El interior existe (e insiste)
La historia de Puro Chamuyo no tiene misterios. Tampoco consignas de pose estética ni ambición virtuosa. En 2017, cuando todavía se presentaban como trío, estos jóvenes de Tacuarembó lanzaron Atrevidamente nuestro (Ayuí), un debut discográfico que llamó la atención por el tratamiento tímbrico, la frescura de las composiciones, la soltura expresiva en el dominio musical de la canción de proyección folclórica. Ahora, transformado en cuarteto, Puro Chamuyo lanzó Músico de campo (Ayuí, 2019), con otro lote más que interesante de composiciones.
El asunto, ya se preguntarán los lectores, es tratar de definir qué tiene ‒o puede tener‒ de valioso un proyecto que, si se escucha sin atención, a vuelo del zapping, puede sonar a tradicionalista, a cosa filogauchesca, cargada de pintorescas evocaciones camperas.
Uno. Ya don Lauro Ayestarán ‒al igual que otros estudiosos de su generación‒ les dio las justas proyecciones a palabras que suelen usarse sin demasiada reflexión para nombrar algunos asuntos musicales. Pero el punto ‒hay que reconocerlo‒ es que tales precisiones no han calado mucho, o casi nada. Así que no es extraño escuchar que un proyecto como el de Puro Chamuyo sea caracterizado en la jerga fuera de control del periodismo ‒sea radial, televisivo, escrito‒ como folclore, y que con tal término se active un surtido de asociaciones que, sin hacerle justicia al planteo musical, lo interpreten como postal ruralista o pieza (fósil) de un rancio conservadurismo.
El término folclore define otra cosa: un conjunto de prácticas, de saberes, de objetos, de construcciones simbólicas que atraviesan el tejido con una particular forma de circulación, con otra forma de movilizar las memorias colectivas en articulación dinámica con los procesos de tradicionalización. En convivencia con estos fenómenos ‒y también contaminándose, integrándose, amalgamándose‒ están otros fenómenos musicales como las mesomúsicas ‒o músicas populares‒ que se configuran y se sostienen por otras formas de producción, circulación y recepción, que se conciben y entienden en un marco socioeconómico industrial-capitalista.
En otras palabras: una cosa son los discos, las presentaciones ‒los textos producidos por los medios‒ de Amalia de la Vega, Jaime Roos o Madonna; y otra muy distinta son las milongas, pericones y chotis que se movilizan en otros dominios de la memoria y las prácticas colectivas. Los primeros, como lo definían Ayestarán y Carlos Vega, son mesomúsicas: producciones musicales que operan y se cargan de sentido en un funcionamiento social y económico signado por el mercado discográfico, los medios, los conceptos de autor, entre otras variables.
Las líneas anteriores, por cierto, no caracterizan con profundidad estos conceptos, pero quizás despejen algunas zonas confusas. Lo que proponen los chicos de Puro Chamuyo no es folclore, sino canciones de proyección folclórica. O, lisa y llanamente, mesomúsica.
Dos. Y, efectivamente, las canciones del cuarteto que forman Juan Pablo Silva, Joaquín Martínez, Carlos Pedrozo y Gonzalo Olivera recuperan, reelaboran y resignifican esquemas formales y gestos musicales que conectan con un universo sónico-simbólico tradicionalizado de la región. La diferencia, o eso interesante y valioso que se anotó al comienzo de este texto, es que este trabajo, tanto en lo compositivo como en lo interpretativo, se orienta saludablemente a un rumbo distinto al de la canción que fosiliza ese universo sonoro.
Se la juegan por una expresividad suelta, descontracturada, que subraya el valor de lo colectivo y lúdico del quehacer musical. Por otro lado, también se desmarcan de las imposturas academicistas, de intención virtuosa, que pretenden elevar una forma popular, como efecto nefasto de los complejos de inferioridad ante lo culto.
El disfrute, el swing, sin otra pretensión que hacer música, no sólo se hace evidente en las trece canciones de Músico de campo ‒lo mismo ocurría en el disco anterior‒, sino que se convierte en marca distintiva de un estilo. Una cualidad que, además, opera como factor que amalgama al cuarteto, potencia el tratamiento tímbrico y arreglístico ‒logrando efectivas soluciones al ensamble de guitarras, acordeones, bajos, percusión, voces‒ e integra las diferencias estilísticas de los invitados especiales, como Pepe Guerra, el dúo Copla Alta, Walter Serrano Abella, Santiago Echavalete, Patricio Echegoyen y Juan Domingo Silva.
El juego de remisiones a lo local y a lo tradicional está, en este marco, activado a partir de lo vivencial y de lo generacional. Son músicos jóvenes, con actitud joven, que asumen conscientemente que están cargando de sentido sus milongas, polcas, rasguido-dobles, valsecitos, habaneras, aires de chacarera, con las vivencias del territorio desde sus perspectivas. Esto es valioso porque les permite alejarse de la impostura. Son sus experiencias las que recortan el universo significante. Son las experiencias en y de Tacuarembó, las de la región ‒incluyendo otros departamentos fronterizos, las zonas próximas de Brasil e incluso Argentina‒ las que actúan como punto de partida y de llegada del proyecto, y no ese tamiz de postal que busca asimilarse a la capital fagocitadora. Porque el interior sí que existe y también insiste.