no los quieren, y no es así, de pronto los que no nos quieren son los patrones, los dueños de los medios, pero el público te quiere y te lo demuestra permanentemente. Y eso es divino: estás recibiendo amor, me están dando vida, cómo no los voy a querer, si me aman, me dan amor. Y yo también se los doy, es un intercambio muy hermoso.