Por Pablo Trochon.
Viaje por la ruta 101 de Estados Unidos.
Desde Los Ángeles hasta Seattle, crónica sobre ruedas de ida y vuelta por lugares y experiencias en uno de los recorridos más famosos del país del norte junto con la legendaria Ruta 66.
All the leaves are brown/ And the sky is gray/ I went for a walk/ On a winter’s day. Inolvidables días en Nueva York, y Boston después. Tras ser detenido por transportar una navaja, arribo al LAX un 30 de diciembre vía Chicago. Huyo a San Clemente y me gozo un par de días en uno de los balnearios más hermosos del estado. Después arranco por entre el paisaje, grandes y modernas casas de veraneo, bulevares con palmeras, subidas y bajadas, sol.
La ruta en general está muy bien. Aparecen grandes colinas sin forestación y granjas con vacas hacinadas de a miles en corrales pequeños, que exhalan un olor absolutamente asqueroso. Sitios donde además modifican genéticamente a las gallinas para que tengan pechugas desarrolladas, lo cual les provoca que queden desbalanceadas, no puedan caminar y se caigan.
En el Central Valley emergen los cultivos de almendras, nueces, espinacas. Las autopistas, a veces de seis carriles, tienen uno exclusivo para vehículos con más de un ocupante y eso agiliza mucho el avance.
La zona vive algo similar, en menor escala, a lo de la zona de Oklahoma, Nebraska y Misisipi en los años treinta; es decir, el exceso de cultivo provoca sequías y los consecuentes tornados de polvo que impiden la circulación de personas. “No water = no food” rezan los reclamos que adornan la ruta. Pasan decenas de grandes convoyes del asfalto, casas rodantes e incluso un camión transportando una casa.
Seiscientos kilómetros hacia el norte, disfrutando del placentero clima de California por la ruta 5, desembarco en la nocturnidad de San Francisco, la desbordante ciudad cultural, cuna del hipismo de los sesenta. Las cuestas están cubiertas de casas residenciales preciosas: postal que en Río se copa de favelas, en Lima de caseríos, en Montevideo de cante.
I Left My Heart in San Francisco
Subo a una colina en Berkeley desde donde se ve la ciudad. Un grupo de cuatro ciervos se agazapan en la oscuridad de una curva. Me alojo en casa de unos pibes que bien podría ser locación de una película de fiestas gringas: en el living, una batería, tres guitarras eléctricas y un microfóno para grabar, parlantes grandes, pantalla gigante con proyector, cinco laptops, estufa a leña y bolsas de marihuana por todos lados.
Tomo el metro y vamos a The Mission, zona en ebullición de bares de inmigrantes, especialmente latinos. Voy a un lugar con música étnica africana, gente de todos lados, medio kitsch, rarísimo: a las doce regalan champagne, luego de la cuenta regresiva. Vamos a bailar a un lugar de la misma onda con veinte personas: a las dos de la mañana se acaba todo, y eso que la pandemia todavía no ha llegado. Un fin de año interruptus. Vuelvo en el metro, que está atestado de gente: mucho hipee viejo, pseudo lúmpenes, mujeres súper producidas, pibes multilocos.
Arranca el nuevo año. Doy una vueltita por Berkeley, donde los freakies pululan por todos los rincones, y ya me voy a la ciudad universitaria, que está divina y alberga a una de las academias más prestigiosas del mundo: hay muchos árboles, palomas y ardillas desparramados por una extensión considerable.
Con una leve llovizna me acerco al downtown de la vecina ciudad de San Francisco. Paseo por el edificio Civic Center, ubicado frente a una plaza con una gran estatua budista, y visito el Museo Asiático, que es muy interesante y exhibe un acervo antiquísimo.
Cruzo el emblemático puente Golden Gate, con la célebre cárcel museo de Alcatraz a su margen, paso por Sausalito y me deleito en San Rafael con la gastronomía puertorriqueña de Sol Food: chuletas de lomo de cerdo con plátano, ensalada, arroz y porotos negros.
A la vuelta me impactan las imponentes máquinas portuarias, las mismas que habrían inspirado a George Lucas para el diseño de las naves de Star Wars, quien supuestamente tiene una mega granja en la zona, que se llama Lucas Bay. Adiós a los espíritus palpitantes de Sal Paradise, Dean Moriarty y Marylou.
North star
Por la tarde viajo hacia el poblado de Lake Shasta y me alojo en un hotel de paso bastante bien. Una de las cosas que más me pasa en esta primera visita a Estados Unidos es que a cada momento me siento dentro de una película, y todo acompañado de un “ah, esto realmente es así, pensé que solo era en el cine”. Esto aplica a este típico motel de ruta. En el baño dice que en el inodoro no se puede tirar tampones, cigarrillos, pañuelos de papel ni cabezas de pescado. Lo juro.
A la mañana siguiente desayuno en un lugar con un tipo muy amable, y re gringo al mismo tiempo: hay una cabeza de alce, un tótem y una máquina expendedora de refrescos antigua. Llevo el auto a cambiar las cuatro ruedas (que están empezando a transparentarse) y el aceite a Reddings, un lugar de paso, rodeado de bosques y montañas, algunas de ellas nevadas. Está soleado. Hago tiempo en un café.
Intento ir a las cavernas pero el último tour ha salido hace quince minutos, así que rodeo el lago que está bastante bajo. Tras cosechar el beso que crece en la penumbra del bosque de pinos, vuelvo a la ruta. El rosado del atardecer impacta el porte magnánimo del monte Shasta.
Salgo hacia Oregón. Noche cerrada. Niebla. Montañas. Zigzags. Muchos camiones. Grandes fábricas exhalando tantísimo humo y grandes casinos en el medio de la ruta. En estos días, la temperatura es de cero grados. Me meto en un complejo deportivo por la noche, lleno de niebla y con luces potentes, a sacar fotos creepies de los árboles. Hace mucho frío.
La ruta llena de curvas, nieve en las banquinas y automovilistas intensos deriva, en el insospechado Cottage Groove, a un motel bastante fulero.
Por la mañana, desayuno en un café librería muy lindo, bohemio, extraño para este lugar: a un viejo le están haciendo algún tipo de terapia energética, otro toca el piano con un perrote a sus pies, gente con raros peinados nuevos. Un reducto mágico dentro de un sitio que era solo una parada de ruta por la que no daba ni dos pesos. Recorro el pueblo, que no es muy lindo, y hago el tour de los fotogénicos puentes de madera cubiertos (de hecho, es la capital de…) que salva la jornada. Es un hermoso camino rodeado de montañas y bosques de pinos, granjas grandes venidas a menos. El camino bordea el lecho de un lago bastante grande que ha desaparecido.
Sigo hacia el norte, paso por Eugene city que no garpa, emplazada en una zona de arándanos y ovejas. La vista de las granjas y los árboles desnudejos en la niebla, a lo largo de todo el camino, es expresionista. Cada tanto hay rest areas, pequeños complejos aprovisionados de sus correspondientes casas de comida, estaciones de servicio y adult shops, abiertos las 24 horas. Si dudás, hay carteles que anuncian la distancia de la próxima.
Hello, Seattle
I am an albatross/ On the docks and moored boats/ I sail above your inlets and interstates/ Through the rain and open wind. Otra vez por la noche a Seattle, casi en la frontera con Canadá, llego a la ciudad que viera brillar los comienzos de Nirvana y de Starbucks, en el estado de Washington, ya en los confines del país.
Tras el necesario descanso, voy por el popular mercado de pescado en la costanera, en donde también venden artesanías, verduras y comida, enfrente al primer Starbucks del mundo, lo cual sin dudas me hace acordar a la invasión que esta cadena ha desarrollado en lugares como Ciudad de México, donde inclusive los vendedores andan recorriendo las calles con termos y vendiendo estos productos que parecen estar hechos con granos de oro.
Gracias a contactos locales accedo al piso setenta y seis del Columbia Center, el edificio más alto del enclave, desde el cual se tiene una vista increíble de la bahía, el puerto, la zona industrial, los estadios, el entramado urbano, las montañas y el icónico Space Needle, al cual nunca iré por los petrodólares que piden para acceder. En la gris metrópoli aún reverbera el crimen del artista nativo John T. Williams en manos de la Policía, y carteles reclaman la captura inmediata del asesino.
Luego viene el Underground tour, que permite visitar un auténtico pueblo bajo tierra, so pena de fumarse el típico show de información insoportable (“a ver los extranjeros, ¿de dónde son?”) por parte del guía, que la remata con un acting de gallineta que no tolero. El recorrido consiste en bajar a tres tramos de la ciudad subterránea con seis paradas informativas, aunque en realidad no hay nada, algún cartel viejo, caños, tuberías, ratas, nada. Me retraso sacando fotos y al tipo no le gusta mucho; debo insistir de que hable tranquilo y no me espere.
A la salida paso por el mercado para llevar unos macarrones cheese y remato en The Cheesecake Factory, un lugar enorme con decoración entre fastuosa y terraja, que ofrece decenas exquisitas de variedades de este postre. La red velvet, está verdaderamente muy buena.
I got the keys to the warzone
La ciudad verde Portland, acaso una de las más ecológicas de Estados Unidos, me recibe con unas cervezas en compañía de mis ex estudiantes Matt y Liz, con quienes charlamos largo y tendido.
Por la mañana desayunamos steak n’ eggs, dejamos a Matt en la universidad y tras cruzar varios puentes, vamos al reducto hipster Hawthorne. Camino por la calle Alberta buscando sus murales callejeros, y por la avenida Mississippi, entre sus tienditas y cafés donde brota la gente rara de la ciudad. Como quien no quiere la cosa, termino recorriendo el Forest Park, en donde tienen la reserva de agua, que tantos problemas con el gobierno federal les ha generado, por la desprotección del tanque ante la posibilidad de envenenamiento por parte de terroristas [sic].
Por la noche, cervezas artesanales muy sabrosas con especias, luego cien kilómetros de ruta hacia el pueblito de Hood River. Llego al motel Vagabond Lodge, que es muy lindo y tiene vista al río Columbia. Esgrime una esforzada decoración navideña.
Desayuno un festival de calorías en la villa, al otro lado del curso de agua, en un café precioso: dos muffins súper con arándanos, manzana y canela con manteca, papas fritas, huevo revuelto, una hamburguesa, café y jugo. Recargado, me sumo a la montaña, entre el frío intenso y los pinos, por neblinosos senderos de nieve. Disfruto del paisaje en toda su extensión, tapizado por el río y los plantíos, entre los que se ve a lo lejos el caserío. La temperatura desciende de forma abrupta al igual que peligrosamente la visibilidad. Alcanzo la cumbre y más allá vendrá un té africano muy rico con Matt y Liz, y la despedida.
Going back to Cali
Ya bajando hacia el sur por la cinco llego al esperado Parque Nacional Redwood. Corre la noticia sobre el tiroteo en Arizona por parte de un chico de veintidós años: hay un juez muerto y un congresista herido entre las víctimas. La ruta 111 atraviesa un parque en el que abundan los pinos, las montañas nevadas, barrancas, ríos, vías de tren, rodeada de manchones de nieve que se derrite con el fuerte sol. Dos por tres hay barrios de casas rodantes. We’ve been on the run, driving in the sun/ Looking out for number one/ California here we come/ Right back where we started from. Un cartel anuncia que Slash estará tocando en un casino cerca de la pasada Portland.
Un pinche gringo, policeman de Oregón, me para por exceso de velocidad, pero se le va la moto un poco y me acusa de ir a 91 km/h cuando íbamos a 65 km/h, y me mete una multa de quinientos dólares. Probablemente porque tenemos placa de CA, y entre los estados hay pica, dicen.
Al entrar en los Red Woods, los abetos y las secuoyas son impresionantes, y en las curvas cerradas parece que no hay camino. Llego por fin a la costa: el paisaje ha sido tomado por el rainforest. Tomo la autopista 101, que roza el Pacífico aportando unas vistas espectaculares de formaciones rocosas impactadas por intensos embates azules y espuma, que se asoman desde escarpados acantilados.
Visito el Fent Canyon, cerca de la playa, aunque allí los árboles no son tan altos. Vuelvo por el río porque ya está oscureciendo y se ve poco. Me apuro porque después de la caída del sol cierran la tranquera de acceso. Es difícil porque en el sendero se cruzan todos los troncos y tronquitos del mundo.
Veo un atardecer muy bello sobre el mar. Doy muchas vueltas por caminos de ripio hasta dar con un hotel, que es muy lindo y acogedor, pero no sirven comida. Más vueltas para encontrar un condenado restaurante y eso que son las ocho. Como en un lugar mex buenísimo.
Bacon, huevos, hash browns, tostadas, jugo y café. Desayuno en un típico café yanqui, en que el café se recarga gratis, con banquetas fijas en la barra, un cowboy, y dos con gorros y camperas militares. Tiene una decoración creepy de Navidad: toda una pared con estanterías llenas de muñecos y escenografía de papel, nut crackers y papás Noel. La empleada, que es una caricatura de sí misma, dice que mañana los van sacar y que es una pena no poder disfrutar de ellos todo el año; odia embalarlos. Sobre la puerta reza, como en los dólares: God bless America. Precioso todo.
Voy a hacer un trekking por el Tall Trees Trail, que es una zona de árboles muy antiguos. Es un mundo increíble de moles infinitas, con un microclima húmedo, lleno de helechos y descomunales troncos caídos. Camino por un sendero magnificente, sombrío, mágico, que me deja insomne. Por allá unos ciervos y por la noche veo Apocalypto y Sin City.
San Francisco Bay Blues
Regresando por la belleza de la ruta 101, se siguen tatuando acantilados y cañadas sobre el impetuoso océano. Se suceden parques nacionales, montañas nevadas, barrancas, ríos y tiendas de estatuas talladas en madera de Pie Grande, águilas o Shrek. Esta ruta que cada tanto se hunde en la mata, ante el tamaño impresionante de la mata va despidiendo al maravilloso parque. El mantenimiento vial es impecable: ahora están sacando la nieve con celeridad.
Más tarde, nuevamente en el viejo Frisco que mantiene intensos colores de otoño, una amiga me lleva a hacer un tour nocturno en auto. Paramos en la Academia de Ciencias, el fabuloso Golden Gate, el Memorial de la SGM y el antiguo complejo Sutro Bath de piscinas públicas. Entramos por un túnel totalmente oscuro, al lado del Cliffhouse, un restaurante fancy que tiene una hermosa vista del acantilado. Subimos a Twin Peaks para tener una panorámica de esta hermosa y fascinante gran ciudad. Visito la pintoresca Lombard street, la calle con más curvas del mundo, que además va en bajada y tiene una vista panorámica muy bonita.
Atrás quedan los tranvías y las colinas de las afueras de San Francisco con gran cantidad de molinos de viento. Llegando a Los Ángeles suena November Rain y es momento de ir a dar unas vueltas por Venice Beach, enclavada en un Pacífico de olas tupidas de surfers. Hay un punkie tirado con un cartel que dice “kick my ass for $1”. Veo lo más parecido que he visto a Papa Noel, en una camioneta hipster.
Tras un recorrido por Santa Mónica, me voy al Museo Getty Center a ver una exposición de Felice Beato, uno de los primeros fotógrafos en retratar el Lejano Oriente decimonónico; una firma compartida tras la cual se confundían dos hermanos. Es apasionante asomarse a un Japón de samuráis coloreados a mano, a ejecuciones y ejecutados de la rebelión india de 1857, a la cara cruda de la guerra y a la solemnidad de estoicos rostros petrificados en la imagen.
Luego de alejarse, aparece un parque eólico impresionante con un cielo que se desangra, el hermoso Joshua Tree Park, unas burbujeante mimosas en San José Capistrano, cualquier cosa con tal de evitar a la Paradise City, donde la hierba es verde y las chicas son bonitas. But no matters, road is life.