Las dedicatorias han caído en desgracia. Acorraladas por la banalización mediática, se han convertido en un pretexto para cultivar el apuro, lo inútil, el juego intrascendente de las audiencias y teleaudiencias, y se enredan en un mar de eufemismos que intentan –sólo intentan– argumentar a favor de la participación, de la comunicación. ¿Para qué se dedica una canción en un programa radial? La razón profunda quizás necesite un análisis más detenido.
Sin embargo, la riqueza de esa práctica sigue intacta pese a todo: una forma de salutación, de demostración de algún tipo de afecto hacia otra u otras personas. En fin, un hecho comunicativo mínimo, afectivo, que carga al objeto dedicado de un sentido de intensidades novedosas, y que ‘dice’ mucho de todo y todos los implicados.
¿Qué sentido tiene, entonces, dedicar los contenidos de un cúmulo de líneas de texto bajo la forma de un artículo? Aquí, sin duda, ese sentido es estimular la escucha: los discos que se reseñarán brevemente provocaron cosas en algún tipo de sensibilidad, conmovieron, cambiaron estados anímicos o ideas, rozaron lo sublime, o generaron ganas de moverse, sacudir –al menos idealmente– la otrora melena roquera, comprar una entrada para ver un show en vivo. No pasaron desapercibidos. Y, más allá de la coyuntura de la edición, dejaron trazas que confirman que la mú
sica –o, también, el arte todo– puede sortear con sus propios pies, cabeza, brazos, la obsolescencia irremediable que impone el mercado. Lo que sigue, por tanto, no es un ranking con lo mejor de 2012. Es, sí, un conjunto de obras que van dedicadas al lector con ganas de escuchar y dejarse conmover; está dedicado, también, a las ganas irrenunciables de hurgar en esos flujos de sonidos que llamamos música, incluso en aquellos que, a priori, se califican como ‘‘inescuchables’’, para descubrir otros mundos posibles en la correlación entre imaginación y materialidad inmediata. Aquí van los dedicados.
Garo
Un mundo sin gloria fue uno de los discos uruguayos más esperados del año pasado. Cuando corrió la noticia de que Garo Arakelián, nombre asociado a la historia roquera de La Trampa, estaba en pleno proceso de grabación de su primer disco solista, muchos abrieron grandes signos de interrogación. Contra toda previsión, la obra fue una muy saludable bocanada de aire fresco para la canción. No fue (perdón, no es) un ejercicio eléctrico, adolescente, de un músico cuarentón. Tampoco la apuesta ‘avejentada’ que malgasta las dotes de un sólido creador. El disco reúne canciones que cuentan historias (¿de perdedores?), contadas en tercera persona, que resultan tan intensas que reacomodan los esquemas de cualquier escucha experimentado. Van directo al grano: los protagonistas de esos relatos en verso, con música, con mínimos arreglos, canto con- tenido y austero, son seres creíbles y queribles, muy cercanos, que despiertan asociaciones y empatías inmediatas.
La vena poética y melódica de Garo cala hondo, no da tregua. Darnauchans, Dino, Bruce Springsteen, incluso Leonard Cohen, sobrevuelan como citas, referencias, alusiones o simplemente ‘aires’ expresivos que completan ambientes envolventes. Vale la dedicación por ser uno de los trabajos creativos más sólidos que se lanzaron en 2012, y por llevar la escucha a una incomodidad imprescindible para comprender la complejidad cotidiana de lo humano.
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