Por Carlos Diviesti.
Uno de nosotros.
Daniel Hendler es un actor muy conocido. Tiene una cara muy conocida, una forma de actuar muy conocida, ciertas peculiaridades que lo vuelven familiar, muy conocidas también –esas en las que seguramente estarán pensando ahora cuando lo recuerdan actuar en el cine, en la tele o sobre el escenario‒. En Argentina, el país donde se afincó, donde viven sus hijos y donde lleva adelante muchos de sus proyectos, ha desarrollado la mayor parte de su carrera. Norberto apenas tarde (2010), su ópera prima, es una gran película pequeña que tiene una historia para contar, la de Norberto, un hombre poco importante, que nunca acierta a desactivar correctamente la alarma del auto, que pendula entre la conmiseración y la rabia aunque nunca se vaya a los extremos. Es una película filmada sin alardes ni virtuosismos, que tiene el ojo muy atento a los detalles en cada rincón del cuadro y el oído presto a ciertos volúmenes del audio, que utiliza algo que aunque no cayó en desuso cada vez se le presta menos atención: un gran guion, cuya estructura redimensiona las situaciones y profundiza en los personajes hasta que les conocemos cada una de sus mañas. Es una película que hace de la contradicción su mayor virtuosismo ‒se permite ser graciosa en sus momentos dramáticos y ser dramática en sus momentos graciosos‒ y que, además, nos muestra una Montevideo en todo su dulce, melancólico y, por qué no, neurótico esplendor. Lo más importante es que Norberto apenas tarde demuestra que Daniel Hendler tiene la mirada filosa de los buenos directores y esto hace que su carrera, desde hace tantos años y aún en plena juventud, sea de las más trascendentes en ambas orillas del Plata. Charlamos con él, una tarde helada sobre la porteña avenida Corrientes, antes de que entrara a uno de los últimos ensayos de la pieza Las manos sucias, de Jean-Paul Sartre, y que al cierre de esta edición recién se estrenaba en la sala Casacuberta del Teatro San Martín. Se lo veía cansado porque venía de filmar una serie, pero la sonrisa constante de laburante satisfecho le da al encuentro el mejor marco posible. Daniel Hendler es uno de nosotros.
Entre Walter (de la publicidad para Telefónica de Argentina), los tres premios Ariel (los de Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia, las tres de Daniel Burman), Cetarti (de El otro hermano, de Adrián Caetano), Luis (de Virus:32, de Gustavo Hernández) y Fernando (de El sistema K.E.OP/S, de Nicolás Goldbart) hay un arco que con los años se va tensando, aunque no pierde su estilo. ¿Es una elección consciente conservar ciertos rasgos que te identifican como actor, elecciones similares a las de James Stewart o Jean Gabin, por citar solo dos grandes actores?
Creo que los rasgos que se comparten son propios a mi naturaleza, a mi sistema nervioso autónomo, a esa parte que uno no controla de uno y que resulta interesante cuando los actores se la prestamos a los personajes, porque cuando ponemos el eje o priorizamos la composición, en realidad le estamos impidiendo al personaje que se ría de verdad, que mire de verdad, que llore de verdad. A mí me gustan los actores en los que la actuación no se luce en su efecto sobre la escena, sino en la química con todo lo que está ocurriendo con los compañeros, con lo que pasa alrededor. Hay personajes que te obligan a una composición; pero cuando el personaje no te obliga, siempre es mejor menos composición que más. Me parece que la gracia es que esté lo más vivo posible. Los actores cuyas exploraciones son más sutiles son mis actores. No voy a contar lo que intenté explorar en cada caso, porque la idea es que no se vea. Si se ve, es un problema. Si alguien ve la película y dice: “Ah, mirá cómo acá está haciendo tal cosa” es porque algo no funciona. Eso no quiere decir que mi ego esté tan equilibrado y que no me interese para nada el reconocimiento… ¡Me re interesa! Pero trato de forzar ese reconocimiento haciendo cosas que estén buenas.
¿En qué modificó tu carrera haber ganado el Oso de Oro como mejor actor en el Festival de Berlín por El abrazo partido, a los veintiocho años?
No me doy cuenta, porque en ese momento yo me ilusionaba mucho con ganar un premio así. Y me recontra emocionó. Pero también en esa época estaba más alterado con algunas fobias, y todas las puertas que se abrían producto de ese premio me resultaban sospechosas. Rápidamente aparecían propuestas a las que dije que no, a todas, porque me parecían oportunistas o no tenían que ver con el caminito que yo seguía. Pero me dio visibilidad y algunas oportunidades de trabajo afuera. La autoestima es importante para el actor. Uno sabe que los premios son siempre una cosa un poco caprichosa y relativa, y que tienen que ver con tener un poco de suerte, sobre todo cuando no te los dan a vos. Cuando te los dan, te hacen bien a la autoestima y creés que están bien dados [risas]. Pero esa parte para el actor es importante, me parece. En ese sentido, hizo bien el premio.
Luego vino el Research Award en Clermont-Ferrand por Perro perdido, tu segundo cortometraje como director.
Es un corto que dirigí junto con Arauco Hernández, pero más bien era un corto suyo. Él era el autor, yo me dediqué más a la dirección de actores. Y no fui al festival, entonces lo viví de lejos. No tuvo un efecto demasiado directo, porque cuando me propuse hacer un largo, las dificultades para financiarlo fueron iguales a que si no hubiera ganado ningún premio. Creo que ahí ya había empezado a escribir Norberto apenas tarde… Me parece que el valor fue la experiencia porque era un corto grande si se quiere, en cuanto a sus ambiciones. Arauco estudiaba cine en la Universidad Católica y creo que se estaba yendo a Columbia a estudiar, y traía un montón de información más académica, y yo por el lado de los estudios míos de teatro. En esa época, con él, con Pablo Stoll, con Juan Pablo Rebella y Federico Veiroj, tuve muchos cruces de experiencias, y yo era siempre el que traía la información actoral. Pero aprendía mucho de ellos y con ellos experimentando y haciendo cosas. Te diría que eso tuvo que ver con mi formación para dirigir. Yo dirigía un grupo de teatro en ese entonces, Acaparael522, pero con ellos experimentaba en lo audiovisual. Te diría que sí tuvo mucha importancia en mi formación esa clase de experiencia, como este corto, mucha más que el premio que, de hecho, nunca vi.
Y ahora filmaste Norberto apenas tarde, una de las películas que mejor refleja la transición entre el siglo XX y el XXI en los montevideanos.
A mí me parece que es una película muy montevideana, pero no sabría decir bien por qué. Lo que hoy se resignifica es que es una de las últimas películas hechas en proceso óptico puro. No pasó por ningún proceso digital, salvo en algunos planos que tuvimos que corregir errores porque entraba un boom y había que borrarlo, pero todo el proceso es óptico, desde el soporte en que fue filmado y cómo fue transferido.
¿Filmaron en 35 o en 16 milímetros?
En súper 16 y después transferido a 35 mm, con aparatos analógicos, y eso le da… No quiero ponerme romántico con la luz que atraviesa el celuloide, pero le da a la película algo fuera de tiempo, que tiene que ver con Norberto y su impuntualidad. Nos fuimos acostumbrando a dejar de percibir la imagen fotográfica ampliada en una pantalla. Aquello que se llamaba “la magia del cine” me parece que tenía que ver con el soporte, que capturaba físicamente algo de la realidad y te lo devolvía físicamente. Con los códigos ceros y unos la magia quedó perdida, la verdad está totalmente codificada.
¿Se te hubiera ocurrido filmar Norberto… en Buenos Aires?
No, no, no. Primero, porque está llena de partecitas de historias mías vividas en Montevideo, incluso personajes que fueron mis maestros de teatro, o la primera sala donde yo actué. Yo estudié a los catorce años en el teatro La Gaviota (Stella d’Italia), que es donde hacen la muestra final los alumnos. La obra que va a ver Norberto y que le vuela la cabeza, y que lo lleva a indagar en el teatro, está montada en el teatro Circular, donde yo trabajé mucho en mis primeros años de actor. Esa escena cuenta con Berto Fontana, que fue uno de mis grandes maestros. También en esa escena del Circular, Roberto Jones les da la devolución a los alumnos después de la muestra, otro de mis grandes maestros, con quien debuté en teatro. Y más allá de esas pequeñas partes de mi historia, el clima de la película, la desorientación de Norberto, es una parte de mí y de mis vivencias en Montevideo. Y los espacios y los colores.
¿Cómo es el rol de narrador que también has llevado a cabo? Tus narraciones en el cine (desde Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, a El filmador, de Aldo Garay) dan a las películas un sentido tal que, más allá de que esté escrito en el guion, las transforma en un personaje concreto.
Eso que te decía del rol del actor se puede trasladar a esto del narrador. Uno es un médium, no podemos ser el objeto de atracción. Somos un medio para que se conforme la narración. Cuando toca narrar también puede aparecer nuestro vicio de estar presentes en la narración, de aportar, de ponernos por delante. Al mismo tiempo, si nos ponemos muy por detrás, también podemos quedar en evidencia. Me parece que es ese equilibrio donde permitimos que el espectador desarrolle sus propias imágenes entre lo que uno cuenta y lo que él ve. Entonces, tenemos que ponernos un poco al costado y prestar la voz; y lo que comprendemos, no explicarlo ni proyectarlo sino vivenciarlo en la medida justa para que lo tome el espectador. Porque otro vicio que tenemos los actores es que aprendemos a proyectar la voz, e incluso las ideas, y en cine lo que proyecta es el proyector… [baja la voz porque baja la música en el Havanna; risas] ¡Ahí te hice el fade…! [Sigue] Hay que deconstruir algo de lo que aprendimos, que es a proyectar, a mostrar, a explicar. Tenemos que permitir que la información llegue lo más limpia posible a la imaginación del espectador, no vestirla demasiado porque se le hace un engrudo entre la imagen y nuestra propia interpretación. Algo así.
En Cordón Films hay tres documentales muy importantes (El hombre nuevo, El gran viaje al país pequeño y El filmador) porque investigan cuestiones sociales y culturales del Uruguay actual, sin resignar valores artísticos. ¿Cuál es el criterio que comparten con Micaela Solé para la selección de proyectos de la productora?
El criterio que tenemos en Cordón Films es realzar la honestidad de los autores o las autoras, que en general es lo que deviene interesante en un documental. Se mezclan también gustos estéticos, pero nunca dejamos de coincidir cuando hay un proyecto interesante u honesto donde valga la pena meternos. La de los documentales es una veta que Mica ha desarrollado y en la que ha trabajado mucho más activamente que yo. También a Mica le gusta la parte artesanal de la producción, esa que no te hace crecer pero que te fortalece, y para mí es un lujo tener una pequeña empresa que va a contrapelo de lo que es el mundo de hoy, y que prefiere la cercanía con los autores. Yo me asocié con Mica en la etapa de presentación a fondos de Norberto apenas tarde. Empezamos a charlar a distancia, yo ya estaba viviendo en Buenos Aires, y por las charlas que mantuvimos no tuve dudas. Le dije: “¿Querés asociarnos, armar una empresa?”, sin siquiera habernos visto las caras. Y después fui a Montevideo a vernos las caras y a firmar para armar la empresa. Es la relación más larga que tuve, a excepción de las amistades y la familia. Llevamos casi dieciocho años asociados. Creo que la distancia colabora con esa solidez.
Trabajás en una pieza de Jean-Paul Sartre para el Complejo Teatral de Buenos Aires (Las manos sucias) y además tenés en cartel una pieza como director (Adelfa) y otra con la que salís de gira (Influencers, con Leo Maslíah). ¿Qué tipo de teatro te interesaría hacer en Uruguay, cuando vuelvas a hacer teatro en tu país?
El tipo de teatro que me interesaría hacer en Uruguay es el que me interesa hacer en Argentina. Cuando empecé a estudiar teatro armamos el grupo Acaparel522; en general yo escribía y dirigía las obras, y teníamos la sensación de que estábamos haciendo algo que no sé si hacía falta en la escena montevideana, pero sentíamos que era lo que nosotros podíamos hacer y era único en ese sentido. Esa sensación de que vos aportás una voz a una discusión estética, ideológica, o como quiera que sea la discusión teatral, nos otorgaba mucha convicción. Acá en Argentina siempre tuve la sensación de que había muchísimo teatro para ver, que la oferta era inagotable, y que mientras no pudiera cubrirla toda no tenía sentido ponerme a proponer algo porque para eso uno tiene que saber qué hay y después pensar qué suma o con qué sale a discutir o a plantear ideas. Esta de Adelfa resulta mi primera vez en la dirección, más allá de las experiencias en microteatro. Verónica Piaggio, Virginia Lombardo y José Luis Arias me invitaron a dirigirla, en plena pandemia… ¡Qué cosa más linda que dirigir por Zoom y después vemos qué pasa! Pero, bueno, pasa eso. Mi familia teatral la tengo en Montevideo. Acá me costó armarme mi familia. Ahora es tiempo de que empiecen a surgir familiaridades, y por suerte estoy haciendo más teatro que el que hice durante un tiempo acá, que me pasaba eso, me sentía un poco huérfano, o se me veía como un “bicho de cine” y no me convocaban tanto.
Por suerte te convocaron para participar de Pájaro de barro, la obra de Samuel Eichelbaum que se vio en el Teatro Regio del Complejo Teatral de Buenos Aires, uno de los mejores trabajos que te vi hacer. Tu personaje se cuestiona cómo ejercer el libre albedrío. Parecido a los personajes del principio de tu carrera, aunque ellos se cuestionaban cómo conseguir una cierta libertad. Volviendo al cine, ¿cuánto le debe, hoy, el cine latinoamericano a 25 watts?
Bueno… Habría que ver también a quién le debe 25 watts. A un tipo de cine independiente yanqui, a los Kaurismäki… Me parece que las deudas con el tiempo quedan… ¿proscriptas, prescriptas…? Todos nos prestamos o nos robamos, sin saberlo, y cuando es sin conciencia es cuando se produce el acto creativo. Cuando es con conciencia ahí tenemos un robo [risas]. Pero me parece que 25 watts es una articulación con un cine que acá no tenía su traducción, y que encontró entre las ideas de Juan y Pablo, bien montevideanas y bien autobiográficas, y a través de cierto cine que les llamaba la atención y los atraía, como una propia traducción de sus historias y del clima de la época. En todo caso es un enclave… no, un cónclave, que después animó a que se hicieran películas con historias pequeñas o sencillas, y con los recursos que hubiera. Porque ellos empezaron a hacer esta experiencia con la claridad de que querían hacer algo con tiempo y con amor, aun si la terminábamos viendo en el living de alguna casa en VHS. Así la hicimos. Pero ahora, hoy en día, es muy difícil emprender un desafío así porque, por suerte, se ha creado una industria y conlleva que haya que organizarse, hay más sindicatos y, al mismo tiempo, para financiar una película, las vías están más bifurcadas entre lo que es entrar en el sistema o hacerlo por tus medios. Hoy hacerlo por tus medios es posible, pero el mercado está muy cerrado. En la época en la que hicimos 25 watts, una obra cinematográfica uruguaya generaba curiosidad. Pero hoy es más difícil ese camino. En aquel momento muchas personas se animaron también a hacer experiencias en ese sentido, y en eso sí me parece que fue disparadora.