Tierra adentro.
Por Pablo Trochon.
Desde Parque del Plata, a media tarde de un día que comienza a nublarse, se larga la aventura hacia lo que yo llamo “el Uruguay profundo”, mayormente por mi ignorancia al respecto, cosa de la que no me enorgullezco, está claro.
La ruta 11 desemboca en la 5, en las afueras de Canelones ciudad, y por ella encaro los siguientes poco más que doscientos kilómetros. Gente que hace pícnic a la vera de la represa de Canelón Grande, desperdigados ciclistas en las inmediaciones de Florida, silos bolsa y, por supuesto, los bovinos, ovinos y equinos ojitos que te miran pasar.
Las condiciones de viabilidad son óptimas y el temor a atascamiento en el visiblemente maltrecho puente (que funciona de a una mano por vez), pasada la capital de Durazno, se ve disuelto al sortearlo con cautela, pero sin demora. Cruzo entonces el río Yi, curso de agua con berretines de alambre de púa como divisores departamentales en varios tramos de su cuenca, y que no es aquel que nace en el condado de Luanchuan (China), en el otro margen del mundo.
La anochecida ruta 5, por la que desfilan constantemente las caravanas de camiones forestales y parques eólicos que hoy son insignia de Uruguay, me deja en tierras del Mario poeta. Antes, más bien, le hice un filito al monstruo industrial de la controvertida planta de celulosa UPM2, que brilla en la oscuridad cerrada como la luz mala, minutos antes de Pueblo Centenario.
Paso de los Toros, la segunda ciudad más poblada del departamento de Tacuarembó, apostada sobre la margen del río Negro, me recibe con gran movimiento de jóvenes de gira que deambulan de un lado a otro, entre decenas de carros de chorizos y hamburguesas, inaugurando el fin de semana. Se captan también locuciones de una festividad indescifrable que ocurre, me parece, dentro del estadio.
Revolucionada por el afluente de extranjeros que provocó la reciente inauguración de UPM2, la pequeña y rústica urbe está encopetada, y ofrece alojamientos copados y varios sitios donde disfrutar la nocturnidad. Elijo cenar en La Fábrika (guiño, guiño), un bolichito con una ambientación muy cálida, donde toca una banda de rock que está muy bien.
De ñandúes, chivos, zorzales y tortas fritas
Tras pasar por la antigua casa de Benedetti, que hoy es una farmacia, la avenida en homenaje del insigne habitante, adornada pobremente con fragmentos de sus caballitos de batalla, y la imponente escultura taurina del talentoso sanducero Carlos Sabaño Galán, sigo hacia el norte. Hay pequeños ñandúes en varias partes de los ciento cuarenta kilómetros que, temprano, me conducen a la capital del departamento. También diviso una gran estructura metálica que no queda claro qué es, pero para mí dibuja la silueta del Mago.
A pocos kilómetros de Tacuarembó ya se comienza a avizorar algunas ondulaciones más pronunciadas y rocas dispersas por doquier, que le ponen sazón a una jornada que, a fuerza de lluvias, quiere entorpecer el disfrute.
Un aguacero y un sanguchito después, me acerco raudo a la entrada de Valle Edén y, junto a un guía y otros visitantes, nos metemos campo adentro (yendo por Tambores, para evitar un escarpado y pedregoso repecho) por surcos de tierra rojiza hasta un alambrado. Lo saltamos y una breve caminata nos deposita sobre el fantástico salto de agua de Pozo Hondo, cuyo caudal se encuentra en su estado más fotogénico. La ollita es hermosa, posee una profundidad que parece no tener límite y se encuentra en una llanura en la que uno nunca pensaría toparse con semejante regalo orográfico, en el que la cascada inaugura una pronunciada grieta en la tierra, cuyos rocosos acantilados de quince metros se clavan en el agua. Sus alrededores están decorados por un monte que alberga un sinnúmero de plantas medicinales, entre las que se destaca la quina, de donde se obtiene la salvadora quinina, primigenio antídoto contra la malaria y el paludismo, y quintaesencia alcaloide del agua tónica Paso de los Toros.
Vuelvo al camino, donde también se ven pastando ñandúes, y me dirijo al Mirador del Valle, por el que sobrevuelan carroñeros buitres cabeza roja (acá mal llamados cuervos). La vista, favorecida por una tarde ahora milagrosamente despejada, es alucinante: el intenso verde, el curso bello del ferrocarril y un pintoresco puente invitan a perder los ojos…
Desde allí, desciendo hasta las vías, me asomo a la sobrevalorada Cueva del Chivo, sobre la que cae una cortina de agua, y luego visito la pintoresca antigua estación de tren, donde se conservan un par de vagones para explorar, y el Museo Carlos Gardel, emplazado en los muros de una antigua pulpería que habría visto las primeras plumas del zorzal criollo en sus tímidos comienzos. Acá se exhiben documentos que certifican los disputados orígenes del cantante de tango, en la hoy venida a menos estancia Santa Blanca, del coronel Escayola.
Finaliza la travesía con unas tortas fritas frente al puente colgante que se eleva por sobre el Arroyo Jabonería, en donde varias familias van con la gurisada a pasar una tarde tranquila.
Más tarde un buen chivito al plato con cerveza en balde de champán, como nos han enseñado los brasileños, en el restaurante de la estación, abierto las veinticuatro horas y uno de los imperdibles si queremos conocer la dinámica de una comunidad. Camioneros, montevideanos queriendo camuflarse, prolíficas familias y Vicente, por supuesto, que se escapa sin problemas de la zona de influencia de sus padres, reducida a la pantalla de sus celulares.
De cuchillas, tranqueras, pirinchos y tortugones
Alrededor de las once, y con un día no muy auspicioso, arranco hacia los confines de la orientalidad. En la carretera de Rivera ya se ven elevaciones más significativas y la ruta atraviesa sentidas ondulaciones. A lo lejos varios cerros con forma de estupa y otros de cumbre mocha, como el Miriñaque, el del Medio y el Alpargata, que a la distancia parece cortado con tijera, cerca de la entrada a Minas de Corrales y miembros tuitos de la Cuchilla de Haedo. A los márgenes, además, hay amplias zonas forestadas, mayormente de pinos, y otras cercenadas para alimentar a la planta de más abajo.
Apenas pasado el mediodía llego al pintoresco poblado de Tranqueras, orgullosa capital de la sandía, que con sus escasos siete mil habitantes es el emplazamiento más poblado del bilingüe departamento. Su nombre deriva del alambrado que, en algún momento, traspasó el río para aminorar las reyertas provocadas por el pasaje del ganado de una a otra estancia. Unos muchachones se debaten en el arreglo de una motocicleta.
El aspecto del pueblo es amigable pese a las tormentas que amenazan desde el cielo. Una galería de coloridas fachadas de casas antiguas y carteles de variadas instituciones culturales reciben al visitante en pintoresco bulevar y lo conducen, dos plazas mediante, a la estación de tren. Una parada obligatoria para ver pasar una locomotora tapizada de grafitis y apreciar una plaza con algunos gigantescos móviles impelidos por el viento.
A continuación, meto los poco más de treinta kilómetros que me separan de Masoller, y entro en una dimensión extraña en la que se cruzan Brasil, Rivera, Salto y Artigas. Lo juro. Este encantador caserío en que las emisoras radiales son solamente en portuñol posee una humilde estación de servicios, varias casas y taperas con pircas de piedra, un atractivo pequeño cementerio, el cruce de monolitos que marca la frontera internacional y, hoy, un profuso barrial. Este páramo se originó con un par de reductos de timba, ranchos de barro y paja, campos ovejeros, bailes familiares sabatinos al son de la guitarra, el acordeón y la gaita, y apariciones escalofriantes, cuentan parroquianos inmortalizados en la joya que es el sitio web Mapa Sonoro Uruguay, que recoge sonidos e historias orales del territorio nacional.
Ya bajo intensa lluvia me acerco al monumento alegórico (mal llamado “A Aparicio”) de la Batalla de Masoller, que en realidad se encuentra en el departamento de Artigas, último pálpito revolucionario donde malhirieran al emblemático caudillo blanco, que días después falleció en tierras verdeamarelas.
Emprendiendo la vuelta, y en las sinuosas curvas de la Bajada de Pena, se cruza una extraña y bella ave de gran porte, que luego me desayuno que es un espécimen del famoso chajá que, en honor a su nombre guaraní, sale rajando.
Me meto por la entrada al arroyo Rubio Chico, rumbo al Valle del Lunarejo que el clima me arrebató, y me detengo en una interesante laguna de intenso fango verde, que se acuna en el chirrido de las ranas. Esta reserva ofrece un mirador disimulado para no perturbar a la fauna de bañado: nutrias, pollas de agua, cigüeñas y garzas blancas, que en este momento se encuentran anidando. Los que sin dudas se llevan el premio son un manojo de pirinchos pininos, posados sobre una curvada caña de bambú.
Dos kilómetros después está el arroyo Lunarejo, al que las malas condiciones del camino me impiden alcanzar. Almuerzo tardíamente un tortugón de milanesa mientras el cielo se raja y decido volver.
Pasadas las cinco de la tarde, y por la entrada de Minas de Corrales me acerco a las ruinas de la represa de Cuñapirú, a la que me meto creo que furtivamente porque el acceso está, en principio, cerrado. No soy el único, igual. El derruido complejo es un manjar fotográfico por las inmensas turbinas, hierros herrumbrados y edificios carcomidos que antes dieran vida a una usina minera, destacada por la extracción aurífera y por el procesamiento de ciento cincuenta toneladas diarias de cuarzo, y a la central hidroeléctrica que la alimentaba, primera de América del Sur. Abandonada y luego de que el dique de contención fuera arrasado por una inundación, se convirtió en un sitio imperdible para visitar. Un carpincho nada en el estanque y cuervillos de cañadas chillan en lo alto de los árboles, cuando las sombras empiezan a arrebatar los detalles.
La oscura ruta de camiones impertinentes me duplica en aquellas autopistas de Malborough, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, que eran frecuentadas por rabiosos convoy rodados que parecían gusanos de luz serpenteando las montañas a velocidades extremas, perturbando la vuelta nocturna a casa.
Ya en Tacuarembó, una duchita reparadora, una pizzita (que en el barrio Etcheverry unos cuantos se niegan a alcanzar), fernet y una serie para descansar. La madrugada está poblada de ladridos que sobresaltan por su intensidad.
De indígenas, hongos, galanes y bonetes
La despedida de la ciudad de Tacuarembó recorre la Laguna de las Lavanderas, pegadita al escenario y la doma donde se realiza la Fiesta de la Patria Gaucha, uno de los festivales folclóricos más importante del país, en cuyas inmediaciones está la escultura ‘El caballo que sale de la Tierra’, del mentado Sabaño Galán. Pegada está la piscina pública que se alimenta por el agua que brota de las caras de seis indígenas.
Finaliza el paseo en el popular e intergaláctico hongo, curioso monumento del arquitecto recientemente fallecido Walter Domingo. Este, al igual que el enorme globo terráqueo que se encuentra a su lado, son escenarios de la memorable Miss Tacurembó de Martín Sastre. El film se basa en la novela homónima de Dani Umpi, nacido aquí mismo y acaso uno de los escritores uruguayos más talentosos de este siglo, cuya experimentación multiartística tanto bien le ha hecho a nuestro aún pacato país. Y algún día, el mundo será nuestro, dice sentenciosamente la protagonista con los pies sobre esa representación gigante de la Tierra, Tierra que deberá invertirse para que varios dejen de parecer dados vuelta.
Pocos kilómetros después, paso por el bello cerro Batoví, en dirección hacia el último destino de este viaje: San Gregorio de Polanco. Mientras tanto, baqueanos arrean ganado junto a la carretera y nidos de hornero emplazados sobre señales de tránsito.
Una hora más acá, me separo de la 5 y me introduzco por la ruta 43 que, increíblemente y pese a que al menos hace un año empezó a pavimentarse, solo está culminada en la mitad de sus 58 kilómetros. Y culminar es un decir, porque dicho tramo está plagado de parches, y huecos que requieren más parches. El resto del camino es una tortura insoportable, producto del verdadero desinterés de allanar el camino al visitante. Estoy siendo irónico.
La impronta gardeliana, mayor a la de Tacuarembó, se hace notar enseguida en esta ciudad, cuna del primer Museo a Cielo Abierto de América Latina, que consiste en esculturas callejeras y murales plasmados en fachadas de casas, comercios y oficinas públicas por talentosos artistas como como Dumas Oroño, Tola Invernizzi, Octavio Podestá, Gustavo Alamón, Cléver Lara, Tomás Blezio y Susana Ximenez (sic), entre otros.
Se me arremolinan mis días en el pueblito belga Doel que, tras su despoblación con fin de ampliar el puerto de Amberes, atrajo a una ávida manada de artistas que tapizaron sus muros y casas, transformándolo por completo: pasó de ser un lugar olvidable a una obra de arte abierta y work in progress colaborativo, así mismito como acá, donde afortunadamente no fue necesario erradicar a la gente, potenciando más aún la sinergia.
A orillas de un gran lago, formado por las aguas que excedieron el cauce del río Negro, después de la implantación de la represa de Rincón del Bonete, es uno de los balnearios más codiciados del interior. Sin embargo, en esta época del año, los servicios son escasos y puede tocarte un desabastecimiento de la única estación de servicio, que te demore la partida hasta las 19 horas, como de hecho me va a pasar en un rato. Playita, camping y bosque de pinos son los protagonistas de la oferta turística, y se me hace que ahora ha de ser más disfrutable que en verano. Es un día rotundo.
Almuerzo unos sorrentinos y me voy a la balsa, arreada por un barquito, que conecta ambos márgenes de la ruta 43, que sigue del otro lado rumbo al duraznense pueblo de Blanquillo. El recorrido, que dura cinco minutos, es gratuito y funciona a demanda: cuando llega alguien, no importa si es uno solo, lo van a buscar. Ida y vuelta solo por la experiencia de navegar el río Negro. Aires de litorales/ verdes esteros./ Del sumergido monte/ de troncos negros, resuena el Bocha a través del canto del Zurcidor…
Casa Muga, que recrea un almacén de ramos generales, con sus altas estanterías de un siglo atrás, ya me va diciendo adiós. Y sus bicis, por supuesto, que como antaño descansan en las calles lo más panchas, frente a hogares y tiendas, libres, sin trancas ni cadenas, soberanas de la tarde soleada.
Y así, como quien no quiere la cosa, ya en la 5 otra vez, a cuatro horas del regreso a Montevideo. But no matter, the road is life.