Por Pablo Trochon.
Madrid, Segovia, Toledo, Sevilla y Granada en el palpitar del viajante.
En Madriz comienza mi primer viaje extenso. Pensar en tres meses de recorrido hace, en la marcha, que empiece a entender que ya no se trata de vacaciones sino de una forma diferente de vivir. El futuro me traerá aventuras de más largo aliento y la sensación de libertad absoluta se verá multiplicada exponencialmente. Por lo pronto, a mí esto se me hace infinito y la felicidad es más que plena.
Es mayo y España atraviesa la crisis de 2012 cuando Barajas me recibe por vez primera. El aeropuerto es gigante y a las seis de la mañana está desierto, lo cual hace difícil ubicarse para dónde ir. Un minimetro nos conduce para recoger el equipaje. En el checkpoint todo bien, pese a los miedos y todas las restricciones de la época para los latinos, como si a alguno se le ocurriese venir a buscar trabajo justamente en este momento. Solo me hacen algunas preguntas básicas sobre mi futura manutención, pero nada raro, tampoco me piden papeles. En fin, hola, hola, Europa.
También en metro llego a la Puerta del Sol, donde el día anterior fueron desalojados los integrantes del Movimiento de Indignados, que reclama por trabajo, el cual escasea debido a los desequilibrios financieros de la región. De hecho, se ven algunas personas en huelga de hambre para “abolir la deuda”.
Este punto neurálgico de la ciudad, y acaso del país, convoca las efigies de la Casa de Correos con su señera torre de las campanadas de Año Nuevo, la simpática estatua del Oso y del Madroño, y los fantasmas de antiguos cafés y fondas que el consumismo ha fagocitado. Sin dudas, un buen punto para saborear el espíritu de esta urbe.
La capital española es, más allá de la aburrida rivalidad con Barcelona, sin duda hermosa: sus pequeñas callejuelas adoquinadas y curvas, las breves aceras, los edificios coloridos con cúpulas señoriales, los cafés, nos regalan una multiplicidad de postales a cada paso. Las monumentales construcciones –coronadas por portentosas estatuas‒ en perfecto estado de preservación, resaltando sus balcones, sus trabajadas barandas, banderines, postigos, desagües, molduras, cerámicos, nos recuerdan a Buenos Aires, pero más magnificente y todo súper limpio. Hasta el metro, a veces reducto inefable del desaliño citadino, es muy prolijo y eficiente.
Son casi las ocho y el centro también está baldío, excepto por varios carros de la Policía y los servicios de limpieza urbano que se encargan de la Plaza Mayor, que va siendo descubierta por el sol. Por allá la increíble cúpula de la Real Basílica de San Francisco el Grande, que se encuentra entre las más grandes del mundo y que por dentro posee una decoración que compite en laboriosidad con su púlpito labrado íntegramente en mármol. Lentamente, la mañana va poblando las calzadas, pero nunca al punto de entorpecer el disfrute, todo lo contrario: hasta el final de la tarde Madrid se deja recorrer fácilmente y no dan ganas de dejar de caminar nunca.
Me cruzo con muchas personas corriendo o andando en bicicleta por toda la ciudad, en dirección a la icónica Plaza Cibeles con el Palacio de Comunicaciones como vedette principal, a pasitos de la Puerta de Alcalá. Ávido, y después de la Catedral de Almudena, que contiene una decoración no figurativa en alguno de sus laterales que recuerda más al arte árabe que al católico, me zambullo en el Museo Reina Sofía. Este triste edificio neoclásico, con unas más tristes intervenciones modernas, preserva obras centrales del arte universal, así como otrora lo hiciese con las vidas de los pacientes que lo frecuentaban. Aquí hay Picasso –de hecho, alberga el Guernica, súper protegido‒, Miró, Dalí, Tzara, Picabia y un pequeño salón con cinco Torres García, entre muchos otros.
Como quien va al níveo y espectacular Palacio Real, que ya he admirado más temprano cuando aún estaba fresco, vuelvo hacia la deslumbrante Plaza Mayor, que me hace acordar un poco al Zócalo del DF mexicano, aunque esta está rodeada como en una encerrona de muros, ventanas y balcones parapetados en sus márgenes. Me siento a espectar…
Sigo. La estación de Atocha, donde en 2004 tuvo lugar parte del atentado terrorista más grande de Europa, que posee una bellamente contrastante selva en su interior de vidrio abovedado, está en reparaciones y todo está caótico por aquí. Me permito una pausa para almorzar un bocadillo de jamón crudo y otro de chorizo, con una cerveza, en un banco de la calle Alcalá, frente al Banco de España. Y entonces huyo al hermoso y enorme Parque del Retiro para dormir una pequeña siesta, rodeado de cientos de jóvenes tomando sol cual playa. Los chinos que venden cervezas pululan.
Paso por la Real Academia Española y luego por la Montera, que a las siete y media de la tarde ya está plastificada de prostitutas, en su mayoría provenientes de Europa del Este. Me deslizo hacia el templo egipcio de Debod, curiosamente obsequiado por el gobierno del país africano, como si fuese un banderín, que será la última parada de una intensa jornada de once horas de caminata. Estoy destruido y agradecido, me duelen mucho los pies. Chau.
Marmolado I
Ocho y media estoy desayunando en la estación del metro. En el Parque del Retiro, en los jardines de Cecilio Rodríguez, pegadito al Paseo Uruguay, una docena de pavos reales se desplaza de aquí para allá; sin embargo, cerca de la Rosaleda, también diseñada por Rodríguez, hay un grupo de personas que se sacude y masajea gimiendo como si estuviera teniendo relaciones sexuales, supongo que como forma terapéutica. Supongo.
El Museo del Prado está tapizado de jubilados haciendo cola, así que recalculo, me doy el piro y me tomo un bus para ir al Escorial. Una breve hora me deposita en un poblado muy bonito, con calles estrechas y empinadas, escalinatas, balcones y casas que datan del siglo XVI y XVII.
El monasterio renacentista me mantiene hipnotizado. Destaco el ‘Martirio’ de El Greco, las salas capitulares, la sala de las batallas –con un friso gigante de motivo bélico‒, los panteones de los reyes y los infantes, la biblioteca que es una joyita toda en madera –con libros del siglo V y frescos en cada milímetro que la literatura ha dejado libre‒, la basílica descomunal que genera una helada atmósfera en su interior, y los lúdicos jardines.
A la salida, desembarco en una gran explanada que hace de patio de un liceo privado que funciona dentro. Entonces me decanto hacia el pueblo, con sus encantadoras pendientes, y me compro dos agujas de atún, que son como empanadas alargadas, y dos de ternera, con cerveza. Las como en la terminal y luego voy al Valle de los caídos, donde se emplaza una monumental basílica construida dentro de la montaña, lúgubre recinto final del infausto Franco, coronada por una cruz inmensa que supo tener un ascensor interno que llevaba a uno de sus brazos. Luego camino hasta una señorial hostería, a la vuelta del peñasco, y ya no hay nada para hacer excepto esperar que vuelva el único bule.
Regreso al Escorial y entonces a Madrid para vivir su nocturnidad: comienzo con una hermosa sidra, acompañada por un pan con cabrales (queso tipo roquefort). Sobre la tardecita ya hay muchísima gente poblando bares, contagiando algarabía. Tomo una jarra de cerveza por la zona de Tribunales, que tiene muchos garitos y gran movida en las placitas y callejas. Cerca de medianoche soy requerido por mi lamentable anfitriona y debo partir a hacer nono.
Marmolado II
La jornada arranca en la Terminal Príncipe Pío, donde desayuno un café con un mixto y salgo hacia Segovia, este insoslayable enclave romano, de los más importantes de España a raíz de su fotogénico acueducto de quince kilómetros, ciento setenta arcos y estructura de granito sin argamasa, que llega a alcanzar los veintinueve metros. Me compro curitas –que aquí se llaman tiritas, lo cual compruebo ¡luego de grandes esfuerzos por hacerme entender!‒ porque me he cortado el dedillo del pie. Toda la zona antigua es hermosísima y El Alcázar, que es impresionante, desde su torre ofrece una vista fabulosa de la ciudad, el valle y las sierras. Recorro la muralla y me vuelvo, ahora sí, al Museo del Prado, que hoy es gratis porque es el Día Internacional de los Museos.
Más allá de ser estrictamente figurativas, las colecciones son vastísimas y muy bellas. El Greco y Goya, emocionantes. Tiziano. Y tantos más. El museo cierra y nos va echando una horda de guardias imposible de sortear, que va cerrando las salas conforme su avance hacia la puerta de salida.
Mi nueva anfitriona es súper buena onda y ya de entrada me lleva a un barcito muy acogedor, La Buga del Lobo, donde tomamos unas cañas y unas papas y yuca fritas. Luego viene otro lugar en La Latina, llamado La Mulata, que dice que es de la familia de Bardem. La noche madrileña es un goce, pero tres faroles Jameson después volvemos a sobar. Aunque… sentimos a unos vecinos cantando flamenco increíblemente, por lo que me asomo a la ventana a escucharlos alucinado. Cuando se dan cuenta de que los espiamos, terminan mágicamente invitándonos, y así cruzamos de edificio para pasar un rato con ellos mientras cantan. La pasamos estupendo, y emocionado me pierdo en la noche. Esas experiencias que son las que hacen a la esencia del viaje: esas sí son las imprescindibles.
Marmolado III
Tras un pincho de tortilla, café y zumo, voy a la terminal de Plaza Elíptica y tomo el autobús a Toledo, las tierras de Garcilaso. La llovizna me acompaña hasta la llegada a esta maravilla laberíntica: sus casonas apiñadas, murallas, torreones, callejuelas curvas, enrevesadas con subidas y bajadas, tienen el don de hacerte perder con mucha facilidad. Camino bastante y visito la Catedral, así como otras iglesias, coros labrados finamente en madera, pinturas renacentistas y catacumbas, y el Museo El Greco, que no mola.
Son cinco las horas que me paso recorriendo el casco histórico, erigido en un promontorio sobre un hiperbólico meandro del Tajo. Y así vuelvo feliz a Madrid, mi central de operaciones hasta el momento. En la casa charlamos hasta que llegan amigos, que son muy majos. Cenamos patatas al horno con pimentón, excelente, fiambres y quesos. Tomamos cervezas, vino y cuba libre. Vamos a bailar a un boliche muy bueno, que transmuta desenfocadamente en una madrugada alocada.
Arabescos
He dicho chau desde la Terminal Sur en Atocha y he tomado el bule que me trajo para Granada. El paisaje que me escoltó fue magnífico: pequeñas lomadas de verde intenso con grietas de tierra colorada y otros tornasoles amarillos, marrones…
Por la noche, la cena con mi nuevo anfitrión de Couchsurfing: arroz con mariscos y ensalada con atún que están muy buenos… Pero ahora ya ha salido el sol de nuevo y deambulo por el centro rumbo a la Alhambra.
Después de hacer cuarenta minutos de cola, me compro un bocadillo de tortilla de papas y una Pepsi. Hay mucho sol pero está fresco por aquí. El paseo por el monumento es muy interesante y el Alcázar es estupendo. Desde ahí, la vista de Granada, de las ciclópeas Sierras Nevadas, las murallas y el valle es inolvidable. Esta ciudadela de palacios, fortalezas y jardines ornamentales, que comienza a gestarse fruto de diversos embates políticos en el siglo XIII, perdió su carácter islámico cuando los encumbrados reyes de Castilla la cristianizaron en 1492 y la transformaron en su residencia.
Hoy es una de esas joyas arquitectónicas que el viajero avieso no debe posponer, a fin de embelesarse con maravillas del arte morisco como las puertas de acceso, la fantástica alcazaba, torres de cuento, galerías y pasadizos, alcobas deliciosamente decoradas, inscripciones poéticas, delicados mocárabes, columnas, arcadas, labrados en mármol y cerámicos de belleza hipnótica. Referencias que luego han sido retomadas por varios monumentos como, por ejemplo, la Gran Sinagoga de Budapest, la segunda más grande del mundo, aquella donde los nazis hacían defecar a sus caballos. Tapices de rosales multicolores, incansables recovecos, la frondosa y variopinta arboleda de sus márgenes, vivos acueductos, fuentes y piletones, en una experiencia arquitectónica que hay que vivir.
Bajo al centro y bordeando el río subo al barrio Albayzín, con sus casitas blancas, construidas en cuevas por mano bereberes o romanas o íberas, vaya uno a saber, pero que también alberga tesoros renacentistas y nazaritas. En un muro, reza la sentencia de que se ofrecen palizas gratis. Gozado recorro sus escondites y acabo cautivado por sus calles irregulares, en la vista impresionante de la Alhambra, bañada por la sagrada luz del atardecer.
Desciendo el cerro y me como un kebab junto a una limonada con hierbabuena. Horas más tarde, la jornada finaliza con un grupo de diez amigos, de cañas y tapas: pulpo, cazón, rejo y otros bichos. Belleza.
Tras una matutina despedida, cojo el bus para Sevilla. El día está hermoso así que pongo mi toalla en los asientos de atrás a secar. El paisaje es muy disfrutable: mucha llanura con algunas rocas de porte. Duermo un poquito.
Arribado, dejo las cosas en un casillero de la estación y me voy a caminar mi visita exprés: la Catedral es muy bella, con su Giralda desde donde se tiene una panorámica privilegiada del entramado de tejados, el Archivo de Indias, la Torre del Oro y el encantador colorido Alcázar, con las molduras arábigas y un jardín gigante. Posteriormente, el Prado que no me convence, pero la sorpresa de la imponente Plaza España, donde se filmaron algunas escenas de Star Wars, me deja completamente satisfecho. En definitiva, la capital andaluza es un emporio de monumentos, a los que se acodan displicentes una importante cantidad de ciclomotores, y por ello es quizás el escenario en que transcurren más óperas de todo el mundo… mirá si se lo iban a imaginar los fenicios que la vieron nacer, y mucho menos Colón que iba terminar enterrado aquí. Torres con alas de oro/ que sueñan distancias./ Calles con sombras de siglos/ y nardos de plata./ Cantes que arañan estrellas/ que arañan el alma./ Noches reflejos de un río/ que quiso ser mar…
Abrasado por el calor voy bordeando el Canal de Alfonso XIII, pasando por la plaza de toros, hasta la estación. Agarro la mochila y me voy al Prado a tomar el bus al aeropuerto. Entonces comienza el periplo de la aerolínea de bajo costo Ryanair: me cobran sesenta euros (el doble del costo del pasaje) por no imprimir el pase de abordar, nos hacen hacer otra cola, al embarcar, sin aire, que es un asco, para chequear el volumen del equipaje de mano, que es el único que se puede llevar sin desembolsar una cifra demencial, por lo que la gente termina tirando cosas para no pagar. El avión tarda en prender el aire acondicionado y es un caldo, un bebé llora, el ruido de las turbinas es insoportable y las azafatas pasan vendiendo de todo, ¡hasta cigarrillos y raspaditas!
Pero luego vendrán las playas de Ibiza, David Guetta, las peripecias en Barcelona, los bares, los festejos por la Copa del Rey, Rakel, el País Vasco, las sierpes del acantilado y la energía maja de estas gentes. But no matter, the road is life.