Por Carlos Diviesti.
Música en la calle.
A sus dieciocho años Manuel sólo piensa en cantar sus canciones y le interesa la música más que el estudio. Le falta un examen para terminar el liceo y Virginia, su madre, se preocupa por que siga una carrera que le forje un porvenir. En ese sentido César, el padre, aletargó un poco sus días como bajista de Los Autómatas y, aunque está separado de su madre, intenta mejorar la relación entre todos encauzando la economía y dándole a Manuel y a su hermano Agustín un sitio mejor donde vivir, ser felices y hablar el mismo idioma. No importa dónde sea ese sitio, puede ser una casa diminuta o quizás un viejo local con oficinas y enorme salón de ventas apto para todo destino en la esquina de Nicaragua y Arturo Lezama. E importa menos todavía ocupar ese local para vivir hasta que se venda, porque al fin y al cabo la vida es hoy y ni la inmobiliaria ni el tío Leo tienen por qué enterarse de cómo es nuestra felicidad ni con quién la compartimos. Hoy hay que darle la espalda a los posibles fracasos que hayamos padecido y seguir adelante, siempre adelante; y qué mejor para César que aceptar el ofrecimiento de Manuel de formar parte de su banda en ciernes, aunque Agustín, con menos de catorce años, le pregunte a Manuel por qué papá tiene que formar parte de una banda donde él, Agustín, es un baterista que marca el ritmo de manera confiable y responsable. César sabe que la banda tiene futuro, que podría conseguir buenos toques en boliches “ánder” que les proporcionaran unos cuantos mangos, y hasta Manuel podría escribir algunos temas propios para tocar y hacerse conocidos. Es un buen plan, no tiene por qué fallar. Lo que falla, y lo que César no advierte o no le preocupa advertir, es que desde Los Autómatas a la fecha pasaron veinte años, el mismo lenguaje tiene otros matices, las relaciones se han vuelto más sensibles y ahora los hijos tienen bastante claro cuál es su rol como personas.
Guillermo Rocamora, como guionista, y aún más como director, es coherente con la propuesta de Solo (2013), su ópera prima: Temas propios investiga qué significa la creación artística en un contexto social que no la registra como actividad productiva. Pero lo que en Solo se analizaba desde cierto provincianismo cordial, aunque no exento de asfixia, en Temas propios se observa desde el cosmopolitismo de las formas y desde la hipocresía de las conductas en el aquí y ahora. Más que choque generacional, lo que permea en el espectador de la relación entre los personajes es el desplazamiento de los valores en una sociedad acostumbrada a vivir, democráticamente, en un sistema que jamás permanece imperturbable a su constitución. Por ejemplo, lo que en otras épocas se hubiese retratado como el despertar sexual de Manuel en esta película no es más que sexualidad, y la forma en la que Manuel se relaciona con Eli (la cantante de la banda, que además tiene vida propia) no necesita de definiciones contundentes. En esta película –una comedia sin costumbrismo ni efectismos vanos–, amén de surgir a través de las situaciones, la emoción aparece en la elaborada construcción visual del encuadre y en los colores saturados del vestuario y los escenarios, forma indirecta de realzar la adolescencia de Manuel y de enfrentarlo a una posible frustración, no desde el pozo de la tragedia sino desde la inevitabilidad del drama. Crecer, al fin de cuentas, es una duna de contornos escénicos. Y aunque no sea su tema principal y ni siquiera esté planteado así, verlos a Alfonso Tort o Roberto Suárez como personajes secundarios en esta película reversiona la idea de juventud del cine uruguayo, del mismo modo que las canciones de Chicos Eléctricos o Don Cornelio y La Zona establecen la distancia con un pasado que todavía permanece dentro de nosotros. Si bien Temas propios es una coproducción con Argentina, en esta película no se habla de volver a empezar, como ocurriría con el cine argentino y la tendencia sociopolítica de aquel país de volver, una y otra vez, al principio como si se viviera el día de la marmota, cuestión que en sentido cinematográfico, en este momento, funcionaría como corrección lisa y llana. Aquí se habla sensatamente de continuar lo que ya empezó, desde donde estamos y con lo que tenemos. Y la sensatez quizás entrañe una incorrección absoluta, como si uno, tenga la edad que tenga, cualquiera de estas mañanas y sin soñarlo tanto, se despertara con su propia música en los oídos y salga a patear el asfalto montado en su patineta. Y quizás también, sin desearlo mucho y tarareando un hit instantáneo, hasta se deslice por la ancha y desierta avenida Uruguay, solo contra el viento que se va hacia el mar.