Por Daniel Tomasini.
En el Museo Nacional de Artes Visuales se puede contemplar la obra de Mario Arroyo: pinturas de la década de los años sesenta hasta 1990. Se trata de un artista que conjuga sabiamente un dibujo concreto y un color sugerente, entre otras cosas de ambientes inquietantes. El dibujo de sus personajes y objetos tiene connotaciones con el diseño gráfico, en tanto califica rostros y actitudes casi desde un plano fotográfico, con las debidas concesiones a la plástica, justamente por su personal paleta de color y su concepción estética particular. Pero su valor es aún más significativo que esto y no puede leerse a la ligera. La obra exhibe una unidad iconográfica muy sólida. La sintaxis visual obedece a fórmulas que a veces pueden provenir del surrealismo. En nuestra opinión, calificaríamos su obra como de pintura metafísica.
Es cierto que el paraguas del surrealismo ha cobijado diversos enunciados plásticos y con distinta naturaleza de la imagen, pero esencialmente refiere a la conjunción de imágenes que en teoría solo son posibles en los sueños. Este tipo de imágenes, que se califican de inarticuladas, deben ser necesariamente fantasiosas por “irreales”. Por este motivo, el surrealismo también se denomina superrealismo y, en otras ocasiones, se hace la fusión lingüística entre sueño y realidad. La obra de Arroyo, desde este punto de vista, no es fantasiosa, ni “irreal” a niveles como los de Dalí o Magritte, por ejemplo, quienes llevaron la doctrina al extremo.
En casos puntuales, el artista juega con posibilidades “irreales”, pero siempre en el marco de un planteo ‒casi diríamos lógico‒ donde la idea a transmitir dentro de sus premisas filosóficas es más importante que el efecto de la imagen como contradicción semántica. Estas son las imágenes “imposibles”. Posiblemente, estas consideraciones estéticas no tengan la menor importancia, porque lo que sí es cierto es que la pintura de Mario Arroyo es altamente original y profundamente comprometida con su sensibilidad. Para comprobar esta afirmación hay que comprender sus principios y estrategias creativas. Su pintura está construida de acuerdo con principios de la representación en los que se propone mirar el objeto de representación, eventualmente, desde otro lugar que el habitual o incluso desde varios lugares simultáneamente. El juego de los planos y del trazado perspectivo son aquí muy importantes. Este es un acierto conceptual muy interesante, en tanto que la percepción de la pintura está afectada por “desde dónde se mira”, es decir desde el punto de vista, lo cual califica esta decisión no solo desde el plano físico, sino del filosófico, porque en definitiva se trata de una “ubicación”. Desde este lugar, el observador es direccionado a mirar el desarrollo de un acto que tiene lugar en un ambiente escenográfico, como si se tratara de un teatro.
El artista a menudo deja planteada la idea de acción, pero no indica el desenlace. Incluso en sus pinturas estáticas está sugerida la acción inminente. Aquí es donde el observador interviene para completar la escena o para colocar la última pieza del puzle. A menudo este direccionamiento de la mirada se produce por medio de un círculo similar a la visión que da el catalejo. Esta es la mirada del voyeur, que se regodea con los detalles íntimos. La pintura propone una incursión a zonas de misterio, donde la muerte y el erotismo a menudo se dan cita. Es aquí donde el color se hace significativo, por su carácter de sugerente. No hay colores vivos ni exaltados. Toda la paleta es baja, al extremo que es el carácter tonal el que construye las profundidades de los planos, profundidad que no existiría si el color fuera brillante o exaltado.
El sentido del ambiente, tanto interior como exterior, apunta a un impasse sombrío, eventualmente nostálgico, a veces desesperanzado o simplemente cargado de una singular expectativa. Arroyo utiliza el recurso surrealista para reforzar las asociaciones mentales, como en el caso de Todo música (1980), donde la idea de seducción emerge del instrumento musical. Tampoco, como dijimos, trabaja con imágenes “imposibles”. Son pinturas en las que sus personajes viven en la noche, en el crepúsculo o en interiores con luces pálidas. No obstante, el color, salvo excepciones donde los grises justifican la (diríamos) completa desolación, es cálido, como si el artista quisiera que aun en estos ambientes, la vida y su calor persistieran, a pesar del desengaño.
Hay mucho de la filosofía del tango (y también en su tema de representación) en las pinturas de Arroyo, donde el erotismo y la violencia son elementos contenidos que eventualmente pueden provocar un desenlace fatal. Este logro plástico es de gran interés porque el observador, pendiente de la escena, sabe que algo va a pasar, aunque no exactamente qué. En este sentido, la pintura deja abierta una puerta a las posibles interpretaciones y planteada la fatalidad, como los fallos del destino que siempre son inesperados.
La inclinación hacia lo que denominamos diseño gráfico, como el caso de muchos rostros en primer plano, las piernas femeninas como motivo principal, etcétera, denotan la necesidad del artista de fijar en el observador estos íconos de manera muy clara y efectiva, a los efectos de que, con la estrategia de color y la composición, se verifique la consolidación de las sensaciones a provocar, que son el eje conceptual de la obra. La asimilación de todos estos recursos en pos de su plan de expresión confirma la inteligencia de Mario Arroyo, que permite que su relato pueda ser polisémico y al mismo tiempo portador de “finales” igualmente válidos. Por otra parte, califica de manera refinada el alto contenido plástico de la propuesta.