Por Pablo Trochon.
Hace un mes que ha comenzado mi viaje por Asia y hace horas me he despedido de Kanchanaburi, donde se ubica el famoso puente sobre el río Kwai, construido por presidiarios durante la Segunda Guerra Mundial, bajo el duro mando japonés, para comunicar Tailandia con Myanmar. Aunque la ciudad es bastante sucia, me traigo el recuerdo de los templos Tewasankarang y Tawornwararam, y de las hermosas cascadas de agua turquesa y lechosa, distribuidas en siete niveles, del Parque Nacional Erawak, donde, además de curiosos baños con pececitos que te comen la piel muerta de los pies, se pueden realizar caminatas por la selva o por bosques de bambú.
Chiang Mai, la Rosa del Norte
Llego tempranito a la ciudad amurallada, con frío imperante, y voy directo al hostel a descansar un par de horas. A setecientos kilómetros de Bangkok –la capital del país–, se encuentra apostada entre montañas esta encantadora ciudad, uno de los imperdibles por el testimonio cultural que encarna. Aquí, el ritmo tranquilo y el aire puro invitan a recorrer algunos de sus más de trescientos templos budistas, que son verdaderamente bellos, y que siguen un diseño que representa a los cinco elementos: tierra, aire, agua, fuego y sabiduría. Son construidos en madera, con trabajos de tallado muy finos y sorprendentes, y tienen una decoración acaso algo sobrecargada, tanto en el interior del recinto como en sus floridos jardines y diferentes pagodas.
Las múltiples estatuillas de Buda abundan en variadas representaciones: el asceta, el happybudha (la figura rechoncha y sonriente) y el reclinado (que representa al líder espiritual antes de morir) conviven con las estupas decoradas con hermosísimas pinturas de pasajes de la vida de Siddhartha Gautama, maestros (con ventilador) instruyendo a sus discípulos (sin ventilador) en los monasterios sucedáneos, figuras coloridas en que el dorado se extiende de forma preponderante, ofrendas de alimentos y gaseosas, arañas con caireles, estatuas hiperrealistas de monjes meditando que, en más de una oportunidad, te hacen dudar si se trata de una persona real, hileras de campanas de rezo, gongs para convocar a los diferentes rituales, cuencos tibetanos, guirnaldas con oraciones, faroles de papel, serpientes (nagas), leones (de fu) y guardianes mitológicos monstruosos, flores artificiales, elefantes decorativos que emergen en diversos rincones, grandes vasijas de metal labrado rellenas de tierra donde humean decenas de sahumerios, y, como no podía ser de otra manera, decenas de urnas de creativas siluetas para que el visitante deje algún dinero. La presencia de grandes peceras repletas de billetes, de monjes con micrófonos durante horas mangueando en las calles o en los parajes más inverosímiles de las rutas más recónditas, parando a cada vehículo, nos da una perspectiva otra sobre la espiritualidad de esta religión.
La postal de este enclave no puede prescindir de los monjes, que deambulan en sus túnicas naranjas por doquier y son parte principal de su encanto, pero tampoco debemos menospreciar sus creativas muestras de arte callejero, en consonancia con los dibujos que hacen las marañas de cables colgantes. Así, me deslizo por las calzadas hasta un puesto en donde ceno dos platos de delicioso pad thai (tallarines saltados al wok con huevo, brotes de soja, camarones/pollo, pasta de tamarindo, maní picado, cilantro, limón, azúcar de palma, chile tostado en polvo y salsa de pescado) con una cerveza Leo. Luego me acerco al bazar nocturno: pese a la gran oferta de artesanías, los carteles gubernamentales solicitan no vender ni comprar figuras de Buda para decoración y tampoco tatuárselo.
Ecléctico recreo en Chiang Rai
A las 9.30 tomo el bus y tres horas después llego a la antigua capital del reino de Mengrai (1262). Aquí la highlight es, sin dudas, el majestuoso y cautivante Templo Blanco (en construcción desde 1997), obra del artista visual Chalermchai Kositpipat, para homenajear a la arquitectura tailandesa, pero buceando en su impronta inspirada en los mundos del sueño y las pesadillas. Es una obra majestuosa, de un níveo refulgente con ribetes plateados que da un cautivante efecto de cristal, con un estanque habitado de peces koi y puentes de ensueño alrededor. El nivel de detalle en las molduras, que parecen hechas con magia, alterna con objetos futuristas, como rostros de androides con elementos mecánicos y una especie de robot alienígena sentado en un banco de plaza. Está acompañado por otros templos sucedáneos, una especie de árbol de estampitas metálicas y un pozo del que se asoman decenas de manos como si provinieran del infierno, rodeadas de huesos.
Es destacable que sea gratuito, pero la cantidad de público hace que la visita interior sea casi en fila y sin poder detenerse mucho para deleitarse con su decoración, inesperadamente pop. Sin embargo, el descollante tapizado de personajes que van desde Superman a Pokemón, pasando por Sailor Moon o Michael Jackson no se puede fotografiar.
Como algo al vuelo y tomo un tuk tuk (triciclos motorizados con una cabina semicerrada para dos pasajeros) a la Casa Negra (2009), un complejo de edificaciones, obra del perturbador artista Thawan Duchanee, muy interesante, oscuro, con componentes tribales y de magia negra. Los recintos son de madera, mucho más austeros que sus antagonistas, abundan los cráneos, cuernos, colmillos y pieles de animales, cuencos primitivos con mangos de mano o de falo. Alrededor también hay un jardín, pero más ominoso, con menhires sobre un manto de pedruscos, tambores, un pabellón con gran cantidad de elementos de alfarería, tótems o palos de sacrificio, rocas volcánicas, un estanque con cisnes negros, lechuzas en abundancia, pero sin abandonar los motivos budistas. Sin dudas tiene una estética primitivista, que contrasta con la señorial o de cuento de hadas del Templo Blanco, aunque también se cuelan elementos futuristas, como una especie de submarino intergaláctico, o infernal, según se mire.
La verdad es que no le tenía mucha fe, pero me sorprende gratamente por su apuesta artística y su búsqueda en las raíces ancestrales. Años después visitaré el pueblito freaky de Oamaru, en Nueva Zelanda, de un estilo victoriano pero intervenido por grupos de arte postpunk que lo convierten en una pieza de arte de otro mundo y me hará acordar a este sitio.
Al volver al centro, el último bus ya se ha ido, por lo que los abusadores taxistas nos quieren cobrar ochenta dólares. Algunos de mis amigos proponen quedarnos a dormir en la calle. Finalmente nos traen por cincuenta dólares, que es carísimo igual.
Más de Chiang Mai
A las nueve ya estoy de pie, recorriendo templos otra vez. Solo paro para almorzar mu satae, que son pinchos de cerdo. Entre las construcciones se destacan el Wat Phra Singh, con su enorme estupa dorada, el Wat Chedi Luang y sus elefantes de mampostería, y el imponente Wat Chiang Man (1296), que alberga dos estatuas de Buda de más de dos mil años. Allí, un guardia duerme acostado, tapada la cara con unas hojas de Bangkok Post.
En tuk tuk voy a visitar las ruinas históricas de Wiang Kum Kamw, a cuatro kilómetros. Aquí realizo el recorrido en un sulky, a través de seis templos (el último imponente) de los nueve prometidos. Todo el tiempo te quieren pasar; es parte del aprendizaje en Asia.
Me ducho y ceno en Bamboo. A veces se hace vital volver a alguna comida occidental, pero los resultados generalmente no son los mejores; en este caso, la pizza parece un bizcocho.
A las ocho me pasa a buscar la camioneta que lleva al santuario Hug Elephant, una reserva que busca una convivencia amigable con el entorno y con estos seres que, pese a ser los animales nacionales, se han reducido ochenta por ciento en los últimos 150 años. Hemos elegido este lugar cuidadosamente para evitar promover sitios en donde hay maltrato animal, o donde la gente se sube en los elefantes o hacen shows con ellos. Este tipo de prácticas son terribles, porque para que semejantes moles obedezcan y transporten gente o hagan todo tipo de estúpidas morisquetas, los muelen a palos desde chicos. De todos modos, al final de la jornada siempre queda la duda sobre si todo es como cuentan.
Al arribo, cuidadores y voluntarios explican cómo conducirse con los paquidermos, con quienes interactuaremos en su hábitat. Estos ejemplares son sociables, pero se encuentran libres, por lo que hay que salir a buscarlos a determinados puntos que frecuentan. Tan enormes y tiernos al mismo tiempo, son un tapiz de arrugas, con sus colmillos de marfil embarrados; parecen sonreír todo el tiempo, cuando se echan agua con la trompa en las espaldas, cuando mueven sus orejotas o su colita para espantar moscas.
Primero los alimentamos con banana, pepino y caña de bambú. Cuando su apetito está más calmado, los acariciamos un rato y después los seguimos para verlos cómo se dispersan para alimentarse con la vegetación del lugar.
Volvemos a almorzar arroz con bastones de pollo y curry de cerdo. Todo exquisito. Descansamos un rato y vamos a bañar a los elefantes. Primero se echan tierra en el lomo con la trompa, o directamente se revuelcan en la tierra, y después se meten al río, donde los fregamos y jugamos con ellos. Es hermoso verlos disfrutar del agua cuando hace tanto calor. Luego empiezan a echarnos agua (la misma donde han orinado y defecado) por la trompa. Salimos todos embarrados. Todo muy auténtico.
Hay un europeo que está de voluntario y que lo tienen para barrer, limpiar el barro y no lo dejan ni acercarse. Anda con terrible cara de embolado, el pobre.
Caminamos con los elefantes hasta una cascada muy linda, cuyos alrededores son plantaciones de arroz. Es mi primer contacto con elefantes (luego la suerte me permitirá visitarlos en Nepal, en India, en Sri Lanka…), y la verdad es que es una experiencia emocionante y memorable. Lo importante es eso, hacerlo a conciencia y con el mayor cuidado hacia los animales. Eso aplica a todas las instancias de interacción con la fauna. Una vida saludable vale más que todas las fotos y me gusta del mundo.
Vuelvo muerto de la intensa jornada, pero esto sigue, así que tras la ducha vuelvo al bazar, cruzando el canal Mae Kha, y asisto a una lucha de mua thai (seis dólares), otra actividad que de haber estado solo no hubiese hecho, pero que termino hallándolo una vivencia súper valiosa. Los enfrentamientos están acompañados por una música monótona y estridente que, acompasada con sus singulares movimientos y tomas, hace del deporte un espectáculo diferente. Entre cada uno, pasan luchadores a hacer demostraciones de golpes y pases, pero sin contacto, propiamente como una danza. Veo cuatro peleas, mientras como tres pinchos de pollo y un choclo. En la última gana un peruano, con quien terminamos sacándonos una foto. En el afiche, la nacionalidad del púgil sentencia “Pelu”.
Siendo la última noche. con mis amigos colombianos buscamos infructuosamente un bar para tomar algo. Es medianoche y todo está cerrado. Fin con unas tristes cervezas en un Seven Eleven, la meca del turista en el país oriental.
Libero la habitación y dejo la mochila en un casillero para poder ir a visitar el templo Phra That Doi Suthep, antes de partir. Me tomo una furgoneta. Es necesario ascender una extensa escalera custodiada por nagas a modo de monstruoso pasamanos, que con sus trescientos metros se constituyen en los más largos de Tailandia. El santuario es fantástico porque posee una gran cantidad de objetos en los que recalar. Además, ofrece una vista panorámica de Chang Mai.
Ya en el centro, almuerzo pescado con arroz y ensalada. Vuelo a buscar mis cosas, pero llego tarde a la terminal. Logro que llamen por teléfono al chofer y me pasa a buscar a unas cuadras, que recorro corriendo, y, atravesando peligrosamente una autopista, logro el objetivo. La informalidad de estos países a veces reporta estos beneficios, y es bueno notarlo. Los interdepartamentales en Tailandia son otro espectáculo: sus interiores están adornados por cortinitas de colores chillones, con unas luces fucsias que no se apagan nunca, como tampoco el aire acondicionado, que es realmente gélido, y la música pop que hacen de cada viaje una experiencia psicodélica. Fuera de eso, funcionan muy bien y son bastante cómodos y cumplidores (algo que no es un hábito en Asia).
Viaje el pasado: Sukhothai y Ayutthaya
Llego a Sukhothai. A las dos de la mañana del diez de enero y, vía tuk tuk, arribo al nuevo hostel. El encargado es un zombi malhumorado que me mete en un bungalow medio chumi, sin aire acondicionado (aquí es vital) y varias alimañas de compañía.
Descanso profundamente hasta las diez, libero la habitación, pero dejo la mochila y voy en tuk tuk hasta la ciudad histórica, que reúne los restos arqueológicos de la amurallada y más antigua capital del reinado de Siam (XIII-XV). Alquilo una bici (un dólar), que es una de las mejores y más económicas formas para visitarla, dado que sus dimensiones son importantes.
Paso cinco horas recorriendo los templos que son majestuosos y cautivantes. Entre las diversas construcciones, hay estanques con cachalotes de loto. De muchas, solo se asoman sus cimientos, pero las que se mantienen son colosales y súper disfrutables.
Salto una valla con la bici y vuelvo a entrar gratis para recorrer mejor. Destaco los Wat Mahathat, Si Sawai, Tra Phang Ngoen, Sa Si, Ta Pha Daeng Shrine, Wat Phra Phai Luang, Wat Khao Phra Bat Noi y el Si Chum, con el Buda sentado gigante. Ya que hay tiempo vuelvo al primero, que es como una ciudad impresionante, para ver el atardecer.
Me voy de nochecita. Como un pad thai mientras espero el tuk tuk. La maratón sigue, así que levanto las cosas y sigo hacia la terminal de buses. Justo sale uno, por lo que en menos de diez minutos ya estoy en ruta nuevamente y durmiendo como un lirón.
Arribo a las tres de la mañana y agarro un mototaxi hasta el hostel, pero no hay nadie. Camino para buscar un hotel o algo, pero solo hay una banda de perros callejeros. Vuelvo y me duermo en un banco afuera hasta las 7.30, cuando la gente del hostel llega. Discuto con la señora para que me deje dormir tres horas pagando la mitad, porque me dejaron en la calle toda la noche. Acepta a regañadientes. Así son.
Tras el descanso y un aguazo, alquilo una bici y salgo a recorrer los seis templos del parque histórico, que está en una isla. Ayutthaya le sucedió en el tiempo a Sukhothai y rápidamente alcanzó un gran destaque en la región durante cuatrocientos años, hasta que en el siglo XVIII fue destruida por un ataque birmano y así quedó, como un legado para los siglos posteriores. El complejo es maravilloso, recomiendo los Wat Maharat, con la cabeza de Buda entre las raíces de un árbol, Ratchaburana, Vihara Phra Mongkhon Bophit, Yai Chai Mongkhon, con su buda reclinado en plena ceremonia, Phra Si Sanphet, el Wat Chaiwatthanaram, donde presencio un atardecer increíble, y el Museo Chao Sam Phraya.
Paso por el hostel a buscar las cosas y me entero de que no hay más buses y solo un tren a las 21.45. Son las 20 y no aparece un tuk tuk por ningún lado. Consigo uno de casualidad y al llegar me entero de que el tren anterior, que está retrasado, acaba de llegar. Pero la suerte tiene cara de hereje, porque el medio dólar que cuesta significa que es categoría pueblo, pueblo, va súper lento y con las luces titilando durante las dos horas. Y todo por el estilo.
Me espera Bangkok, con la cata de grillos y cucarachas en la endemoniada Khaosan Road, la mala suerte que me predijeron las varillitas budistas, el paseo en barco a través del Chao Phraya, los hermosos Wat Arun y Wat Pho, donde hay un Buda reclinado gigante, el Buda de esmeralda del Gran Palacio, el Wat Traimit, donde está el único Buda de oro macizo, que pesa más de cinco toneladas, la sopa con dumplings de camarones, y más tarde Myanmar, uno de los países más bellos y más auténticos del sudeste asiático. But no matter, the road is life.