Personal
Con la idea de lanzarlo en breve en formato vinilo, el joven baterista y compositor uruguayo Juan Ibarra editó este año Naumay, su primer disco compacto firmado como solista. Un proyecto creativo gestado en una búsqueda concentrada, inteligente y a la vez sensible, tanto en el trabajo interpretativo como en el compositivo. Un proyecto que bien puede calificarse de jazz o simplemente de música instrumental, de clara unidad en la conformación del ensamble instrumental y que apela a una escucha continua, desde la primera pieza a la última.
Para concretar este proyecto, Ibarra formó un quinteto con él en la batería, Antonino Restuccia en contrabajo –uno de los contrabajistas más interesantes del medio y de su generación–, Ignacio Labrada en piano, Martín Ibarra en guitarra y Gonzalo Levin en saxos. Como invitados contó con Benjamín Barreiro en saxo tenor y Federico Lazzarini en trompeta. Y el repertorio está conformado por ocho piezas, en su mayoría compuestas por Ibarra, salvo ‘Te abracé en la noche’, de Fernando Cabrera, y el candombe ‘Nair’, de Martín Ibarra; también se incluyó ‘Angkor’, que le valió a Ibarra el primer puesto en la edición 2017 de los Premios Nacionales de Música en la categoría jazz.
No hay que dar muchas vueltas para reconocer que el término “jazz” designa tantas expresiones musicales diferentes que, si se aplica la lógica más rigurosa, se convierte en una categoría –o etiqueta, como prefiera– imposible. Los críticos no se ponen de acuerdo y sus discusiones, entre conservadores e innovadores, se vuelven tan inútiles como bizarras. Los medios masivos lo han convertido en una suerte de sinónimo de “música seria”, “cool”, en una zona fronteriza entre lo culto y lo popular, en la que es posible “curtir rarezas” y “sonar difícil”, “sonar muy técnico”. Y los músicos, seguidores y melómanos le han estirado sus fronteras semánticas a tal punto que casi cualquier expresión puede llamarse jazz.
En el punto en que hay consenso, particularmente entre quienes se toman el asunto en serio, es que más que un género con marcas estilísticas y formales claramente estructuradas y definidas, el jazz es una actitud ante la creación y la interpretación. Es, se dice, y con razón, una práctica creativa articulada en torno al concepto de libertad, el que adquiere su expresión más evidente y notable en la improvisación.
Así las cosas, el jazz contiene no sólo una historia de transformaciones y exploraciones, desde el fondo de la historia musical del siglo XX hasta el presente, sino también un sinnúmero de exploraciones que se desmarcan de lo rígido, tanto en el plano formal como en la búsqueda expresiva. Y por ahí, por esa trama abierta de posibilidades, se identifican piques, marcas instructivas para la recepción-interpretación, bastante claras en lo armónico, en lo melódico, en los guiones formales –por ejemplo, introducción más exposición de un tema más secciones o rondas de improvisaciones con distinto grado de libertad para el tratamiento del material temático–; y, especialmente, en los acoplamientos de elementos, giros y/o alusiones a lenguajes diferentes, algo que desde mediados de la pasada centuria suele denominarse fusión.
Con ese plan tomado en serio y no como medio para alimentar egos descontrolados, Ibarra le dio su personal vuelta de tuerca al concepto de jazz y al tratamiento de las estructuras rítmicas y toques del candombe, tratando de ir por un camino diferente del de las referencias conocidas.
Sin tirarse al agua con innovaciones ¿descabelladas?, puso toda su energía en redondear un lenguaje personal, con anclajes muy fuertes en The Beatles y en Jaime Roos, con los que estructuró una suerte de concepto abierto, dinámico, que vertebra todo el disco Naumay.
Con respecto a este título, Ibarra cuenta que inicialmente el proyecto se iba a llamar Bienvenido, con varias referencias específicas, entre ellas, a su primer hijo, que nació hace dos meses, a que este es su primer emprendimiento como solista y, especialmente, en alusión a la canción ‘Bienvenido’ de Jaime Roos, que está dedicada al histórico grupo El Kinto. Una referencia nada casual ni caprichosa, ya que, como él cuenta, tanto Roos como esta canción ocupan un lugar destacado en sus referencias estilísticas y en sus gustos musicales, y con ella conecta con sus lazos con The Beatles y con sus padres, quienes cumplieron un rol decisivo en su formación como músico.
Luego, tras probar el título “Bienvenido” en la preparación del arte de tapa, la idea gráfica no funcionó como él esperaba. Así, se dedicó a buscar distintas traducciones de la palabra hasta que se topó con naumay, que en maorí significa, precisamente, “bienvenido”. La palabra inmediatamente conectó con el mundo de afectos cercanos, con los nombres de su hijo, Numa, y el de su compañera, Maite. Un mundo de afectos, historias y músicas, dice Ibarra, que lo definen como músico y como persona.
Naumay es, efectivamente, un disco personal. Un trabajo fino, que se goza en las posibilidades del ensamble acústico, en el tratamiento de estructuras temáticas económicas y en la libertad, lo que abre un interesante horizonte de nuevas interpretaciones a cada pieza.
A la vez, Naumay recupera un concepto que se ha difuminado en las últimas décadas: el del disco como una obra, como una unidad que se va conformando por el encadenamiento de las composiciones, en la que ciertos elementos, como los piques del candombe, reaparecen para conectar y para disparar nuevas opciones interpretativas (las referencias a Roos y a los Beatles no son casuales).
Pero nada de esto funcionaría sin la convicción de Ibarra de que a través de su música, de su lenguaje, hay algo para decir, para generar en el receptor, tanto en lo emotivo como en lo estético. Y eso, bienvenido sea, se escucha claramente en este disco.