Esta es una crónica febrerina sobre algunos momentos dispersos durante dos semanas en territorio camboyano. Kratie, Phnom Penh, Battambang y Siem Reap son solo algunas de las divergentes opciones que ofrece este pequeño y desbordante país.
Por Pablo Trochón
El paso fronterizo vietnamita está desierto porque atienden a partir de las siete. Lo cual, dado que no hay ningún tipo de valla, significa que se puede entrar caminando a Camboya sin que nada lo impida. Verdaderamente inaudito. Posteriormente camino un trecho hasta el control camboyano, donde saco de la cama al agente de turno, quien hace el trámite en cuero, con una toalla al hombro y cara de pocos amigos.
Al llegar a Kratie, después de alojarme en el cuarto compartido del Silver Dolphin (dos dólares), frente al río Mekong, salgo a dar una vuelta por el pueblo, los templos y el mercado central. Sigo por un rato una procesión de monjes y muchos niños con uniforme de escuela y banderitas. Me saludan contentos todo el tiempo y una niña me regala una invitación a una boda que fue hace tres meses. Se ven cosas inverosímiles con motos: no solo viajar con hasta cinco personas sino cargar máquinas de lavar (y llevarlas apenas sosteniéndolas con una mano), heladeras, una garrafa con un flaco arriba, en fin.
Temprano, en bici voy ruta a Kampi. Atravieso quince kilómetros de villas y caseríos, con construcciones de madera al estilo local: amplias casas elevadas del suelo por pilares, que proveen debajo un espacio donde guarecerse, y donde durante el día la gente más tiempo pasa, haciendo tareas de la casa, realizando algún oficio o descansando. Charlo con locales comiendo mango con azúcar y chile y tomando jugo de caña.
Al llegar, doy un paseo en bote (siete dólares) para ver los famosos delfines de río. Los pescadores de la zona han sido conminados a dejar su oficio y dedicarse al turismo para proteger la zona. Asimismo, todos los paseos se realizan a remo pues no se permite el uso de motores.
En el camino de vuelta paro a comer en la cantina de un policía, al que le termino enseñando algunos números en inglés. Sabrosos nuddles, con carne y verduras en platitos plásticos coloridos; ellos comen con las manos y sentados en posición de loto.
Visito la pagoda Phnom Sambok, emplazada en una colina y dividida en tres niveles con escalinatas, desde la que se aprecian paisajes muy bellos. Camboya fue entre los siglos I y XIV básicamente hinduista, hasta que un decreto real la sustituyó por el budismo, por esta razón aún subsisten ciertas prácticas sincréticas.
Por la tarde cruzo el río en un bote colectivo (0,2 dólares) y arribo a Koh Trong, una preciosa isla donde decido pasar la noche para tener una experiencia más auténtica, dentro de la vida local. Camino por unas tablas en la arena por la ancha costa hasta el interior de la arboleda, que es muy agradable. Alquilo una bici (un dólar) y una colchoneta con mosquitero (tres dólares), y, siguiendo la única calzada, recorro maravillado el caserío, que en estos momentos es sacudido por el viento. Una hermosa caída del sol sobre el río y las casitas flotantes; luego, la completa oscuridad, porque allí no hay electricidad.
Con la mañana vuelvo a Kratie y al mediodía ya voy rumbo a la capital en una mini Van súper incómoda. Así como en Vietnam abundaban los cementerios y las tumbas dispuestas en cualquier parte –incluso en medio de plantaciones–, al igual que en Myanmar aquí aventajan las escuelas.
Triste paréntesis
El golpe de Estado contra el príncipe Norodom Sihanouk que se dio en 1970, con la ayuda de la CIA, fue la excusa para que los Khmer Rouge –brazo armado del Partido Comunista– impusieran una cruel dictadura (1975-1979) bajo el cinismo de Kampuchea Democrática, que acabó con cerca del treinta por ciento de la población. Este genocidio, singular por haber sido dentro de la propia etnia khmer, fue el inexorable coletazo de la posición neutral de Camboya frente a la guerra de Vietnam, mientras Estados Unidos realizaba un bombardeo demencial sobre el territorio nacional bajo la vista gorda de la ONU.
En abril de 1975, tras reunir un ejército de cien mil soldados entre el campesinado y con el argumento de devolver el poder al monarca, por fuera de la influencia imperialista, los Khmer Rouge hicieron su entrada triunfal en Phnom Penh. Lo que se entendió como la finalización del bombardeo y el comienzo de una era de paz era, en realidad, el comienzo de algo mucho peor.
El régimen se propuso la creación de un modelo socialista agrario, de corte maoísta-estalinista, que devolviera el lugar dominante del Imperio Khmer, que señoreara durante seiscientos años en gran parte del sudeste asiático. Intempestivamente, el Angkar (la organización) decretó el Año Cero, cuyas manifestaciones serían la evacuación forzada de los ciudadanos (convirtiendo a su capital, una de las mayores ciudades de Asia, en un pueblo fantasma), sometiéndolos a la esclavitud rural, la quema de libros sin distinción, la abolición del dinero, los bancos, los templos, las escuelas y las universidades, en pos de una sociedad libre de la corrupción de la cultura urbana burguesa. Se crearon centros de torturas y ejecuciones masivas de intelectuales (a quienes se llegaba a identificar por el mero uso de lentes, y se eliminaron casi completamente), propietarios, comerciantes, musulmanes, cristianos, monjes budistas (calificados de “parásitos que comen el arroz del pueblo”, fueron asesinados 95 por ciento de ellos) y de todo sospechoso de ser agente vietnamita. La febril búsqueda del enemigo interno extendió el impulso exterminador incluso contra los propios dirigentes khmer, al punto de que cincuenta por ciento de los militantes del Partido Comunista fueron ejecutados.
Este ejército de adolescentes, entre la inocencia y la crueldad desmedida, siguió como zombi a un sádico líder que, a diferencia de sus pares, mantuvo el anonimato durante mucho tiempo, inclusive para la propia CIA que buscaba derrocarlo. Pol Pot, quien hasta el final de sus días se desentendió del genocidio de tres millones de compatriotas, adjudicándolo a una maniobra saboteadora, se ufanaba de su rostro alegre, su aspecto inocente, su amabilidad, sus palabras dulces, sus gestos calmos y educados.
También ocultó que fue hijo de un próspero agricultor, que estudió en institutos de élite de Camboya y París, y que fue profesor de liceos privados. Es decir, tanto él como los miembros más importantes del Partido eran intelectuales, habían gozado de los beneficios de la educación, algo que inmediatamente decidieron impedir al pueblo.
La invasión de Vietnam de principios de 1979 puso fin a la masacre, pero Pol Pot y sus rufianes mantuvieron sus unidades en reductos norteños, en la montaña y la jungla, con el apoyo de Estados Unidos, interesado en contrarrestar el avance del comunismo soviético a través de su brazo vietnamita.
Acabar con el feudalismo y la corrupción impuesta por Vietnam “era una causa buena y justa pero se cometieron errores prácticos en la aplicación de las soluciones”, se excusó impertérrito Pol Pot. Y agregó: “Lamento no haber tenido experiencia suficiente para controlar el movimiento”, en la entrevista con el periodista estadounidense Nate Thayer, testigo privilegiado del juicio popular que los Khmer Rouge le hicieron al antiguo dictador en 1997, por instigar el asesinato de uno de sus camaradas –quien había sido su amigo por cuarenta años– y de su familia.
Un año después, quizás por envenenamiento, Pol Pot moría en arresto domiciliario, en una choza, casi en soledad y era incinerado en una triste pira alimentada por trastos viejos. En 1999, al perder el apoyo de China, el movimiento se diluyó pero continúa palpitando en forma ominosa hasta hoy.
Actualmente, la sociedad está harta de décadas y décadas de violencia, impunidad, corrupción y desintegración. Hun Sen, el actual y golpista Primer Ministro, ha utilizado el tratamiento del tema en su completo beneficio durante estos últimos treinta y cinco años en que se ha perpetuado en el poder, interponiéndose a la creación de un tribunal internacional. Así es que el muy lento juicio a la veterana cúpula, lidiando con el fallecimiento de los imputados antes de que fueran sentenciados, recién en 2018 condenó a cadena perpetua a los dos únicos responsables vivos del genocidio.
Este es un pueblo que aún necesita hablar sobre lo que pasó, pero un gobierno severo lo somete a condiciones laborales extremas, muchas veces cercanas a la esclavitud, amparando incluso el trabajo infantil, junto a la desconfianza ante el extranjero –producto de las continuas invasiones–, el fatalismo budista que lo hace asumir sus tragedias como parte de un destino inevitable y su espíritu conservador y verticalista, con un respeto irrestricto por la autoridad, son sus mayores conspiradores.
La rabia de las capitales
Salgo del hostel Grand View (2,5 dólares), ubicado en una zona medio lumpen de Phnom Penh pero con grafitis muy lindos, alquilo una bici (dos dólares) y me sumerjo en la locura del tráfico, al cual –contra todo pronóstico– me adapto casi intuitivamente: la clave es no detenerse nunca y buscar todas las formas posibles de avanzar.
Visito el campo de exterminio Choeung Ek (seis dólares con audio guía), donde miles de cuerpos enterrados cada tanto, con la lluvia van emergiendo. Además de las fosas comunes y el Memorial, donde se conservan cinco mil cráneos, hay emotivos recordatorios, como el situado en el árbol contra el que se aplastaba a los bebés, y que hoy se halla tupido de pulseritas de colores que buscan sanar simbólicamente estos espacios de destrucción en serie.
Atravieso el sol abrasador, de vuelta hacia el centro, con el pecho compungido de modo muy parecido a cuando visité Auschwitz. Pero esto se intensifica cuando me meto en el infausto Centro de Detención Secreto S21, establecido en una escuela, donde me esperan las aulas subdivididas en celdas de material o madera, camas eléctricas y algunas pizarras verdes con inscripciones desde lontananza. La experiencia ya es bastante fuerte pero las salas de información, tapadas de fotos explícitas (que era parte activa de la política khmer del horror) revuelven el estómago. La presión de las diecisiete mil no vidas que allí flotan.
En el escalofriante documental S21: La máquina roja de matar (2003), en la que reúnen a ex detenidos y ex carceleros para conversar entre ellos, e incluso escenificar ciertos procedimientos, se ponen de manifiesto los mecanismos de coerción a los torturadores. Confiesa uno de los pocos que no se esconde bajo la cadena de mando: “Cuando uno tortura tiene el corazón cruel y salvaje. Yo no reflexionaba. Yo gozaba de arrogancia, del poder sobre el enemigo. Yo no pensaba en su vida. Yo lo veía como una bestia”, incluso si este era un recién nacido o era un adulto reducido a la miseria producto del hambre y el dolor. Los grupos de torturadores –en orden de mayor ensañamiento, Amable, Caliente y Mordedor– iban atendiendo a los detenidos hasta que confesaban, es decir, hasta que mentían o incriminaban a sus vecinos para cesar los castigos. Así está el caso, de tantos que llenan los archivos de documentación del Centro, de una joven de 19 años, analfabeta, que declara trabajar para la CIA defecando en los cultivos como forma de sabotaje.
No mucho más que agregar de esta ciudad: el Monumento a la Independencia, el Palacio Real, la Pagoda de Plata, el Mercado Central y el Wat Phnom no valen mucho la pena. Visitar el mercado nocturno siempre es un sí en Asia: mariscos, pop camboyano y danza clásica (que centra sus movimientos en brazos, manos y torso), y la calle 278, conocida como la Golden street party, donde tocan bandas al aire libre muy buenas, entre las que destaco Kampot Playboy’s.
Sihanoukville y Koh Rong no son los destinos más interesantes, dado que son paradas de la ruta de los party travelers, que han hecho de ambos lugares sitios sin interés.
Tras catorce duras horas de viaje en bus –que para variar dijeron que eran nueve–, duermo cinco horas en Battambang y me levanto a las ocho para arrancar un recorrido de once horas en tuk tuk (30 dólares).
Visito el Ek Phnom, un templo en ruinas en gracia a Krishna, una fábrica de papel de arroz, una parada a degustar un bamboo rice (0,4 dólares), una fábrica de pasta de pescado que apesta y la estación de tren, para hacer un recorrido en unas plataformas de bambú (cinco dólares) sobre dos ejes desmontables, que facilitan el desarmado cada vez que te topás con otro que viene de frente.
En el camino el tuktukero me comenta sobre la enorme cantidad de gente que se casa, que el hombre debe pagar a la familia de la novia entre 2.000 y 10.000 dólares, y me pregunta si en mi país ocurre lo mismo. El recorrido sigue entre varios templos que oficiaron de centros de detención y exterminio de los Khmer Rouge, donde hay estupas con restos e imágenes en relieve de las atrocidades cometidas, entre los que se destaca el Phnom Sampeau, emplazado en una montaña junto a una cueva donde los khmeres arrojaban gente. Al atardecer presencio la impresionante salida de un millón de murciélagos que emergen de una caverna, lo que dura cuarenta minutos.
Más tarde la noche me encuentra bebiendo un licor hecho a base de escorpión, en un barcito lleno de franceses expatriados que cantan karaoke y parecen más bien miembros de una secta.
Ruinas, cocodrilos y después
A las cinco de la mañana salgo en la bici hacia la zona de Angkor para ver el amanecer en las ruinas, tras comprar el tique válido por tres días (40 dólares). Este complejo de templos hinduistas, aunque posteriormente reformados como templos budistas, comprende cerca de mil monumentos en una extensión cercana a los 200 kilómetros cuadrados y recibe 2,5 millones de visitantes al año.
La desmesura, el detallismo, el intrincado simbolismo religioso y la cautivante hermosura de este monumento vivo son el legado de una cultura palpitante. Las edificaciones construidas en arenisca, erigidas durante la época de esplendor del Imperio Khmer, entre los siglos IX y XV, se suceden despertando una irresistible fascinación por la belleza descomunal de sus trazos.
Las moles, algunas de las cuales se construyeron en cuatro décadas, emergen de la selva dando forma al recinto religioso más grande del mundo. Su decoración de esculturas o frisos de bajorrelieve representa diversas escenas o personajes de la mitología hindú, como asaras (ninfas bailarinas), nagas (semidioses ofídicos), garudas (pájaros antromórficos), gandharvas (músicos celestiales), asuras (espíritus demoníacos) y dvarapalas (guardianes de puertas). Igualmente cobran pétrea vida elefantes, serpientes, monos, así como reyes o pasajes históricos de relevancia, como la Procesión histórica del rey Suryavarman II, creador de Angkor Wat, de casi un kilómetro de extensión.
Se destacan: Angkor Wat, mausoleo del Rey Suyavarman II dedicado al dios Vishnu cuyas torres centrales representan el Monte Meru –residencia de los dioses–; Bayon, famoso por sus 54 torres y por sus más de 200 rostros; el piramidal Baphuon, que exhibe el único gran buda reclinado del complejo; Pre Rup, crematorio real de vistas espectaculares; el Lago de Srah Srang, ejemplo de la avanzada ingeniería civil; Banteay Srei, famosa por su pequeño templo rosa y sus tallas en piedra que se encuentran entre las más sofisticadas del mundo, la Terraza de los Elefantes y Angkor Thom (o la Gran Ciudad), cuyas ciclópeas puertas son flanqueadas por la representación del mito del batido del océano de leche, en que 54 demonios y 54 dioses se trenzan en una lucha épica.
Mención especial al Ta Prohm, con sus torres derruidas y muros atrapados entre los brazos de un enorme Chtulhu de raíces, por donde a principios del 2000 andaba brincando la Lara Croft de Angelina Jolie, quien luego dirigió y guionó Primero mataron a mi padre (2017), basada en la biografía de Loung Ung, que narra las vicisitudes del régimen khmer, desde la visión de una niña que debió convertirse en soldado en medio de un país desmembrado.
Alucinante. Me fascina el lugar y la experiencia en sí de recorrer el inmenso complejo en un maratónico recorrido de 50 kilómetros en dos días, que siempre acaban en la piscina del European Guesthouse (cinco dólares), prestación indispensable en Siem Reap por el calor sofocante.
El último día hago 16 kilómetros más en bici hasta el lago Tonle, que está bastante bajo. Disfruto un recorrido hermoso de una hora en bote a motor (diez dólares; en la terminal de ferris pedían treinta) por unas villas flotantes y con una parada en una granja de peces y cocodrilos.
Tras tres míseras horas de sueño, que mezclan el pollo tandori, cervezas tiradas, grillos y cucarachas fritos, un imitador de Elvis y unos pasos en el Angkor What, y una Van medio enclenque con una moto dentro y un tipo acostado arriba, llego a la frontera con Laos, que es un nido de pirañas.
Los del bus intentan vendernos la visa mucho más cara y luego los agentes laosianos nos exigen más dinero del estipulado. Esto acaba con un piquete, la Policía y una francesa que, tras robarse el sello para estampar su pasaporte, se da cuenta de que era el de salida del país por lo que termina pidiendo de rodillas y llorando que le arreglen el error a los mismos que antes acusábamos de corruptos. Son dos horas de griterío y el chofer del bondi amenazando con irse, hasta que terminamos pagando la visa inflada y con toda la bronca nos vamos a tomar el último botecito que cruza el Mekong hasta la hermosa isla Don Det. But no matters, road is life.