Por Bernardo Borkenztain.
“Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento”.
Gabriel García Márquez, en Cien años de Soledad.
Llovizna
Este texto de Keith Huff (un reconocido guionista de televisión estadounidense, con participaciones en series como Mad Men y House of Cards) ha recorrido el mundo en infinidad de versiones y elencos, con actores de la talla de Daniel Craig y Hugh Jackman en Broadway o Rodrigo de la Serna y Nicolás Furriel en Buenos Aires, con la dirección de nada menos que Javier Daulte. Esta última se presentó en Uruguay en 2012.
Uno pensaría que esta situación es un peso por encarar para un elenco que se aventurara en la empresa, pero Santiago Ventura armó un equipo que logra superar el escollo con todo éxito, con una puesta que deja al espectador fatigado solamente de contemplar el enorme despliegue de energía que se produce en escena. El equipo en general, pero los actores en particular dejan –como se dice en el fútbol– “la vida en la cancha”, no se guardan nada y cada cuadro de la obra tiene intensidad, ritmo y buen teatro.
Primeras gotas
El planteo de la obra es metaficcional en varios niveles: en el primer nivel, el espectador está en un teatro, viendo Lluvia constante, que presenta un dispositivo escénico que instala un estudio de filmación en el que se está produciendo la historia del Mudo y Gabriel, dos policías rotos y corruptos (segundo nivel) que están contando la historia de sus días recientes (tercer nivel) y de cómo llegaron a ese momento.
Por eso el relato de la historia es en retrospectiva, lo que hace que el tiempo del relato y el de la anécdota sean discontinuos, ya que el relato no tiene más opción que seguir el tiempo de los actores y del espectador, pero el de la narración parte del pasado y se entrega fragmentado.
La multiplicación de imágenes se hace más compleja por la presencia de una pantalla que reproduce en tiempo real lo que ocurre en escena: tener en cuenta que en una sala pequeña como la Cero eso genera un efecto de proximidad muy adrenalínico que multiplica el que produce la muy potente actuación física de Rompani y Torello, que –insistimos– realizan el peligroso trabajo de actuar en un registro que roza lo explosivo sin siquiera acercarse a la parodia o la caricatura. Es evidente una dirección muy acertada de Ventura y la gran respuesta del equipo.
Es imprescindible dar constancia del resto del elenco, que pertenece exclusivamente al nivel ficcional del estudio de filmación, representando camarógrafos, sonidistas y maquilladores que se presentan vestidos de negro, lo que impide un efecto distanciador que se hubiera producido en caso de estar vestidos de manera llamativa. Se trata de un ballet bien coordinado, sin dudas.
Arrecia la lluvia
El Mudo y Gabriel son dos amigos que han compartido literalmente toda la vida, desde una infancia en la que el primero soportaba los abusos del segundo con tal de no perderlo, algo más parecido al síndrome de Estocolmo que a la amistad, pero que se siente igual de fuerte. Entraron juntos a la fuerza policial, juntos fracasaron a la hora de ascender y también juntos enfrentan, “hombro con hombro”, las consecuencias de su xenofobia (algo más intolerable para la Policía de la moral de estos tiempos que la corrupción de Gabriel) y la lluvia que moja, ablanda y embarra todo el universo en el que están solamente ellos.
Porque Gabriel tiene una bella esposa y dos hijos que el Mudo quiere como propios (incluso a la mujer), pero solamente aparecen de manera indirecta, referidos en los relatos de ambos personajes.
Sin contar con el personal del estudio, en esta metaficción que se está filmando solamente aparecen estos dos personajes unidos por el deseo mimético, al decir de Girard, que los lleva el uno al otro, con una intensidad homoerótica, ya que uno es el objeto de deseo del otro, pero que no involucra homosexualidad, ya que las terceras en discordia, Natalia y Guadalupe (o Lupe, una prostituta), son los objetos libidinales de los personajes. Esto se ve en especial en el momento en que Gabriel intenta presentarle Guadalupe al Mudo, pero termina siendo el primero que sucumbe a la sensualidad de su cuerpo.
Eterna lucha en el imaginario occidental entre la madre del amor puro y la pecadora dueña del deseo animal, en el campo de batalla de la piel de ambas se va a decidir el destino de nuestros antihéroes. Porque eso es lo que son, carecen de la arethé, la virtud heroica que lleva al ser humano excepcional a la alta apuesta de la aventura noble, pero no son villanos. No tienen malas intenciones, simplemente están rotos y eso los lleva a malas decisiones.
Lloverá siempre
La obra empieza en el momento en el que el Mudo está tocando fondo; alcohólico crónico, vive en un tugurio insalubre del que es rescatado por Gabriel, que lo lleva a su casa sin saber ‒o quizás sí‒ que la presencia, intocable según los códigos de la camaradería viril de los policías, de Natalia no lo ayuda en nada a superar su soledad crónica.
Gabriel, en cambio, está en un gran momento, tiene familia, esposa y dos hijos hermosos que son su orgullo y acaba de estrenar un televisor enorme que le da gran satisfacción, porque “acaba se ser elegido para ingresar a la Familia Nielsen”, o sea, para ser de las casas en las que se mide el rating y por eso siente que alguien fuera de su microcosmos lo ve, que su opinión importa, y para él esto es motivo de orgullo.
Pero toda buena historia exige a sus protagonistas un momento de la verdad, una caída trágica que los exponga a la superación o al camino de la muerte innoble. Morirnos nos morimos todos, pero cómo llegamos a ese punto es lo que construye una historia que merezca o no ser contada para rescatarnos del olvido. Y el viaje de estos amigos es asimétrico, ante las pruebas de la vida toman elecciones opuestas que los llevan –siempre unidos por ese amor imposible de quebrar‒ por destinos igualmente divergentes.
No podemos contar más, porque el espectador debe tener el privilegio de disfrutarlo en escena, pero podemos decir esto: en un mundo donde el bien y el mal son conceptos relativos y mal definidos, solamente el amor, entendido como ágape y no como eros, el amor entre dos amigos, que pese a su imperfección y fallas son todo lo que existe para el otro, puede salvarlos.
O no. O a uno al menos… no sé, vaya y saque sus conclusiones, no puedo más que levantar una punta del velo de la ficción, el resto está en la lluvia o, como alguien escribió alguna vez, el resto es silencio.
Dramaturgia: Keith Huff.
Dirección: Santiago Ventura.
Elenco: Gastón Torello, Carlos Rompani.
Diseño de iluminación: Martín Blanchet, Javier Ventura.
Escenografía: Gastón Moyano, Agustina Lavanca, Ricardo Aguirre.
Asistente de cámara: Sofía García.
Vestuario: Juan Proto.
Maquillaje en vivo: Martina Piñeiro.
Producción: Sofía Scarone, Gabriel Larrañaga.
Teatro El Galpón, sala Cero.