La bestia en el corazón
Alicia Campos de Arrieta está casada con Ignacio Arrieta y juntos tienen a Daniel, su único hijo. Daniel está preso porque Marcela Sosa, su ex mujer, lo acusa de haber violado la restricción perimetral que se le había impuesto, cuestión que le impide ver, hace ya un tiempo, a su hijo. Daniel es un adicto a las drogas, no tiene trabajo ni avizora otro destino, cuestión que sus padres prefieren ignorar en su justa dimensión. Daniel también está acostumbrado a destratar a las mujeres, a tomarlas por la fuerza, a humillarlas. Esto tampoco sus padres quieren verlo calibrado ecuánimemente: Ignacio antepone toda la plata que le puso encima al pibe para que se encarrilara, y Alicia, definitivamente, prefiere negar los cargos que pesan sobre él, sobre todo cuanto lo tratan de violento o drogadicto.
Así está la familia cuando Gladys, la doméstica con cama adentro, que se crió en el monte y que tiene un hijo vaya a saber de quién, comete uno de esos crímenes desnaturalizados a los que ni siquiera Dios puede perdonar. Para Alicia será de cabal justicia la condena ejemplar que pese sobre su empleada, pero no tolerará que en el juicio que se le sigue a la mujer se le pregunte, se deslice, se intente sugerir desde la defensa, que Gladys cometió un crimen porque Alicia le dijo en algún momento que en su casa no se iba a alimentar una sola boca más. Incluso a las señoras de Recoleta, el reducto burgués por excelencia para los porteños de bien, el mundo se les puede venir abajo cuando descubren que son ellas mismas las responsables, o mejor dicho, las culpables, de no aceptar tener los pies de barro cuando está a punto de arreciar la tormenta.
Crímenes de familia es un thriller cuya mirada política descansa más que en la violencia de género o en las relaciones laborales abusivas, en destacar la miopía burguesa de la capital argentina, quizás sin proponérselo. Como en La historia oficial, ese otro gran thriller sobre la complicidad social y política de los civiles con los dictadores, las protagonistas de ambas películas (que no tan casualmente se llaman Alicia) descubren, tal vez muy tarde, qué las hace cómplices de ese mismo sistema perverso que ellas mismas defendieron con denuedo. Ambas intentan sostener a como dé lugar, un status quo imposible de aceptar desde los márgenes (Alicia Marnet de Ibáñez, para alejar cualquier sospecha sobre su marido le propone un viajecito, aunque sea a Bolivia; Alicia Campos de Arrieta, porque los tiempos han cambiado desde los años ochenta, en defender su lugar en la mesa del sushi con las amigas), pero cuando la situación se desmadra ni siquiera cambiando los anteojos las cosas volverán a ser como fueron.
Lo que en los años ochenta era compromiso y denuncia, en 2020 no es más que corrección política; por eso lo que más duele de Crímenes de familia no sea la historia que cuenta (una historia contada con demasiada competencia desde los rubros técnicos y actorales, rubro este último en el que destaca la composición de Yamila Ávila como Gladys, una víctima de su propia inocencia), sino la violencia que subyace en una sociedad que se niega a aceptar su rol en la lucha de clases, y que se desentiende de esos monstruos que mimaron sus propias manos.