Por Pablo Trochon.
Introducción
Todo comienza con el arribo a Comodoro Rivadavia. Su castillo, que oscila entre colegio de monjas y lupanar, y las calles céntricas que no me dicen nada. Yo tampoco pregunto. Le sigue el viaje hacia Caleta Olivia, viendo a lo lejos Rada Tilly, encallada entre colinas terrosas.
Acá todo gira en torno del petróleo, como las pesadas hélices de unos molinos de viento abominables que están sobre los cerros como centinelas inconmovibles. La YPF se convirtió en el mecenas del sur, creando un mundo para sus empleados: les otorgó vivienda, escuelas para sus hijos, bancos, justicia privada y cines para la distracción y… Ahora, que volvió a ser estatal, se usa lo que la privatización menemista dejó, exprimiendo los pocos galones que quedan y después la Patagonia volverá a ser una incógnita.
El océano se asoma en algunos puntos de confluencia con la ruta. Bellos acantilados pirateados. Pasamos por Punta Peligro; el mar está bello y picado. Mil ochocientos kilómetros nos separan de la capital federal y seguimos bajando. Las distintas capas de la marea se van sedimentando sobre incivilizadas zonas de arena. Abundan los cerros mochos, tajeados. Las olas rompen contra las rocas. Un barco petrolero chupa crudo de una boya a pocos kilómetros de la costa. Gigantescos tanques de petróleo reciben en Caleta.
Desde el mirador, la vista de la ciudad en expansión; tanques de agua oxidados que algún día reventaron e inundaron algunas casas. Se avistan lobos marinos. Se oyen bocinas de camión.
Paso por una planta de tratamientos cloacales ‒una pileta de mierda‒. Ahora sí, proximidad con los lobos y el olor de los lobos. Los machos se acercan hostiles para defender a sus hembras. El agua se va apropiando de la playa.
El ómnibus sale a la diez menos diez de la noche. El demente del chofer conduce por el medio de la ruta. Me sobresalto un par de veces en que debe frenar cuando algún auto, que viene en sentido contrario, se le aparece en una curva o en una subida.
Me siento adelante. Voy solitario en ese palco a la noche y a la ruta iluminada que me muestra descarada, obscena, todas sus marcas, sus heridas. Su concupiscencia me mantiene absorto toda la madrugada.
Dicen que en Puerto San Julián se celebró la primera misa en territorio argentino (como si fuese una confirmación, se cruzan un par de liebres en la carretera).
Aguardamos mientras pasan unos camiones que transportan unos tanques gigantes de YPF. Primero cruzamos la capilla de la Difunta Correa; luego, la de San Cayetano. Hay también un amplio espacio ocupado por una base militar: se visualizan unas pelotas de plástico gigantes. Un cartel prohíbe tomar fotografías. Pienso en la serie Los Archivos X, en Alf…
Pasando Río Gallegos, se divisan unos ñandúes perdidos en la llanura patagónica, testigos involuntarios de esta crónica. Luego un cortejo fúnebre detenido en la banquina, porque el auto que transporta al finado se ha averiado: el capot está levantado, pero sin humo.
Nudo
El Calafate. A las siete de la mañana ya estoy levantado y poco después zarpo del Puerto Banderas a bordo del catamarán Finisterre, recorriendo el brazo norte del lago Argentino. Lo que comienzan siendo pequeños témpanos aislados prefiguran el glaciar Spegazzini, antecedido por el pequeño Seco, que se desgrana en una de las laderas del Cerro Peineta.
En el Parque Nacional Los Glaciares se inicia una liviana pero persistente lluvia. Intento quedarme un buen rato más en la cubierta, con frío, observando los finos torrentes blancos que desaguan la mole de hielo. La vegetación empapada y las rocas erosionadas por períodos glaciares entretejen tapices primigenios.
Nos desplazamos hacia el glaciar Uppsala. Comienzo a acostumbrarme a este síntoma de la desesperación de la naturaleza, que en los últimos cincuenta años ha retrocedido veinte kilómetros.
Descendemos en la Bahía Onelli y cruzamos una zona boscosa hasta la laguna homónima. La guía habla y recomienda no alejarnos del sendero, para evitar el insuperable peligro del “ganado salvaje”. Camino rozando la corteza de abetos, cedros y cipreses hasta una saliente de la maleza, desde donde se contempla el imperturbable hielo del glaciar. A la tardecita, regresamos al catamarán que zarpa nuevamente por la lechosidad del lago.
Ya de regreso, cansado y todo, hago una larga caminata hasta el brazo sur del lago a contemplar el atardecer. Ceno pasta y quedo insomne, en el comedor del hostel, a oscuras, absorto en no sé qué.
A las seis y media ya estoy levantado. Desayuno con una alemana que está hace un mes recorriendo Sudamérica. Me río con ella. Dice “Pitito Moreno”, prefiero no corregirla.
Me pasa a buscar el bus que me lleva a El Chaltén: duermo durante casi todo el trayecto. Despierto en el mítico parador La Leona, emplazado en donde aparentemente una puma atacó al benemérito Perito Moreno.
Llegamos. El pueblo es alucinante; perdido en la montaña. Unas pocas cuadras de cabañitas y negocios rústicos plagadas de mochileros.
Almuerzo y parto con rapidez para llegar a la laguna Torre, frente al cerro homónimo: son tres horas de intensa caminata a través de la montaña. El espectáculo merece tanto sudor. Es maravilloso cómo, hasta el último segundo, el ojo de agua se mantiene escondido: entonces sí, cuando nos elevamos sobre la última lomada, se despliega un conjuro hecho geografía. Permanezco en la laguna poco menos de una hora, porque de lo contrario no podré regresar con luz al pueblo. En el camino vuelvo casi solo; ya no hay turistas, solo liebres que van recuperando la posesión que, durante gran parte del día, queda subordinada al solaz humano.
Se frustra mi caminata hacia el Fitz Roy porque está muy frío, hay viento y llueve: decido rápidamente ir al glaciar Huemul para aprovechar mis últimas horas en El Chaltén. Me traslado en una camioneta hasta las costas del Lago del Desierto. Allí asciendo por un bosque enrevesado, casi alucinógeno. La humedad y los pájaros carpinteros aparecen como una excepción a la sequedad del clima.
Es breve la caminata hasta el pequeño pero perfecto ventisquero, con su correspondiente ojo de agua de un lechoso verde esmeralda de cuento de hadas. Como un refuerzo de jamón y queso y unas galletas.
Vuelvo y, antes de que se haga la hora de partida, visito un muellecito. Y luego unas cascadas. Trabo breve conversación con un instructor de voluntarios para el Parque Nacional: me cuenta que es santiagueño (igual que la niña que atiende la panadería Los Salteños) y que vive aquí la mitad del año porque le gusta mucho. Yo concuerdo y lo envidio un poquito.
Hago dedo y me levanta una pareja de rusas que acaban de darse un baño en la helada laguna Capri. Me señalan entre risas sus pezones, prueba fiel de su hazaña. Agradezco el aventón. Llego a la habitación y me faltan todas las cosas; voy hecho una furia a quejarme con el gerente, el cual groseramente dice que pensaron que me había ido. Lo insulto. Me insulta. Nos insultamos. Por partes, y en el transcurso de una hora, comienzan a emerger mis pertenencias desde los rincones más sórdidos del hostel; pero las piedras que penosamente cargué desde la laguna Torre, no.
Tomo el bus para volver a El Calafate. Cuando estamos por arrancar, sube una mujer extranjera que repite “Amigo, amigo” porque ha extraviado a su novio y está preocupada. El chofer se enoja y arranca, aunque el tipo no ha llegado. Ella se queda adelante mirando hacia la calle para ver si ubica al despistado muchacho. A medida que avanzamos, empieza a ponerse más neurótica y sigue repitiendo “Amigo, no, no, amigo”. Cuando estamos por abandonar el pueblo, entra en un pico de nerviosismo, entonces el chofer (Peineta, le dicen) le pide que se calle y que se vaya a sentar atrás. Ella reclama que pare para bajarse, entonces Peineta le dice que él la deja. Ella deja entender entre gestos y rústicos balbuceos castellanos que le devuelva la plata; él le dice “Cagaste”, la baja a los empujones y le devuelve las dos mochilas de la bodega.
A pocos kilómetros, se nos cruza una camioneta delante del bus obligándolo a frenar: baja el perdido amigo y hace señas para que paremos. El chofer le hace caso y él dice “Amiga, amiga”. Peineta le dice que la dejó en Chaltén, sin esforzarse en que el otro comprenda lo que le está diciendo, y prácticamente le cierra la puerta en la cara.
Llegando a El Calafate, Peineta se persigna al pasar por un altar de la Difunta Correa. Dejo mis bártulos en el hostel y me voy a comer carne a una parrillada.
Por la mañana me dispongo a ir al mediático glaciar. Tomo el catamarán que bordea la cara norte del Perito Moreno: una decepción y un derroche. Los pasajeros son un fiasco; el caso de esta mujer es como la punta del iceberg: mientras recorremos lateralmente el ventisquero, el cual es sometido a un bombardeo de flashes, una señora de espaldas al coloso se dedica a comer galletitas saladas, mientras a su alrededor todos se alborotan con los estruendos que producen los témpanos al resquebrajarse. Yo creo que no le ha dedicado ni una mirada. Sin embargo, cuando otra vieja recita unos versos de no sé qué poeta decimonónico español, estalla en aplausos y loas a la memoria de su coetaria: atrás, insisto, el monumental gélido no logra captar su atención por bloques que escupa a las aguas heladas.
Vamos a la zona de pasarelas: el espectáculo de los desprendimientos es insuperable. Se desgaja una especie de Big Ben de hielo.
Es un día hermoso, no hace nada de frío en el pueblo. Salgo a recorrer y a ver gente.
Desenlace
Al mediodía aterrizo en el fin del mundo. Ushuaia es una preciosa ciudad, ya urbe, pero de madera. Tomo la aerosilla y arriba me clavo un proteínico guiso de lentejas. Acá un tipo dice que Finlandia, Suecia y Dinamarca son la cuna de la Humanidad… yo dudo, pero no tengo (ganas ni) argumentos de discusión.
El ascenso al glaciar Martial comienza tranquilo, pero rápidamente se pone dificultoso, apremiante y seductor: pendiente casi rectángula, piedras que reniegan ser punto de apoyo de nadie y viento inclemente que no tiene nociones de hospitalidad.
Finalmente, arribo al ansiado y desilusionante pedacito de hielo: otra vez se afirma aquello de que la verdad está en el viaje y no en el puerto. La escalada fue reconfortante, me hizo recordar épocas de trekking que hicieron que la montaña me fuese irremplazable.
Recorro la ciudad, que solo me provoca sensaciones placenteras, a diferencia de El Calafate. Le pido entusiasmado al individuo que está disfrazado de pingüino sacarme una foto con él. Antes de que la japonesa, que gentilmente accede a mi petición, apriete el gatillo, increpo al tipo y le digo que me abrace con la aleta y que le ponga onda a la escena: me dice que me puede abrazar y hacer todo lo que le pida. Le digo cortésmente “Gracias”. Le retribuyo sacándole una a la japonesa y su marido con el tipo disfrazado de castor (que evidencia un avanzado grado de alcoholismo) entre ambos.
Me invade eso de Ushuaia y la pelotuda sensación de sentirse en el punto urbano más austral del mundo, como si hubiésemos escalado la montaña más alta o navegado el río más largo. Sé que en esto no hay mérito, pero uno se siente distinto.
La vista de la bahía anochecida, celeste intensa, rodeada de sombras montañosas azules profundas –las luces como luciérnagas civilizadas‒, salpicada de estelas de humos que escapan de las chimeneas… El frío comienza a expandir sus dominios; según los fueguinos, cada vez está más gélido, igual es enero y se tolera. Es casi media noche y recién la luz se ha ido, no pasarán más de cuatro horas para que vuelva.
El ómnibus me lleva por algunas lagunas y más bellos bosques. En un parador en que están escuchando a Jaime Roos me como tres sublimes empanadas de cordero. Luego almuerzo, para variar, cordero a la parrilla, al pie del cerro Castor (que en otras épocas del año es un foco de infección del esquí).
Ya de vuelta en la ciudad visito el famoso ex presidio. Me interno por los pabellones y calabozos que no están restaurados: hiela y ensombrece. Pienso en el Petiso Orejudo, y en Gardel, si es que realmente estuvo aquí. Un viejo lloroso le cuenta a un guardia que allí murió su hermano.
Aprovecho para presenciar un hito surrealista, porque en estas latitudes demasiado australes, en otro pabellón, hay una exposición de Dalí: seguramente las obras que Salvador tiró a la basura y alguien rejuntó. De todos modos, algunas cosas están muy bien, como por ejemplo un cuadro de Gala, que visto de lejos toma la forma de la cara de Lincoln.
El primer contacto con el Parque Nacional de Tierra del Fuego es el lago Roca, plagado de conejos y cordobeses. Caminamos a través del bosque; visitamos un dique hecho por castores: allí la gente se contagia del ansia de ver algún bicho y a los gritos anuncian avistamientos que solo ocurren en sus mentes, generando un inmediato eco en los demás. Nos trasladamos hacia el punto más austral del país: la Bahía de La Pataia.
Prefiero alejarme de la gente y hacer un trayecto por la costa del Roca: cansador pero precioso: todo bosque cerrado, con distintas variaciones de vegetación y relieve. Llego muerto a la Estación del Fin del Mundo, y me tomo el trencito que me lleva por el valle conformado por el cementerio de árboles (que fueron talados por los presos para alimentar la usina termoeléctrica del presidio, hace más de medio siglo).
Encaro una hermosa caminata, a través del bosque y de fangosas turberas, hasta la laguna Esmeralda, que queda al pie del glaciar Ojo del Albino. Rodeada del color rojizo sobre el que crecen exóticas y minúsculas florecillas, posee un paisaje increíble y cautivante. Todo el trayecto de vuelta se sucede bajo la incansable lluvia fueguina. Vuelvo temprano a Ushuaia.
Recorro las coloridas casas de madera con techo de chapa ondulada, coronadas por decenas de lupines de diferentes tonalidades, de retamas florecidas de intenso amarillo y el bosque que se filtra por entre sus callejuelas más elevadas.
Yapa
Cuando me doy cuenta de que no van a venir a buscarme, salgo corriendo hacia el puerto. Son quince cuadras regañando: logro tomar el catamarán que maneja el capitán Gallardo.
Pasamos, por el helado Canal de Beagle, una isla llena de cormoranes que revolotean ajenos también; y por otras en que los lobos marinos machos se disputan territorio y hembras en lucha encarnizada. Y entonces sí, aparece sereno, esperándome, acunado en nido de rocas: el ansiado islote que aloja el faro Les Eclaireurs me recibe con áurea y grana solemnidad. El catamarán se acerca a pocos metros, para beneplácito de los turistas que se babean famélicos ante el faro de contextura pequeña pero descomunal presencia. Los albatros levantan vuelo espantados. Hay mucho viento y los leones marinos rugen.
Las calles de la ciudad hormiguean; los neones reclaman. Las pendientes de los arrabales están solitarias y prefiguran la sombra del bosque que no descansa: algunos movimientos desconocidos sacuden la copa de los pinos. Las cumbres nevadas exhalan fresca de la que duele. La noche está estrellada y la cordillera insomne. Allá lejos se abre el Pacífico, y entonces sí comienza lo irrecuperable.
El avión levanta vuelo desde una saliente de la bahía y, al volver a meterse dentro del mundo, sobrevolando la costa atlántica argentina, reconozco la Península de Valdez, que solo he visto en mapas escolares. Y allí queda la cornisa que representa Ushuaia en el mapa del intrépido. But no matter, the road is life.