Del amor (casi) más poderoso que la muerte
Recuerde el alma dormida,
Jorge Manrique
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer;
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor…
El teatro de Roberto Suárez y su grupo, el Pequeño Teatro de Morondanga, es difícil de describir porque tiene rasgos demasiado sui generis para clasificarlo y, como tiene el mismo proceso de añejamiento que un buen whisky, su sutileza y complejidad sensorial desafían la capacidad del lenguaje. La primera palabra que viene a la mente es esa: complejidad.
La complejidad es una propiedad de ciertos sistemas; consiste en que estos no pueden ser reducidos, sin pérdida, a la suma de sus partes: el Quijote puede ser descrito como medio kilo de papel y tinta, sin que esa forma de caracterizarlo pueda aportar nada que valga la pena.
Por lo anterior, vamos a dar cuenta de algunos aspectos que permitan apreciar mejor Chacabuco, pero sabiendo de antemano que la tarea estará incompleta y, por razones de extensión, resultará insatisfactoria.
Esta obra guarda una relación de palimpsesto con su antecedente, Bienvenido a casa, con la que comparte personajes (Luisa, por ejemplo), nombres (Ángel es un mentor en la primera y un personaje articulador de la familia en esta, y –de una manera u otra– en ambas es un referente de los otros) y de alguna manera parecen ser versiones en mundos paralelos de los mismos seres o versiones alternativas en el mismo mundo, pero tanto la atmósfera como las actuaciones generan esa sensación de déjà vu. Otro posible texto que canta por detrás de la voz de Suárez es la obra de Bruno Pereyra (quien la dirigía y actuaba en ella) Silencio (breve historia para voyeurs), de 2017.
No vamos a extendernos sobre Bienvenido a casa, pero es claro que ambas obras forman un díptico en el que Suárez consolida varias características de su micropoética que se venían perfilando.
Una de esas características es lo coral; si bien los personajes giran todos en torno a Ángel (con todo lo que la onomástica implica, el enviado de Dios que anuncia los milagros y las desgracias), no hay mayores protagonismos (salvo, quizás, el personaje de Luisa que es también articuladora y, de alguna manera, la polaridad inversa de Ángel, pues al ser padre/hija su vínculo se presenta especular). En cuanto a lo colectivo, como el propio Suárez destaca en entrevistas, es una obra del grupo y no suya, pero es imposible no pensar en su sello de marca.
También destaca el estilo de actuación, que tiene características expresionistas que impiden la comodidad del espectador. Cada parlamento parece preceder un clímax y eso pone el registro de la obra muy alto, cargado de adrenalina. Esto parece imposible de sostener, salvo para un director que domine el ritmo como lo hace Suárez (o Rafael Spregelburd o Santiago Sanguinetti). Es muy difícil lograrlo sin caer en el griterío o el efectismo.
Suárez genera siempre atmósferas que tienen un parentesco con el realismo mágico, en el que combina con una marca propia los elementos fantásticos, de ciencia ficción, las referencias pop o reflexiones psicológicas y filosóficas prácticamente metateatrales.
En cuanto a las referencias pop, es un punto delicioso el que los peces de acuario de Bienvenido a casa se llamaran Harry y Laura Palmer, en referencia a otra obra de David Lynch, Twin Peaks, en la que los elementos sobrenaturales distorsionaban una investigación policial. En cuanto a los elementos de realismo mágico o de ciencia ficción que en Chacabuco se entrelazan, el planteo es dicho a texto expreso en la obra: cuando se aproxima la muerte de un ser querido, el tiempo se desdibuja y actúa de forma extraña. El tiempo de la historia se divorcia del tiempo del relato, y, como en Fractal, de Rafael Spregelburd, ocurren cosas extrañas, como eventos que se representan adelantados o efectos que anteceden a las causas. Hay elementos de retrocausación, un fenómeno teórico según el cual el futuro podría modificar causalmente el pasado y ser así el tiempo presente (el de la representación) consecuencia de eventos que (en el tiempo de la historia) aún no ocurrieron.
Este nivel (o niveles) de ficción produce un efecto de extrañamiento que se retroalimenta con el expresionismo de las actuaciones y los elementos del dispositivo escénico. En cuanto a la escenografía, el trabajo de Francisco Garay es fabuloso, sin mencionar el tremendo impacto de la escena final que debe ser vista en su propio contexto, por lo cual la dejaremos sin analizar. El efecto de lugar sobrenatural aparece por los espacios obscenos, o sea por detrás o fuera de la escena, con una ventana que da al interior de la casa familiar.
La obra se representa en la casa familiar de dos hermanos, Edgardo (Pablo Tate) y Ángel (Yamandú Cruz), que el primero desea vender, pero como la decisión impacta en el resto de la familia, y la muerte inminente de su hermano se roba la atención y energía libidinal de todos, se instala la tensión, de la que estalla el conflicto o, lo que es lo mismo, ocurre el hecho teatral. O la magia, que no es lo mismo, pero es casi igual. La rivalidad fraternal por la casa es, por cierto, un vaso comunicante con Silencio…
En el dispositivo de Garay, los elementos icónicos como un sillón o sillas más propias de una sala de espera que de una casa ‒Ángel es un prestigioso terapeuta y sus pacientes Carlos (Gustavo Suárez), Jorge (Mariano Prince) y Olga (Inés Cruces) vienen de Argentina a verlo porque es “muy importante para ellos”‒ alternan con otros sobrenaturales, como una ventana desfasada en el tiempo en el que ocurren eventos futuros, o un armario cuyo contenido varía según el personaje que lo abra, coronado todo esto con el sistema de mamparas que separa los elementos en el espacio, pero también en el tiempo, llevando el tiempo escénico del lugar y momento presente a un añorado y lejano Chacabuco, que para los personajes de la obra es la Arcadia, el tiempo y lugar de la felicidad y la inocencia perdida.
Asimismo, los elementos que interactúan con los actores suelen tener múltiples simbolismos, como un pollo muerto que se convierte en marioneta y sujeto de una parábola fabulesca, o una bolsa que pervierte su sentido mercantil de portar mercaderías para pasar a ser la máscara tras la que se oculta Ángel (por una supuesta monstruosidad), pero que contiene su rasgo más distintivo: junto con su cabeza va su prodigiosa inteligencia, capaz de manipular a los demás a su antojo, una vez más, como marionetas.
Por último, una característica de la obra que es probablemente la más disfrutable de su complejidad: el entramado de relaciones de deseo mimético y rivalidad, desde las arquetípicas como la ya mencionada fraternal (Edgardo/Ángel), mediada por Nelson (Óscar Pernas) su amigo/pareja desde que Edgardo recibiera en trasplante el corazón de una mujer y “tomara otro camino”, al decir de Pequeño Robert (Bruno Pereyra), su hijo.
Otra es la romántica entre René (Rosario Martínez) y Alicia (Soledad Pelayo), que rivalizan en tanto que ex parejas de Ángel, por lo cual es más odiada por él. El deseo mimético es evidente, porque, aunque inviertan la polaridad amor/odio, son los sentimientos de Ángel los que las enfrentan.
También tenemos la lucha de Luisa (Chiara Hourcade) por ser vista, tener en la mirada paterna el reconocimiento que todo hijo necesita y ese deseo modula su relación con Alicia y Ángel. Del mismo tenor es la ambivalente relación de Alan (Pablo García), su discípulo, tanto con el Maestro como con su familia.
Vemos que Suárez pone en escena un complejo entramado de deseos miméticos que se entrecruzan y tejen la trama de la obra, mientras el tiempo se encapricha en perder su linealidad y su coherencia; siempre está, fijo en el pasado y la distancia, el lejano momento en que vivían en Chacabuco, en una gran casa con piscina en la que no todo fue color de rosas, pero que todos añoran ahora que la muerte ronda el huerto.
No conviene profundizar mucho sin develar secretos que deben ser vistos en el teatro por primera vez. Si bien mientras escribo la peste ha cerrado los teatros, la vida, como si fuera Chacabuco, vencerá a la muerte y cuando eso pase Chacabuco volverá e ir a verla será una valiosa oportunidad.
Creación colectiva de la compañía Pequeño Teatro de Morondanga.
Dirección: Roberto Suárez.
Producción: Gustavo Suárez.
Elenco: Mariano Prince, Óscar Pernas, María del Rosario Martínez, María Inés Cruces, Pablo Tate, María Soledad Pelayo, Pablo García, Bruno Pereyra, Chiara Hourcade, Gustavo Suárez, Walter Cruz.
Iluminación: Pablo Caballero.
Escenografía: Francisco Garay.
Música: Nicolás Rodríguez.